Nadie tiene mejores planes para mí que Dios mismo, porque nadie me conoce mejor que Él.
Lo que para muchas personas hoy en día es uno de los grandes argumentos para distanciarse de cualquier cosa que les recuerde a Dios, para nosotros, los cristianos, resulta precisamente el elemento determinante para nuestra confianza.
Quienes hemos decidido creer en la Biblia como referencia suprema de autoridad, entendemos que desde sus líneas surge la verdad sobre cómo ese Dios ha decidido relacionarse con el ser humano, la verdad sobre Su carácter, sobre Sus intenciones para con nosotros, sobre el verdadero tono y profundidad de Su amor y las razones de lo que tantos llamarían, probablemente, “sus exigencias”.
La gente no quiere un Dios que controle sus vidas, o que interfiera en su existencia cotidiana. No quieren que ninguna divinidad opine sobre su conducta, o sus emociones, o sus intenciones... por eso suelen escoger divinidades que no hablen, que no expresen demasiado desacuerdo, o que, simplemente, se mantengan al margen.
A las personas nos gusta sentirnos libres, aunque tantas y tantas veces nos hayamos hecho esclavos de nuestro propio concepto de libertad. Y de hecho a muchos cristianos les termina pasando que, cuando descubren que Su compromiso con Dios quizá les requiera ciertos cambios de conducta a los que no están dispuestos, o tener que renunciar a sus propios deseos o impulsos, por simple y pura coherencia, deciden renunciar a la que aparentemente era su fe.
Tal es nuestra estabilidad respecto a las cosas. Las abrazamos mientras nos conviene. Nos acercamos si no nos comprometen demasiado, porque no queremos dejar de sentirnos libres, o al menos todo lo libres que podemos imaginarnos ser.
Por esa razón es tan difícil entender que conocer a Jesús, la verdad encarnada, nos haga verdaderamente libres. Porque aceptarle supone llevar Su yugo, obedecerle, tomar la cruz después de negarse a uno mismo y caminar siguiendo Sus pisadas. A vista de pájaro, cualquiera podría decir “¿Y en qué sentidos nos hace esto verdaderamente libres?” Pues precisamente en la posibilidad de escoger.
Quien está instalado en lo malo, que es todo aquello que Dios rechaza, por su propia naturaleza no puede escoger lo bueno. Quizá en alguna medida, según una gracia natural que Dios otorga, personas que no le han conocido de manera personal pueden amar, perdonar, decir la verdad… pero sigue siendo un regalo de gracia, insisto, que proviene solo de Dios, aunque no sea reconocido.
De alguna forma, están palpando algo de esa libertad sin conocer a quien la otorga. Pero esa libertad no será suficiente para quien la desea de verdad.
Yo, sin embargo, al contrario que muchos de mi tiempo hoy, declaro sentirme no solo encantada, agradecida, fascinada y sorprendida de que Dios decida implicarse activamente en mi vida, sino también ilusionada, esperanzada, y convencida de que mi vida nunca alcanzará lo que puede llegar a ser en su sentido más pleno, si no es por Su intervención. Nadie tiene mejores planes para mí que Dios mismo, porque nadie me conoce mejor que Él.
Me creó con un cuidado inmenso, me protegió hasta aquí, nunca decayeron Sus misericordias, y por ello no he sido consumida. Ninguna persona sabe mis luchas, mis inquietudes, mis alegrías o decepciones con la profundidad, no solo de quien escucha -que también, cuando consigo verbalizar algo de esto, aunque sea con dificultad- sino de quien conoce lo que mi corazón contiene cuando ni siquiera mi cerebro ha sido capaz de identificarlo.
Su presencia en mi vida, más lo que viene con ello, supera siempre lo que pido o entiendo, y desde una perspectiva dispuesta a escucharle y a presenciar lo que Él quiere hacer en mi vida, descubro con admiración el cuidado, la sensibilidad y la perfección de Su plan para conmigo.
