Muchas de nuestras iglesias continúan entrampadas en disputas intrascendentes.
A propósito de rolos, una dama dijo que fue al infierno y vio allá mujeres con rolos, cuando terminó de hablar, otra hermana le preguntó que si sabía dónde venden esos rolos tan buenos que ni aun en el infierno se queman.
Muchas de nuestras iglesias continúan entrampadas en disputas intrascendentes. A la conversión le han añadido una lista de requisitos, de imposiciones, de fórmulas y ritos que, lejos de convertirla en una salida liberadora, la transforman en una red, en una celda en la que el creyente queda aprisionado, acorralado y hasta confundido.
Pero estas controversias no son nuevas. La primera crisis de la unidad cristiana se debió al choque entre creencias y ritos heredados del judaísmo y los nuevos valores del Evangelio de Jesucristo.
El valor supremo para los hebreos en materia de identidad era la circuncisión. La promesa de Dios era exclusivamente para los que se habían circuncidado conforme al rito y a la ley. La circuncisión era una condición indispensable para poder ser adoptado por el pueblo de Israel. Por consiguiente, los primeros judíos que se convirtieron les exigían la circuncisión y otros requisitos de la ley a los gentiles que venían al cristianismo.
Sobre este punto céntrico se inició una grave confrontación entre los líderes que creían que “si no circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvados”, (Hechos 15:1) y quienes sostenían que “por la gracia del Señor Jesús seremos salvos de igual modo que ellos”. (Hechos 15:11)
Notemos que la posición legalista sostiene que “no podéis ser salvos”; en tanto que la posición de Pablo, Bernabé, Jacobo y otros creyentes, sostiene que: “seremos salvos de igual manera que ellos”. Mientras que el legalismo cierra y excluye, el Evangelio de la gracia crea la apertura y manifiesta el amor de forma abundante.
EL CONCILIO DE JERUSALEN
La convocatoria del Concilio de Jerusalén surgió de esta radical controversia que sostuvieron Pablo y Bernabé con un sector de los judíos convertidos que les exigían la circuncisión a los hermanos de Antioquia y a todos los gentiles de las demás Iglesias.
Jacobo, un respetado e influyente varón, obispo de la Iglesia de Jerusalén que estuvo presidiendo el concilio, calificó la insistencia judía en la circuncisión y la ley como “perturbadora e inquietante”.
En este sentido, sus palabras fueron concluyentes: “Por lo cual juzgo que no se le inquiete a los gentiles que se conviertan a Dios, sino que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre”. (Hechos 15:19-20)
Sobre esta posición de Jacobo se llegó a un acuerdo en el que se consignaba no exigirles a los gentiles más que las cosas necesarias. Este fue un gran logro, un positivo paso de avance que contribuyó con la definición del Evangelio no solo frente al judaísmo, que ya constituía una arraigada cultura religiosa, sino frente a cualquier otro sistema que quiera añadirle al fundamento puesto por Jesucristo.
Para los judíos, la circuncisión no sólo portaba el valor de la tradición, sino que era un asunto que tenía que ver con la autoridad real de Dios. Pero el Señor había hecho una propuesta de cosas mejores, dejando atrás lo pasado, la tradición y el rito. El viejo pacto de la ley, asentado sobre la actitud ceremoniosa y legalista que partía del hombre, es radicalmente, cambiado por un pacto nuevo, que se asienta en el sacrificio realizado por Cristo en la Cruz del Calvario.
Los judíos, desde el punto de vista psicológico, cultural y religioso, tenían razones poderosas para reivindicar estas prácticas. Sin embargo, éstas no sumaban nada al significado del Evangelio de Cristo que no fuera inquietud y perturbación.
No me refiero a asuntos morales. Sabemos que Jesucristo nos libera del pecado y esta es una libertad verdadera. Una libertad real que estamos llamados a disfrutar. Lo que no logro entender es la retahíla de normas, el rosario de legalismos que nos hemos autoimpuesto y que lo convertimos en el puntal de nuestra predicación.
Creo que estas son exigencias inquietantes y perturbadoras de la fe que, como en Jerusalén, tenemos que hacer una declaración doctrinal de los puntos esenciales que definen al Evangelio y los demás artificios declararlo como carga, como un fardo pesado e inútil que nos impide movernos con libertad y testificar de Cristo con la autoridad y la pasión que el mundo espera de nosotros.
Ahora que parecen asomar en las iglesias conservadoras divisiones por normas y formas de vestir (me refiero a simplezas, como desrizados, corte de pelo, tintes, prenda y otros detalles) creo que no estaría de más echarle una ojeada a la posición que los principales líderes de la Iglesia primitiva asumieron en el Concilio de Jerusalén, para sobre esa contundente base bíblica echar adelante las reformas eclesiales que demandan los tiempos.
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