Los evangélicos también tenemos tradiciones sagradas.
Las tradiciones eclesiásticas pueden llegar a ser ídolos, becerros de oro.
Cuando Jesús cuestionó las tradiciones de los fariseos, querían acabar con él.
Quince siglos más tarde, la Iglesia Católica Romana quería enterrar a nuestros padres espirituales, los reformadores, por hacer exactamente lo mismo.
Desafortunadamente, en muchas ocasiones las tradiciones religiosas se hacen más importantes que la enseñanza de la Palabra de Dios. Y aunque no lo creas, los mismos evangélicos hemos creado toda una serie de tradiciones eclesiásticas que nadie jamás se atreve a criticar.
Una de las tradiciones más destacadas en el campo evangélico es la musiquita de fondo.
¿A qué me refiero?
Es el domingo. Están todos en el culto y el predicador va acabando su mensaje. Y en cualquier momento hay una pequeña frase que todos saben que el ministro va a soltar sí o sí de manera religiosa, algo como: “Si los hermanos del equipo de alabanza pueden ir pasando”.
Invariablemente, el pastor en cuestión pasará la última parte de su sermón con una musiquita de fondo –siempre lenta, por cierto- para crear un ambiente “más espiritual”.
Luego, viene el llamado al altar que simplemente no puede faltar. Después, hay oración por los que van saliendo. Y es allí donde de verdad se desata la “presencia”.
“Si quieres experimentar la presencia, nos dicen, sal ahora”.
“Hay una unción fresca aquí para todos los que se acercan al altar”.
Y cosas así por el estilo.
Para muchos evangélicos, esta tradición eclesiástica está tan arraigada que nadie soñaría con cuestionarla. De hecho, si no salen los músicos a tocar algo, es como si la “presencia” o la “unción” o la “gloria” de Dios no estuvieran presentes en la reunión.
¿Por qué, entonces, tanto énfasis en la musiquita de fondo?
Un par de razones.
En primer lugar, una parte significativa de los predicadores contemporáneos han sido instruidos en iglesias donde se aceptaba esta forma de acabar el sermón. Por lo tanto, forma parte de su ADN eclesiástico y no pueden concebir otra manera de celebrar un culto al Señor.
Segundo, muchos habrán sido impactados por grandes predicadores que han salido en la tele y su fuerte énfasis en la musiquita de fondo. Si los “grandes” dependen tanto de la música y tienen tanto éxito, ¿quiénes somos nosotros para dudar de su eficacia?
Un par de críticas a este becerro de oro.
1.- Es una falta de fe en la Palabra.
No quiero decir que esté siempre mal acabar un culto con musiquita. Pero hemos llegado a un punto cuando la música se está haciendo más importante que la Palabra predicada.
He conocido a gente que no tenía ningún interés en el mensaje; simplemente estaban esperando a que el predicador hiciera “el llamado” para que recibiesen un “toque fresco” de Dios. Esta actitud es una clara negación de la Palabra de Dios, el elemento central del culto protestante.
Hablando como pastor, he llegado a la conclusión que muchos predicadores ya no creen en la suficiencia de la Palabra para convertir las almas ni santificarlas, por consiguiente, hace falta música para crear un ambiente místico con el fin de que el Espíritu haga su obra.
En realidad, esos predicadores lo hacen con el fin de hacer bien, con un verdadero celo evangelístico, pero cuando la Palabra de Dios se va convirtiendo en “un medio” y no “el fin” del culto cristiano, predomina la carnalidad.
Y ya sabemos que cuando Abraham procuró echarle una mano a Dios, salió Ismael (el hijo de la carne), no Isaac (el hijo de la promesa).
La Palabra por sí sola es suficiente. Si nos dedicáramos más a la exposición fiel del texto con lenguaje claro y directo, no haría tanta falta música. ¿Acaso pidió el apóstol Pedro que saliera algún pianista o guitarrista a tocar algo bonito en el día de Pentecostés? ¡Desde luego que no! Pedro creyó en la autoridad de la Palabra.
2.- Es una falta de fe en el Espíritu Santo.
Irónicamente, las personas que usan estos mecanismos suelen hacerlo en el nombre del Espíritu Santo. Pero se olvidan de que la gran herramienta que usa el Espíritu para regenerar y santificar es la Palabra.
Cuando la predicación de la Palabra es tan pobre y egocéntrica, no resulta sorprendente ver la falta de conversiones genuinas. El Espíritu no honrará el ministerio de alguien que no defiende la verdad de las Escrituras.
Si de verdad tuviéramos fe en el Espíritu de Dios, no haría falta tanta manipulación emocional a la hora de acabar nuestros mensajes. Fijaros en los siguientes dos ejemplos:
Charles Spurgeon no hizo un solo llamado al altar a lo largo de su ministerio. Sin embargo, 14.000 personas fueron añadidas a la iglesia a través de su ministerio de predicación. ¿Por qué? Porque Spurgeon predicó la Palabra. Y el inglés decía a la gente que si realmente estaban preocupados por el estado de sus almas, que podrían ir a hablar con él el día siguiente en su despacho.
Esto se llama integridad, hermanos. No quiso aprovechar de las emociones del momento para luego torcerle el abrazo a alguien con el fin de que tomara su decisión por Jesús. Spurgeon confió en la Palabra y el Espíritu.
Martyn Lloyd-Jones no hizo un solo llamado al altar a lo largo de su distinguido ministerio. Una tarde, después de predicar, se puso a la puerta de la capilla para despedir a los hermanos que iban saliendo de la reunión.
De repente, se topó con un incrédulo que parecía estar bajo una fuerte convicción de pecado. Lloyd-Jones le miró y se despidió de él. El hombre se fue. Pasaron algunos días cuando Lloyd-Jones volvió a encontrarse con aquel mismo varón por la calle. El hombre le dijo: “Si me hubieras invitado a convertirme al Señor el domingo, lo habría hecho”.
Lloyd-Jones le preguntó algo como “¿Sigues bajo la misma convicción que el domingo?”
El hombre le respondió que no.
Lloyd-Jones dijo: “Me alegro, pues, de no haberte dicho nada el domingo. Porque si de verdad fuese la obra del Espíritu Santo en ti, seguiría obrando en ti hasta hoy”.
¡Gloria a Dios! Lloyd-Jones, de la misma forma que Spurgeon, confió plenamente en la soberanía del Espíritu Santo y por lo tanto no tenía ganas de manipular a nadie según el emocionalismo del momento.
Conclusión
Quiero animar a todos mis lectores –y sobre todo a los predicadores- a volver a las sendas antiguas. Volvamos a depender del poder de la Palabra y del Espíritu, las fuentes del verdadero poder pentecostal, para convertir los corazones.
No hace falta depender del brazo de la carne para llevar a cabo la obra del Señor. La musiquita de fondo – si se usa con el fin de crear un ambiente emocionalista- es un becerro de oro, un Ismael, una negación de la suficiencia de la Palabra del Señor. ¡Velemos por el bienestar espiritual de nuestras iglesias! ¡Levantemos al pueblo del Señor en base a la Palabra, la Palabra, la Palabra!
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