La cosmogonía contemporánea debería volver a la singularidad de aquella que reveló Dios en las páginas de la Biblia.
Todos los sabios de los diversos pueblos se han planteado el gran interrogante de los orígenes del mundo y del ser humano. Es ésta una cuestión que va inevitablemente ligada a las grandes preguntas filosóficas de siempre.
¿De dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos? Hasta mediados del siglo XIX, Occidente aceptaba generalmente las respuestas de la Biblia. Un Dios trascendente único y eterno, que preexistía antes, fuera y sobre todas las cosas, creó el cosmos, la vida y a nosotros de la nada.
No somos, por tanto, una emanación de la divinidad, como pensaban otros pueblos ajenos a las Escrituras, sino la expresión de su voluntad manifestada mediante la Palabra.
Seres distintos al Creador aunque hechos a su imagen. Venimos de él y también hacia él nos dirigimos. Un relato original para la humanidad inspirado por la inteligencia divina que hizo bien todas las cosas. La autoridad de la Biblia en tales cuestiones era ampliamente reconocida.
No obstante, desde que se descubrieron -mediado el siglo XIX- en la biblioteca de Asurbanipal las grandes epopeyas mitológicas de Mesopotamia (Poema de la creación, epopeya de Gilgamesh, mito de Adapa y de Etana), surgieron dudas acerca de la posible influencia que hubieran podido tener estas tradiciones mitológicas en el relato del Génesis. Muchos creyeron que la literatura bíblica sólo era una copia, más o menos elaborada, de esta literatura mesopotámica.
Otros, más moderados, no tuvieron inconveniente en suponer que quizás algún genio religioso posexílico del mundo hebreo, conocedor de tales tradiciones míticas de sumerios, acadios y asirios, realizó una síntesis con las creencias monoteístas propias de su pueblo y elaboró los relatos bíblicos. Tales creencias se mantienen hasta la actualidad.
A pesar de todo, entre las leyendas politeístas sobre el origen del mundo -propias de los pueblos del antiguo Oriente, de los egipcios u otras culturas- y el relato monoteísta de la Biblia, existen unas diferencias tan obvias y fundamentales que los hacen absolutamente incomparables. Veamos en qué consisten tales desigualdades básicas.
El politeísmo del antiguo Oriente
En la mentalidad politeísta del antiguo Oriente, los dioses suelen considerarse como formando parte del mundo real. Tanto los seres humanos como el resto de los organismos que pertenecen a la naturaleza (sean objetos, plantas o animales) comparten el cosmos con las divinidades.
Ellas también forman parte de éste. De manera que los límites entre dioses o espíritus, seres humanos y naturaleza son inexistentes o, como mínimo, pueden traspasarse con facilidad.
Semejante identificación de lo humano con lo divino lleva a creer que los dioses son semejantes a los hombres en muchos aspectos y que también el mundo natural posee matices tanto de la divinidad como de la humanidad.
Por tanto, se supone que aquellas cosas que parecen iguales es porque, en realidad, son iguales. Por ejemplo, la escultura que representa al dios Baal es realmente Baal y todo aquello que se le haga a dicha estatua material, se le está haciendo al dios.
Si se considera que Baal es responsable de la lluvia o la tormenta, -en ocasiones impetuosa pero siempre necesaria- entonces se supone que lo que se le haga al ídolo de piedra tendrá influencia directa sobre la climatología porque ésta depende del estado de ánimo divino.
De la misma manera, aquello que le acontezca a cualquier sacerdote de Baal, repercutirá también en el mismísimo dios. Es la idea de que manipulando seres físicos resulta posible influir en las divinidades. Esto permite entender aspectos concretos del enfrentamiento histórico entre los hebreos y los profetas de Baal (1 R. 18:20-46; 2 R. 10:18-28).
Y por ende, si en la naturaleza existen los sexos, se concibe que los dioses también serán sexuados. Si las semillas no germinan por falta de agua o los ganados abortan a sus crías, la prostitución ritual entre sacerdotes y sacerdotisas motivará a las divinidades para que sean generosas y fecundas.
No hay límites reales entre naturaleza, humanidad y divinidad. Los pueblos primitivos politeístas dedujeron tales cosmovisiones de lo que observaban cada día. Estaciones cíclicas, inundaciones, tormentas, terremotos, eclipses, etc., todo les producía temor y les llevaba a hacer algo para que los dioses estuvieran satisfechos y no les provocaran demasiados desastres.
La falta de límites entre el mundo natural y el espiritual tenía también implicaciones morales y conductas que escandalizaban a los hebreos. Al no haber fronteras entre lo humano y lo animal, la bestialidad era habitual.
