Valiéndose de esa fama que se había construido, tenía a todos, simpatizantes y detractores, o sumisos o sumidos en el miedo.
El relato bíblico lo ha inmortalizado (inmortalizado en el sentido que su figura y su nombre no han pasado de moda ni han caído en el olvido; solo por eso) como un gigante. Quizás lo haya sido aunque es probable que no haya sido más que un poco más alto, más grueso y más egocéntrico que los demás mortales de su tiempo.
El caso es que este Goliat (quiero decir, aquel Goliat) se creía invencible. Y valiéndose de esa fama que se había construido, tenía a todos, simpatizantes y detractores, o sumisos o sumidos en el miedo. Los que pretendían vivir a su sombra y profitar de ello, lo seguían a todas partes, siempre con una sonrisa a flor de labios. Y cuando Goliat hacía algo, lo que fuera, sus seguidores lo premiaban con una risita que intentaba ser sincera pero que no lo era.
Es que este Goliat (quiero decir, aquel Goliat), valiéndose de su tamaño y de la fama que había adquirido, miraba a todos por encima del hombro. Le gustaba pasearse delante de amigos y enemigos, amenazando, mofándose y asustando a medio mundo mientras él se deleitaba en su hermosura. La verdad es que solo tenía ojos para él. Todos los demás, simpatizantes y detractores, eran el entorno que necesitaba para hacer resaltar su figura. Cuando se paseaba, le gustaba aplaudirse a sí mismo.
Las autoridades de su tiempo le huían. Sentían que no contaban con recursos para hacerle frente y detener su figura tan amenazadora. Hasta que un día, de entre las filas de los oponentes, apareció un muchachito que decidió enfrentarlo. Todos pensaron que estaba loco. Quisieron vestirlo como un guerrero pero el muchachito no lo aceptó. Se fue al arroyo más cercano, escogió cinco piedrecillas, puso una de ellas en su honda de pastor, la hizo girar a toda velocidad por sobre su cabeza y la soltó. La piedrecilla golpeó al gigante en la frente y el gigante se desplomó. Y para que no quedara dudas de que el bocón estaba derrotado, el muchachito con su propia espada le cortó la cabeza. (Primer libro de Samuel capítulo 17).
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