Con el tejano roto se quiere comprar apariencia, la ficción de una experiencia intensa.
Cuando cada mañana salimos (y uso el plural, pensando en los muchos que salen de casa, mientras que yo simplemente bajo del 2º piso al despacho de la primera planta) de casa rumbo a nuestras obligaciones diarias, la ciudad se abre como un abanico inmenso, se despliega ante nosotros como un ejército que nos ataca. Por momentos, parece como una feria de vanidades que nos asalta a cada paso. Queremos vivir ese día, este día, como personas justas, equilibradas, tendiendo a las buenas ideas y obras, pero por los oídos, por los ojos, por los sentidos emocionales, la multiforme vida de la ciudad nos presenta continuas incitaciones al mal, al sinsentido, al menosprecio o a juicios irreflexivos. Una provocativa mujer despierta en no pocos ideas de lujuria, un póster llamativo y procaz de un teatro de revistas; unos chismes soeces de deslenguados que no se arredran a ser oídos, unos compañeros de oficina que comparten los líos que hay en la misma entre jefes y empleados trepas, los variopintos titulares de prensa que añaden corruptelas sin fin.
¿Qué son, sino las tentaciones de la vida ciudadana? y ahí siguen las publicidades de bebidas que te harán la vida más alegre; las agencias de lotería con su engañosa esperanza, las rebajas continuas para motivar las compras, de manera que descubramos que “compramos, luego existimos”.
Y de pronto me fijo, sí, me fijo, que este vivir contemporáneo está lleno de fascinantes contradicción. Por un lado nos apasiona comprar, como se demuestra con la profusión de campañas de “rebajas”, de novedades, y por otro lado, que las adquisiciones parezcan viejas, tengan historia, en la forma “snob: vintage” en la forma moderna, vejez sin pasar por el enojoso trámite de vivir. Y “desde la visión”, pues no he ocupado el “corazón” en tales frívolas banalidades, observo que ha nacido el gusto por los pantalones deshilachados que empezaron vendiéndose desgastados, con falsas zonas blanquecinas (que ahora ya Internet enseña cómo se pueden hacer) que nuestro trasero, rodillas o nuestros muslos supuestamente habrían generado a lo largo de muchos años de roce, para cavar en el actual: pantalones hechos jirones, con enormes boquetes en las rodillas y bajos deshilachados.
Aun a riesgo de delatar mi provecta edad (que en lenguaje velertniano significa mucha juventud acumulada), “Desde el Corazón”, ahora sí, declaro que me deja perplejo esa moda. No sólo porque me resulte casi como un insulto a los que no tienen otra alternativa que vestir ropa de desecho, sino por su significado.
Entiendo perfectamente que alguien compre una antigüedad, que coleccione prendas confeccionadas décadas atrás en un taller de costura, una pieza irrepetible; bien que considero un pecado que se paguen millones en subastas increíbles, pero que paguemos a personas en fábricas de países lejanos por destrozar pantalones perfectamente nuevos para que parezcan que hemos vivido con ellos, me resulta de una tontez apabullante.
Con el tejano roto se quiere comprar apariencia (bueno, muchos ni siquiera piensan en ello, sólo pagar por ir a la moda), la ficción de una experiencia intensa, la posibilidad de falsear una memoria que no es la propia, de parecer pobre, cuando se necesita casi tarjeta de oro para adquirirlo. Ni se ha usado previamente esa prenda, ni perteneció a nadie querido, ni hemos adquirido el más nimio conocimiento vital con tal prenda. Tienen desgarros (que también por Internet se puede aprender a hacerlos) para que parezca que hemos trabajado, viajado, corrido, saltado, escalado, pero sin hacer el mínimo esfuerzo. Por eso, cuando en el recorrido de las mañanas los veo puestos en ciertas personas, o colgados en las perchas de las tiendas, me asalta la tentación de pensar: “ahí están los atavíos de los estafadores”, los falseadores de la memoria.
Y como casi siempre le pasa a este “aprendiz de escribidor”, con introducción tan larga, ahora me falta espacio para escribir acerca de lo hermoso que sería para este mundo, vestirnos como recomendaba el Senador de Tarso, a la ciudadanía romana, que vestía túnicas para los pobres y togas para los ciudadanos, y él, animaba a la mejor vestimenta: “vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne”, teniendo bien claro que para vestir de esta calidad, había que tener primeramente la calidad en el interior. Que lo externo sea iluminado por lo interno.
Vayamos un poco a la guardarropía que el Senador de Tarso, que por otra parte era costurero de tiendas, nos propone en sus tiendas de Roma, Éfeso, Colosas: vestirse de mansedumbre, de paciencia, de humildad, de alegría, de templanza, de sobriedad, de y para el trabajo, con los vivos colores del gozo, virtud, confianza, fe, y sobre todo no descuidar el amor, que es la prenda que con todo no sólo se complementa, sino que embellece en el más alto grado de belleza. Y estas prendas, nunca deberían deshilacharse, sí cuidarse, mantenerlas frescas, limpias, constantes y como especiales galas para todos los días y en todas las ocasiones.
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