Descansemos en la realidad de que Él y solo Él sigue moviendo los hilos de aquello que parece habérsenos escapado de las manos.
Meditaba días atrás en lo difícil que resulta para las personas, en tantas ocasiones, la existencia. Estar en contacto diario con el dolor trae este tipo de preguntas… y también esta clase de respuestas: cualquier pequeño o gran elemento nos desestabiliza, interfiere en nuestras vidas, se presenta como elefante en una cacharrería, y arrasa para descomponer la aparente y frágil paz en la que creíamos residir.
Y esa interferencia apabullante nos grita, sin descanso y sin compasión, que nada de nuestra vida queda en nuestro control realmente, que parecemos estar a merced de las circunstancias, y que cuanto antes lo aceptemos y menos nos resistamos, mejor nos irá. De esa forma solo lucharemos contra la circunstancia y no contra nosotros mismos. Aunque eso no es nada fácil.
Esta realidad es difícil de aceptar siempre. Incluso cuando conocemos, como conocemos, la verdad acerca de la fragilidad y volatilidad de nuestras circunstancias, aun sabiendo que en cualquier momento pasan de largo para no volver, nos aferramos con fuerza a la ilusión de que nada cambia o que, quizá, si tenemos suerte, nada cambie para nosotros.
Dedicamos años de nuestras vidas a proporcionarnos estabilidad y equilibrio, para descubrir antes o después que no es algo que podamos proporcionarnos de forma constante, permanente. Algunos afortunados conocen de esa estabilidad por tiempos más largos, pero poco más. Todo árbol es zarandeado por el viento, antes o después.
Quiero, sin embargo, más allá de la cuestión de las circunstancias, que no controlamos nosotros, hacer mi consideración hoy sobre la vorágine en la que a menudo nos vemos inmersos por construir esa ilusión de control y estabilidad alrededor nuestro.
Cuando algo se nos descontrola, nos ponemos en marcha, lo cual en un sentido es responsable y cabal, pero olvidando a menudo que tampoco depende de nosotros el crecimiento de aquello que sembramos en medio de la dificultad.
En tiempos complicados tendemos a preocuparnos, a ocuparnos de más en cosas que creemos servirán para revertir los efectos del mal que nos asedia, nos restamos horas de sueño y descanso en la ilusión de que, por estar mucho más alerta, seremos capaces de ver venir lo que pueda complicarse aún más.
Pero ninguna de esas cosas nos sirve para gran cosa, porque siempre, de fondo, está el mismo asunto, y es que no podemos añadir un codo a nuestra estatura.
Dios, sin embargo, sí puede y lo hace con la facilidad pasmosa de quien controla el Universo. Tenemos un Dios que no descansa, que no cesa en Su deseo de cuidarnos y hacernos bien, cuyos planes para nosotros son siempre buenos, y que no nos necesita para nada en esa tarea que se propuso desde la eternidad, para gloria Suya.
Nuestro Dios, mientras dormimos, hace crecer el fruto de lo sembrado en maneras que no comprendemos, ni concebimos, ni llegaremos a controlar. Todo en el reino de los cielos funciona de esa manera.
Y el reino se ha acercado a nosotros y actúa en nuestras vidas, con lo que Su acción es palpable en ellas. Cuando, además, somos capaces, en Su gracia, de poder ver cómo la obra no es nuestra, sino Suya, el asombro y la reverencia que produce en un corazón receptivo es irrenunciable: no dudemos en dejarnos abarcar por Su abrazo en aquellos momentos en que sentimos desamparo.
Descansemos en la realidad de que Él y solo Él sigue moviendo los hilos de aquello que parece habérsenos escapado de las manos. Aceptemos la realidad de que, en realidad, nunca sostuvimos ninguna de esas cosas, pero Él sí lo hacía, y que además nunca nos deja caer de Su mano.
En el camino intentamos, sembramos, caemos, somos recogidos, crecemos, somos sostenidos… y Su mano de misericordia no desaparece de nosotros porque ni siquiera tenemos el poder de provocar que Él se aparte.
A veces merece la pena parar y observar. Estar quietos y ver que Él es Dios es un mandato en el que no nos sentimos cómodos, sobre todo aquellos que tendemos a la autosuficiencia, entre quienes me encuentro.
Pero solo en el momento en que somos capaces de tocar fondo al descubrir la incapacidad de nuestras fuerzas, cuando vemos que hemos puesto toda la carne en el asador para que, al final, no resulte en nada valioso según nuestra vista, o eficaz según la visión de otros, podemos descubrir lo que Él es capaz de hacer en medio nuestro, desde Su acción, también mientras dormimos.
Porque desde ese letargo, todo lo que suceda es obra Suya. Solo Suya. Mientras tanto, en las acciones que tienen lugar durante nuestra vigilia, tendemos a atribuirnos cada pequeño o gran mérito de todo aquello que parecemos conseguir. Y ninguna cosa es nuestra. Todo nos es dado.
Y Dios, ante eso, ya que en Su naturaleza no está el compartir Su gloria con nadie, mueve lo movible para que Su gloria sea manifiesta, y que nosotros podamos enmudecer ante Su poder.
No tenemos un Dios tirano. El Dios del Universo no juega con nosotros, aunque así pueda parecérnoslo en momentos concretos de nuestra vida. Haremos bien en recordarnos que nuestro Dios es un Dios celoso, sí, pero es esencialmente un Dios bueno y se muestra de esa forma para con Sus criaturas, a pesar de que el mal parece reinar alrededor nuestro.
Dios mueve hilos en este mundo que le desconoce y al que Él pareciera desconocer, según muchos. Pero Él no se ha desentendido de una humanidad durmiente ante Sus cosas, ni se desconecta tampoco de nosotros cuando ya no podemos más. En nuestro descanso, Él actúa.
Nuestras fuerzas son Suyas, porque Él nos las provee. Nuestro descanso es Suyo también, porque Él nos lo proporciona. Cuando caemos, Él es el que nos sostiene multiplicando nuestras fuerzas ante circunstancias que no siempre Él accede a cambiar, porque podríamos fácilmente aprender lecciones equivocadas de todo ello.
Pero, sobre todo, Él provee el crecimiento de aquello que funciona en nuestras vidas, de forma que podamos decir, sin duda alguna, tanto en lo bueno como en lo malo, “Aquí estuvo Dios, y ha sido bueno con nosotros”.
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