En este afán no alcanzamos diferenciar lo urgente de lo importante y perdemos la perspectiva de logros de mayor trascendencia.
El mundo moderno es acción permanente y acelerada. La rapidez para lograr un resultado puede ser más valorada que la calidad del mismo. No existe ámbito de la vida cotidiana que no esté marcado por este exasperante apresuramiento. Quienes trabajamos en el ministerio no estamos a salvo de los efectos de este agitado remolino.
Las demandas de la vida moderna hacen que al trabajo ministerial se le agreguen muchas tareas, compromisos y acciones. Una mirada a la agenda puede resultar estresante: A primera hora, compartir un desayuno con gentes del ministerio, ir a una oficina del gobierno al medio día, visitar una familia de nuestra congregación en horas de la tarde, asistir al culto de la iglesia en la noche, hacer arreglos para buscar en el aeropuerto una visita que llega al día siguiente. ¡Cuántas cosas, y más, ocupaban nuestro tiempo!
La trampa está en llegarnos a creer que nuestro gran aporte consiste en llenar nuestra agenda diaria de tareas y esforzarnos en cumplirlas. En este afán no alcanzamos diferenciar lo urgente de lo importante y perdemos la perspectiva de logros de mayor trascendencia.
En nuestra área de influencia nos creemos irremplazables y asumimos todas las tareas sin discriminar niveles de importancia y sin ponderar su mejor aprovechamiento. Nos olvidamos de compartir el conocimiento, de socializar nuestras habilidades, de delegar la autoridad y descentralizar las acciones. Somos víctimas de una adicción, estamos metidos en una trampa y nos sentimos orgullosos de esto. Desconocemos la necesidad de comenzar a vivir un proceso que nos libere.
Nuestras energías están concentradas en realizar muchas actividades a la mayor prisa posible. Esto nos hace sentir importantes. No nos damos cuenta que caemos en el activismo, un desenfreno moderno capaz de reducir el valor de nuestra gestión personal a una serie de tareas que se bastan por sí misma y que le agregan muy poco significado a nuestra dimensión espiritual y humana. Así, somos reducidos, sin advertirlo, a una pieza programada que cumple funciones sin lograr racionalizar la importancia de las mismas. De pronto estamos al servicio de todo y de nada.
El activismo es la acción sin sentido de dirección o la acción orientada al logro de objetivos que no necesariamente concuerdan con el propósito de Dios para la vida humana y para toda la creación. El activismo se conforma con salidas rápidas, con soluciones vaporizadas, con paliativos y parches del momento. Atrapa a muchas personas porque eso es lo que exige el medio y eso es lo que la sociedad en lo inmediato reconoce y estimula.
Los activistas están en la política, en las iniciativas sociales, en la religión y en las iglesias. El activista impresiona, logra algún nivel de estima y se siente recompensado con esto. Hace su agenda día tras día y pone todo su empeño, pero carece de tiempo para reflexionar sobre si el esfuerzo desplegado justifica los logros. Carece del necesario sosiego para pensar en lograr mejores resultados con menor esfuerzo. Supone que detenerse en esto es perder el tiempo.
No atinamos pensar que el logro de grandes objetivos comienza por acciones, a veces simples. Accionar no es malo, siempre será mejor que no hacer nada. Lo malo es cuando se sobrevalora la acción por la acción misma sin conectarla con los resultados.
Martin Luther King pudo ser un simple activista, un alarmista callejero. Fue una reflexión profunda en lo que dice la Palabra de Dios sobre el valor de ser humano lo que lo convirtió en un soñador de realidades posibles, en un líder extraordinario. Sus acciones estaban inspiradas en logros de gran alcance, en sueños, en ideales, en metas trascendentes. Su famoso discurso “Tengo un sueño” releva los motivos de sus acciones.
Antes de hablarles en vivo a casi un millón de personas, este hombre pasó tiempo a solas con Dios. El líder tiene que buscar tiempo para estar solo. No se trata aquí de la soledad resentida que produce amargura, es la soledad creativa, la soledad que da fortaleza y genera el equilibrio necesario para enfrentar las tensas situaciones que surgen a cada momento.
Nuestro Señor Jesús es el mejor ejemplo para ayudarnos a equilibrar nuestras acciones. En Mateo 14:22 dice “En seguida Jesús hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir delante de él a la otra rivera, entre tanto que él despedía a la multitud”. El Señor había culminado la acción singular de alimentar a toda una multitud. Sin dudas se trataba de un hecho grandioso y sin precedentes. Cualquiera hubiese seguido accionado, pues se trataba de momento cumbre en el ministerio del Maestro.
Jesús despidió la multitud, envió a los discípulos a la otra orilla y se quedó solo. Luego avanzada la noche se reencontró con sus compañeros en medio del mar para tener una experiencia más significativa y cercana con ellos. Jesús, más allá de la impresión del milagro de los panes y los peces, quería tener con los suyos experiencias cercanas y personales que contribuyeran a su formación humana y espiritual para el desempeño de la misión que estaban llamados a cumplir.
Si nuestra agenda nos impide detenernos y pensar en cosas que trasciendan nuestra rutina diaria de tareas y afanes, es muy posible que estemos viviendo bajo los efectos de un activismo compulsivo que nos está privando de emprender labores verdaderamente importantes para nosotros y también para los demás.
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