Si no existían límites en la relaciones conyugales, la prostitución o la poligamia eran bien vistas. El incesto era aceptable porque tampoco las relaciones entre padres e hijos debían limitarse. Y así, un largo etcétera. Todo se fundamentaba en unas afirmaciones teológicas politeístas que -insistimos- no conocían limitaciones definidas entre los dioses, las personas y la naturaleza.
En síntesis, las cosmovisiones politeístas periféricas a Israel se caracterizan por la tendencia a crear imágenes ideales de los dioses que no son sólo estatuillas o esculturas materiales sino que además se consideran como divinidades auténticas. No solamente representan al dios sino que son el dios.
Generalmente asumen la eternidad del mundo ya que, al no saber cómo explicar el origen de la materia prima que constituye el cosmos, tienden a pensar que los dioses simplemente manipularon los materiales preexistentes.
No pudieron crear el mundo de la nada, como sugiere la Biblia, precisamente porque ellos mismos son parte fundamental del mundo.
De la misma manera, el individuo carece de importancia en los esquemas politeístas. Es como una gota de agua en medio del océano. Lo importante será siempre el universo o la totalidad de lo que existe.
Tampoco a las divinidades se las consideran como moralmente superiores a los mortales sino exactamente igual que ellos. Son dioses que en ocasiones se comportan bien pero en otras se muestran egoístas, caprichosos, inmorales y violentos. Por tanto, hay que hacer continuamente todo lo posible por mantenerlos satisfechos.
La realidad se concibe como una dualidad ontológica. Es decir, las fuerzas contrarias del orden y el caos, el bien y el mal, la construcción y la destrucción, etc., están permanentemente en conflicto.
No existe ninguna esperanza de que pueda alcanzarse alguna vez el equilibrio o el triunfo de la una sobre la otra. Los dioses suelen intentar poner orden sobre las fuerzas del caos pero no siempre lo consiguen.
En cuanto al ser humano, al ser concebido por la cosmovisión pagana como esclavo de los dioses, malvive continuamente humillado. Las personas no cuentan para nada, ni como individuos, ni tampoco como colectividades o razas.
Todo el mundo debe comportarse según se espera de él. Si alguno pretende sobresalir de la normalidad institucional constituye una amenaza para el resto de la sociedad.
La diversidad de dioses con valores y preferencias diferentes imposibilita la existencia de una ética normativa y coherente en las sociedades politeístas. De ahí que las leyes de tales sociedades antiguas se basaran más en cuestiones pragmáticas que en la naturaleza de las distintas divinidades.
La historia se concibe de forma cíclica como las estaciones de la naturaleza. La existencia del ser humano y de las sociedades forma parte de una gran rueda que gira eternamente. El progreso no tiene sentido porque el acontecer diario carece de meta o de propósito. El destino está escrito y no hay manera de cambiarlo.
Tal como se mencionó, los dioses de las cosmovisiones paganas también poseen sexualidad y esto les lleva a comportarse como los mortales. Procrean, fornican incluso con los seres humanos, comenten adulterio y frecuentemente padecen ataques de envidia y celos. De ahí, la importancia de la magia, los amuletos y sortilegios con el fin de manipular a las diversas divinidades para obtener sus favores y beneficios.
El monoteísmo bíblico
Frente a todas estas características generales del mundo pagano que rodeaba al pueblo de Israel, la cosmovisión de la Biblia -centrada en un único Dios trascendente que interactúa voluntariamente con el ser humano- se eleva con un marcado contraste y una oposición casi absoluta.
La sobriedad, justicia y lógica del monoteísmo bíblico permiten pensar que tales creencias no pudieron surgir de una humanidad sumergida en el politeísmo sino que tuvo que ser el mismo Dios Creador quien se revelara al ser humano.
Desde luego, este milagro de la revelación escapará siempre, como todos los acontecimientos sobrenaturales, a cualquier metodología científica humana. Sin embargo, a muchas personas, a lo largo de la historia y hasta hoy, sólo les ha bastado leer la Escritura para darse cuenta de dicha realidad trascendente que se intuye detrás de cada renglón bíblico.
La Biblia rechaza categóricamente que Dios sea representado mediante imágenes materiales porque al tratarse de un ser trascendente no puede ser identificado o manipulado mediante objetos físicos de este mundo.
Él es totalmente distinto al universo material que ha creado. Y aquí reside la gran diferencia entre el politeísmo y el monoteísmo bíblico. El hombre de la Biblia acepta que Dios creó el mundo y puede penetrar o intervenir en él cuando lo desee.
