Uno rey y otro presidente, dos posiciones de poder que tienen altura y alcance similares.
“Las comparaciones no son agradables”, es una frase repetida, aunque no del todo sincera, que empleamos cuando somos sorprendidos por algunos fenómenos que tienen un desconcertante parecido. Las comparaciones son inevitables. Fascinan. Así en la política, como en otras actividades de la vida, están vigentes las comparaciones, dadas por el parecido obvio y resaltable que guardan algunos personajes en más de un aspecto.
Cuando vemos el estrambótico proceder del presidente Donald Trump, encontramos en los desatinos y las locuras de Saúl un comportamiento paralelo que sugiere un análisis comparado de estos dos personajes. Sin dudas que entre estos dos dirigentes hay similitudes que pueden resultar muy atrayentes e ilustrativas.
Uno rey y otro presidente, dos posiciones de poder que tienen altura y alcance similares; precisamente, de dos naciones de acentuado trasfondo religioso y marcadas por el designio de una grandeza histórica sin igual. Ambos, Saúl y Trump, de presencia soberbia e impresionante, de personalidades inestables y perturbadas, propensas a generar incertidumbre y hasta espanto. Ambos, religiosos y devotos, pero con efectos prácticos poco convincentes. Un análisis bíblico de la personalidad de Saúl, lo revela como una persona desconfiada, atacada por celos enfermizos, con gran afán de dominio, muy sensible a las críticas, con impulsos agresivos recurrentes y poco dominio sobre sí mismo.
Analistas de la rama de la conducta y del psicoanálisis, además de historiadores, han dedicado una cantidad considerable de estudios buscando diagnosticar el malestar interior que marcó a Saúl durante su vida como un personaje desquiciado, de humor inestable y de ánimo difícil y desconfiado.
Se ha señalado que Trump revela una conducta agresiva y un estado de ánimo beligerante. Los choques de Trump con la prensa resultan atropellantes y traumáticos. Algunos analistas sostienen que este tipo de rasgos en el individuo distorsionan la realidad, para que se adapte a su estado psicológico, y atacan los hechos y a quienes los transmiten, como periodistas y científicos. Con iras enardecidas y desbordadas, Saúl reaccionó directa y personalmente contra David porque un coro de mujeres gritaba en las calles: Saúl mató a mil y David a diez mil (1 Sam 18:8). El texto agrega que “estas palabras le disgustaron” y desde aquel día, “Saúl miró a David con malos ojos” (I Sam 18:9).
El ascenso de Trump es el resultado de una generación insatisfecha con el sistema, de una crisis de la época. Igual, el ascenso de Saúl al trono fue el resultado de una coyuntura histórica muy particular, acentuada por una especie de populismo político religioso, que se puede inferir de la lectura de I Samuel 8:4-5: “Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron, y vinieron a Ramá para ver a Samuel, y le dijeron: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones”.
Como Saúl, Trump reacciona sin reflexionar y es muy sensible a lo que dicen de él, al extremo que con frecuencia les responde directamente a las personas que le dirigen críticas. Un grupo de 35 psicólogos, psiquiatras y trabajadores sociales de Estados Unidos han tratado de pintarlo psicológicamente, observando que sufre de un trastorno narcisista de la personalidad, lo que le lleva a comportarse con falta de empatía, grandiosidad, autoritarismo y necesidad de admiración constante, rasgos particulares que no difieren mucho de los del rey Saúl.
Dicen estos expertos que Trump tiene problemas en su estabilidad emocional, los cuales muestra en su incapacidad para tolerar opiniones diferentes de las suyas, algo que, según ellos, implicaría un carácter con “una profunda incapacidad para empatizar”.
Ambos, hombres de ostensible devoción religiosa. Saúl en ocasiones llegó a hacer juramentos o votos, tan temerarios y hasta imprudentes, como llamar al pueblo a no comer nada y se empeñaba en cumplirlos aun a costa de la vida de su hijo (I Sam 14:44). En otro momento apareció ministrando en medio de una banda de profetas. De ahí surgió una frase picada de la curiosidad popular: “Está también Saúl entre los profetas” (I Sam 10:11).
Trump, lo mismo que Saúl, lleva su ritual al compás de la cinta danzante con la que ameniza sus confusos amagos religiosos, y para mantener en la escena pública estos sectores que lo respaldan, nombra unos que otros funcionarios de vida evangélica reconocida, se deja ver orando con grupos de pastores y líderes creyentes, toma algunas medidas esperadas por la comunidad religiosa más conservadora, pero él personalmente se mantiene terco y obstinado, como si en la grandeza de su yo se concibiera así mismo por encima del bien y el mal.
Saúl tenía una personalidad religiosa dependiente, encontraba alivio espiritual en las profecías y las oraciones de Samuel, su mentor y guía; incluso, buscaba sosiego interior con la música de David, a quien luego persiguió con odio despiadado y enceguecedor. Como el rey judío, la religión para Trump funciona como un oráculo para consultas o un sucedáneo ocasional para calmar las ansiedades y temores que le generan su agitado accionar político.
A pesar de su activa vida religiosa, Saúl tuvo serias dificultades para poner de manifiesto un corazón doblegado y entregado a Dios de manera plena y sincera. Su yo era más grande que su fe y que su religión, y así se lo declaró el profeta Samuel cuando le sentenció que: “Como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey” (I Sam 15:23)
La grandeza de una nación como Estados Unidos que se construyó sobre la base moral y espiritual de los valores del cristianismo protestante, y que en las últimas décadas se ha ido alejando de estos fundamentos, es utilizada por un ilusionista, posesivo, engreído, irascible e intolerante para, con apelaciones superficiales, personalistas y distorsionadas, evocar el pasado imperial, casi omnímodo de Estados Unidos, en busca de hacer resurgir esa majestad menguada, esta vez, con la impronta de su ego desbordado, impetuoso y hasta irreverente.
De la comparación de estos dos personajes se puede deducir que la religión nominal y vacía proclamada por el presidente Trump no contribuye ni anuncia resultados alentadores ni para Estados Unidos ni para el mundo.
Trump, a quien el exalcalde de Nueva York, Ed Koch, llegó a calificar como “desagradable, avaricioso y arrogante,” ha mostrado en medio de una agitada turbulencia que él mismo ha levantado, un carácter impredecible y errático. Saúl vivió su reinado en medio de recurrentes ataques de furias, de falta de control personal y de una actitud desconsiderada y arrogante que lo llevó al final del drama, a un trágico cierre que acabó con su gloria regia y atribulada vida.
Ante una similitud tan aterradora y admonitoria entre estos dos personajes, lo más recomendable es poner atención a las rectificaciones sabias surgidas de consejos predictivos y reparadores, capaces de evitar en lo inmediato errores que pudieran resultar irremediables.
Saúl terminó aplastado trágicamente por sus insolencias y desatinos. Nuestro deseo y oración deberá ir en dirección de que esta desafortunada y riesgosa similitud, entre Saúl y Trump, no se prolongue mucho. Que estas coincidencias, no tan gratas, encuentren un punto de inflexión para que en tiempo no muy distante puedan ir perdiendo efecto.
Nuestras plegarias deben ser para que este enturbiado y denso nubarrón de la historia presente, que permite trazar este paralelismo de augurios trágicos y nefastos, comience a palidecer, y que, de algún modo, Trump se pueda ver en ese espejo retrospectivo y funesto de Saúl, para que tome una iniciativa capaz de hacerlo encontrarse con un Samuel, en este su caso particular, para escucharlo y seguir sus consejos, ahora que todavía hay tiempo.
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