En el camino hasta este convencimiento ha habido desolación, miedo, angustia, soledad, desesperanza, inquietud, falta de contentamiento, dudas, amargura… pero en esa implicación preciosa por la que Dios se hace presente en nuestras vidas, y en la mía en particular, todas esas cosas han quedado en un segundo plano por la luz apabullante que supone Su presencia. ¡Claro que quiero que intervenga! De hecho, no sabría qué hacer si no lo hiciera, porque todo es Suyo…
- Él hace lo que quiere alrededor nuestro, a pesar de quienes nos rodean y nos quieren mal tantas veces. Puede entenebrecer su entendimiento para preservar a quienes le aman, porque Dios no puede ser burlado y porque, como dice el Salmo 55, Él nos sustenta y no deja que permanezca caído aquel que le obedece.
- El hace lo que quiere en nosotros y con nosotros, con nuestra colaboración o a nuestro pesar, desde una difícil combinación entre libre albedrío, elección y responsabilidad, usando incluso lo peor de nosotros para el cumplimiento de Sus propósitos, llevándonos a considerar de unas y otras maneras aquello que quiere que incorporemos en nuestras vidas para hacernos más y más como Cristo.
- Él obra de forma sobrenatural en las circunstancias, cambiando lo que no podemos modificar, o permitiendo que no haya cambios, pero que seamos transformados nosotros, en ese susurro que nos llega al oído con las palabras “Bástate mi gracia”.
- Su gobierno sobre Su creación es infinito, aunque en su sabiduría se retiene tantas veces de hacer una intervención más visible en determinadas situaciones para llevarnos a un conocimiento más profundo de Él a una dependencia superior.
- Cada cosa que sucede en nuestras vidas tiene sus tiempos, pero los tiempos son Suyos. Él establece cuándo han de suceder las cosas, y como alguien dijo una vez, nunca tiene prisa, porque nunca llega tarde.
- Él deja a las personas tomar decisiones y vivir conforme a ellas, aunque tantas veces acarreen consecuencias inmanejables. Pero Él también puede trastornar el entendimiento de aquellos que atentan contra Su voluntad para producir salvación en quienes le buscan. Por el mal de unos, tantas veces, se produce bien para otros porque los hilos son movidos por un Dios de justicia y misericordia a la vez.
Él puede decidir movilizar ejércitos, puede apartar las aguas para que uno de Sus hijos pase en seco, puede hacer que los animales hablen, que quien hablaba deje de hacerlo, usa la voluntad de todos para cumplimiento de Su voz, que aunque no nos lo parezca, gobierna… Su voluntad, entonces, prevalece sobre todo, y ni siquiera aquello que aparentemente tiene lugar sin Su control queda realmente fuera de su alcance.
La obra del Espíritu en nuestras vidas es absolutamente increíble. Nos permite ver en nosotros acciones que, de otra manera, serían imposibles. Cuando nos sometemos verdaderamente a Su voluntad, descubrimos las cosas increíbles que Dios obra a través de la obediencia (aunque tantas veces las cosas no salen como querríamos, y pareciera que obedecer es lo peor que hicimos).
E incluso, desde el precio que tantas veces se paga por obedecer, uno se descubre gozándose en medio de dificultades, cosa absolutamente contra natura, por el hecho de encontrar propósito y significado en ese sufrimiento.
Encontramos a Dios de forma absolutamente personal desde las lágrimas, y ese encuentro Él nos toca, simplemente, aunque para todos los que desde fuera nos observan seamos los seres más patéticos del mundo por decidir obedecer.
El escenario que, para mí, muestra de forma perfecta esa sintonía entre todo lo acontecido y el absoluto control de Dios es el mismo paisaje que pintan los momentos de la pasión, crucifixión y resurrección de Cristo. Las implicaciones para la Historia y para la eternidad son inapelables.
Tiempos en los que todo parecía ponerse en contra del Ungido, en que Dios parecía ausente completamente, como si hubiera renunciado a hacerse presente, siquiera, en la vida de Su propio Hijo. Toda una orquestación de acontecimientos malévolos sincronizados para que el Señor muriera… y sin embargo, todos y cada uno de esos intentos siendo dirigidos por la absolutamente alucinante presciencia y omnipotencia de un Dios que, además, no solo no era indiferente respecto a Jesús, sino que no es, ni será, indiferente respecto a nosotros. Ayer, hoy y por siempre, todo sigue siendo Suyo.
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