Sin embargo, hay una frontera infranqueable entre la creación y el Creador, en el sentido de que ni la naturaleza, ni la humanidad pueden por propia iniciativa traspasar dicha frontera y penetrar o manipular el ámbito divino. No existe tampoco ningún tipo de interpenetración entre la humanidad y el mundo natural.
Cada entidad permanece siempre en su propio ámbito y sólo Dios -el “otro” completamente distinto a todo lo creado- es capaz de intervenir cuando lo crea adecuado. La materia no es eterna, como pensaba el politeísmo, sino finita y creada, igual que la energía, el espacio y el tiempo. Lo único que no tiene principio ni fin es el propio Dios.
El relato de Génesis revaloriza la importancia que cada persona tiene para el Creador, al mostrarle dialogando con Adán y con otras seres humanos. La dignificación del ser humano llega a su máxima expresión con el Señor Jesucristo, quién se entregó por nosotros hasta su muerte cruenta.
La Escritura ratifica la fidelidad de Dios y menciona en varias ocasiones que no cambia ni es voluble como el hombre. Por tanto, se puede confiar en todas sus promesas.
La cosmovisión bíblica tampoco acepta la dualidad ontológica pagana del bien y el mal sino que reafirma la unidad o existencia de un único principio, el del bien. Sólo existe un Dios que es bueno.
El origen de la maldad estuvo en la rebeldía humana pero, al final de la historia, el bien volverá a triunfar sobre el mal. Si en los mitos paganos se aseguraba que el ser humano fue creado para servir a los dioses, la Biblia afirma que la humanidad fue hecha a imagen y semejanza de Dios con el propósito de administrar la creación. Hay aquí un elevado concepto del hombre y la mujer.
Y, a pesar de que se opusieron a la voluntad divina, el Creador tomó la iniciativa para redimirlos y hacerlos reyes y sacerdotes.
Las normas éticas de la Biblia son estables porque están basadas en la misma naturaleza inmutable de Dios. La historia tiene sentido, el mundo se dirige a una meta concreta porque la divinidad posee el control del desarrollo de todos los acontecimientos según sus planes predeterminados.
El Dios de la Biblia no es un ser sexuado. No procrea ni es masculino o femenino. La sexualidad no forma parte de su realidad definitiva sino sólo de las criaturas creadas. De ahí que sea absurdo usar el sexo en el culto con la intención de manipularle, como en el paganismo.
Y tampoco, Dios discrimina al ser humano por razón del sexo. La magia no tienen ningún poder sobre él, ni sirve para manejarlo en beneficio propio. Por tanto, la actitud sabia del creyente consiste en servirle, obedecerle y confiar en que su voluntad es siempre lo mejor.
Paganismo contemporáneo
Curiosamente hoy, en la cosmovisión posmoderna que domina nuestra sociedad occidental, pueden detectarse algunos de los aspectos de las antiguas visiones paganas. El humanismo secular ha rechazado la perspectiva bíblica y en su lugar ha entronizado al individuo como medida de todas las cosas.
Pero, si el ser humano se idolatra y convierte en el centro del mundo, resulta que estamos ante un politeísmo moderno de millones de ídolos.
Las imágenes veneradas actualmente, a las que se les dedica todo el tiempo que haga falta, son esas pequeñas estatuillas digitales, como teléfonos móviles, iPhone, iPad, iPot, Tablet y toda la subsiguiente saga de fetiches, que reflejan ese afán por adquirir cada vez más bienes materiales que dulcifiquen el tedio del sinsentido existencial y de no sentirse solos.
Porque, en realidad, cada criatura está sola ante su propia existencia y ante la respuesta personal que tenga para ella. Sin embargo, la soledad y el silencio -que se rechazan hoy- pueden abrirnos la puerta a la trascendencia.
Algunos científicos contemporáneos, obviamente huyendo del terreno que les es propio, vuelven a postular la eternidad de la materia y de los mundos, -aparentemente contra la de Dios- igual como en los días de las antiguas religiones politeístas.
De la misma manera, el relativismo actual fusiona el bien con el mal, o intenta acabar con éste, declarando que la medida de lo que es bueno es únicamente un criterio individual.
El ser humano se degrada y pasa a ser de nuevo casi como una parte indistinguible de la naturaleza. Una especie más del hipotético árbol de la evolución cuyo valor, en ocasiones, puede considerarse inferior al de una ballena, un gorila o un oso polar.
El trato que reciben los fetos humanos, en comparación con el que se les otorga a otras especies, así lo pone de manifiesto. Y todo esto se relaciona con unas normas éticas subjetivas y personales. En fin, a nosotros nos parece que la cosmogonía contemporánea debería volver a la singularidad de aquella que reveló Dios en las páginas de la Biblia.
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