Me admira que Jesús dijera: “de cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.
Pese a haber visitado Israel unas dieciocho veces, y tener muchos recuerdos emocionantes de la vida y vividos, cuando llegan estas fechas de la Navidad, el recuerdo de los recuerdos se centra en la puertecilla de entrada a la basílica de la Natividad. Una puerta de sólo un metro veinte de altura por la que sólo los niños pueden entrar sin agacharse y en todo caso, de uno en uno. He escuchado muchas veces a excelentes guías, la razón de esa diminuta puerta, dentro de lo que fue en su tiempo del siglo IV, un impresionante arco de entrada. Unos informan que se redujo la entrada para evitar que los jenízaros pudieran entrar con sus caballos, aterrando y descabezando a los fieles en oración. Otros arqueólogos defienden que fue la forma de proteger que se entrara a tropel con animales, cuyos cascos destrozaran el impresionante suelo de mosaicos bizantinos de extraordinaria belleza. A fuerza de conocer estos relatos, generalmente dejaba viajar mi imaginación y siempre llegaba a la misma idea, mi razón era muy subjetiva, pensaba y pienso que era y es como un simbólico mensaje que razonablemente me decía a mí mismo, que para ver la gruta –en el fondo este templo paleocristiano se dice que se edificó para recordar la cueva en donde Jesús nació- sólo se puede hacer de dos maneras o siendo niño o inclinándose. No con zancos de envalentonados títulos científicos, escabeles de poder, no engordados en nuestros orgullos, no empinándose, sino empequeñeciéndose.
Puesto a hacer cábalas, me digo: “si Dios se hizo pequeño para acercarse a nosotros”, ¿no será una lección para nosotros que para acercarnos a Él el camino es hacernos pequeños?; así, las cosas de Dios: no tienen más entrada que la de hacernos niños. Por eso la Navidad es, entre hermosísimas cosas, un misterio de infancia.
“Desde el Corazón” pienso que hemos crecido demasiado -que no quiero decir madurado- dicen que ser niño es vivir en la ignorancia. Y puede que haya algo de esto. De pequeño, la impresionante higuera que tenía en el amplio corral de mi casa, me hacía creer que las ramas altas tocaban el cielo. Algo crecí y descubrí que el cielo estaba infinitamente lejos de nosotros. Pero ahora, con mi mucha juventud acumulada, sé también que tenía mucha belleza aquella ignorancia, más que mis resabiadas suspicacias y fatuos pensamientos.
Me admira que Jesús dijera: “de cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como NIÑOS, no entraréis en el reino de los cielos”. ¿Dónde queda, en verdad, el chiquillo que fuimos?, hemos crecido físicamente, hemos engordado caprichosamente, nos hemos llenado de placeres y ocios, nos hemos enorgullecido con nuestros conocimientos sin ética, los bancos nos han concedido el “abracadabra” de las tarjetas de crédito, los créditos rápidos: “compre ahora y pague después”, ya somos hombres, al fin somos adultos, hemos dejado atrás la niñez, ya no necesitamos a nadie.
Y henos aquí, aterrados ante el mundo y la vida, mirando a Alepo; Turquía; Irán nuclear e Israel, asustados con los radicalismos; los yihadistas y terroristas; los afganos, los bokos harams; las corrupciones, incluso en el mundo del deporte; los tiranos; los manipuladores; los Trump que alarman. Damos gracias a Dios porque en los últimos meses los terroristas han matado “poco” y hasta nos contentamos con que el 2017 no resulte peor que el 2016. Ya veis, hasta la esperanza se ha avinagrado y prostituido en nuestras manos, volviéndose vacilante y neurótica.
La tarde del Martes, en el especial acto de la Facultad Protestante, asistí al culto especial de Navidad, en el que los niños, porque sus padres residen en el Seminario, reciben regalos. Había que verlos, esperaron hasta el final, con ojos brillantes, saben que recibirán regalos, puede ser espera nerviosa pero no torturante, saben que lo que sea será hermoso a sus expectantes miradas. Saben que son amados y viven en la alegría de saber cómo se expresará ese amor; viven en la alegría, mientras nosotros recelamos de ella. Para los niños basta un rayo de sol para alegrarles. Pero hace falta un sol entero para que el corazón helado de un adulto pueda deshelarse.
El hombre no sabe esperar. Y espera, además, lo que no debe. Por eso no entendimos a Dios cuando vino. Ni le entendemos ahora. Esperábamos que viniera como una Lotería a repartir riqueza y vino pobre. Esperábamos que Él solucionara todas nuestras miserias y vino con misericordia para dar sentido a nuestras vidas. Esperábamos un Dios justiciero que demoliera a los malos –que siempre pensamos son los otros- y es que vino pequeño porque quería ser amado y desde esa relación de amor vertical, surgiera el amor entre los seres humanos.
Por eso, en esta Navidad 2016, en la que el mundo tiembla, y en la que aún hay hambre y guerras y paros, y fabricación de armas nucleares, casi se ha olvidado el sabor de la esperanza, la Navidad, y el bebé Dios viene a despertarnos de tanto y tanto miedo y a enseñarnos a mirar la vida con los ojos ardientes con los que hace muchos años esperábamos los regalos.
A mí me gustaría que el mundo fuera una Escuela, y todos sentaditos en los viejos pupitres, que Dios fuera el Maestro que escribe en la pizarra el verbo “amar” y todos lo aprendiéramos de corazón, pues si como niños aprendiéramos este verbo, en el mundo sería siempre Navidad.
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