Es necesario que nos topemos con nuestra oscuridad, para que apreciemos y seamos cautivados por la luz que puede cambiarlo todo.
Ahora que va terminando el año y algunos hacemos balance de lo que ha sido, pensamos en qué sentidos hemos ido hacia delante y las cosas han mejorado y, por otro lado, en qué cosas claramente hemos podido dar un paso atrás y hemos involucionado.
Por supuesto, la visión de cada cual es subjetiva y la mía no es diferente. Además de subjetiva, puede estar equivocada también. Pero me tomo la libertad de compartirla con ustedes, ya que me lo permiten por este medio.
Las personas no somos en general demasiado dadas a la autocrítica. Sí somos, tal y como nos lo refleja el propio Evangelio, muy proclives a criticar hacia fuera, identificando la paja en el ojo ajeno y obviando la viga en el propio. Y por ello llama la atención que, con honrosas excepciones, algunos fenómenos muy evidentes como el que comentaré aquí hoy, se nos pasen desapercibidos y nos demos a los más sorprendentes autoengaños y justificaciones.
Nos gusta vernos a nosotros mismos como nos gustaría ser. En el fondo, sabemos que no somos perfectos, pero dedicamos mucho esfuerzo a encubrir nuestros errores para proyectar una imagen hacia fuera lo más depurada posible.
Hemos descubierto las bondades de ser ojos que no ven para que el corazón no sienta, y nos hemos abrazado a ese principio como si en ello nos fuera la vida (ciertamente, en ello nos va el avance, pero en sentido inverso, es decir, avanzaríamos más si fuésemos capaces de reconocer en qué cosas necesitamos enmienda, en vez de mirar para otro lado).
Por ese apalancamiento de ceguera voluntaria en el que nos hemos instalado, las cosas pasan a nuestro alrededor o en nuestra propia vida y no somos capaces de verlo. Incluso cuando, conforme pasan los años y lo cotidiano va cambiando, se nos dan escenarios donde ver estas cosas es mucho más obvio y más flagrante, pero nosotros nos hemos hecho más insensibles y no vemos.
Me gustaría, a modo de muestra, hacer una breve mención a uno de esos escenarios que nos evidencian pero en los que, sin embargo, no terminamos de vernos retratados o, simplemente, no soportamos la dosis de realidad que identificarnos nos traería, y desviamos la mirada. Es el terreno de las nuevas tecnologías, y en concreto, la red.
Para aquellos que todavía siguen pensando que las personas somos estupendas por naturaleza, tenemos un fondo prácticamente inocente y somos en esencia “buena gente”, les animaría a echar conmigo una somera mirada a lo que las personas hacen y hacemos gracias al escenario que nos da la red. Internet es un espacio común en el que mucho o todo se comparte (sepámoslo o no, creámoslo o no).
En ese ciberespacio es fácil disfrazarse, pasar más o menos inadvertido, mentir, flirtear, engañar, defraudar, atosigar, acosar, insultar, opinar desde la desmesura, despotricar, volcar las insolencias que en la vida real no seríamos capaces de decir, entre otras muchas lindezas.
Y al anonimato se le suma la impunidad, lo cual es un cóctel siempre explosivo, porque te permite hacer las cosas sin que salgan a la luz y sin que haya consecuencias aparentes por ello. Al menos, si las hay (que suele haberlas), como recaen sobre otros y no sobre nosotros, tantas veces sin saberlo siquiera, pues podemos soportarlo. De nuevo, ojos que no ven, corazón que no siente.
Tal es nuestra incapacidad de vernos como somos que, a veces, tenemos nuestro propio retrato delante y no nos reconocemos. Escribimos en redes sociales comentarios dignos del más absoluto barriobajero, nazi o sinvergüenza, pero ni siquiera nos produce un leve escalofrío al teclearlo. Sustituimos relaciones reales sólidas por relaciones virtuales ficticias con una facilidad que pasma.
Y como hemos perdido buena parte de nuestras habilidades sociales y emocionales en el proceso, encima no nos duele nada por ello, ni sentimos tampoco empatía, dolor o misericordia alguna hacia aquellos a los que dañamos. Nos sentimos, por el contrario, buenas personas, gente que se comunica, gente que avanza… aunque sea escalando por encima de los cadáveres de otros, porque acumulamos muchos likes, muchas palmaditas en la espalda y mucho ocio virtual que nos cauteriza el alma.
La red nos ha demostrado que es muy fácil terminar haciendo lo que uno no pensó nunca que haría, si se da la oportunidad, eso sí, de hacerlo más o menos discretamente y sin consecuencias (al menos inmediatas, al menos demasiado visibles en primera instancia). Gente que nunca insultaría en persona se despacha a gusto en los foros y redes sociales. Personas que no consumirían pornografía porque no se atreverían a que el kioskero, o el dueño del vídeo club, o el vecino con el que pueden cruzarse lo supieran, se convierten en verdaderos adictos que trasladan su esclavitud a sus casas, sus matrimonios y sus familias.
De repente, la otra parte no sabe por qué han cambiado los hábitos sexuales de su pareja, o no entiende por qué ahora, de repente, ya no le gusta el físico que antes le había encantado, u otras muchas cosas que no me detengo a analizar aquí porque no es el tema ni el tono… pero que tienen su origen aquí.
Al hablar del “origen” de esto, y en la línea que proponía al principio de ser verdaderamente autocríticos, sería inocente, ingenuo, y creo que profundamente equivocado decir que el problema está en la red. Eso es lo que necesitamos pensar para proteger nuestro ego, nuestra visión edulcorada de nosotros mismos y para que no nos duela la realidad que nos vamos a encontrar si rascamos un poco.
La realidad es que la red solo ha sido el medio que, mal empleado, ha facilitado que salga a la superficie toda la basura que somos por dentro y que teníamos bajo control por medios externos, pero que, como ya no son necesarios, dan rienda suelta mucho más fácilmente a lo que verdaderamente somos y a lo que verdaderamente queremos hacer.
Lo que no hacíamos antes con tanta facilidad, no lo acometíamos justamente por eso: por las dificultades y el coste que implicaba. Si alguien flirteaba con una persona de forma pública, cualquiera podría verlo, eso mancharía su imagen y las consecuencias para la estabilidad de esas parejas serían nefastas e inmediatas. Las dificultades y consecuencias, por tanto, retenían a la persona de hacer lo que en el fondo de su corazón deseaba hacer, pero no hacía, porque no era fácil.
Sin embargo, allí estaba el deseo. Solo hacía falta un caldo de cultivo en el que ese deseo pudiera concretarse en conducta reduciendo los posibles efectos colaterales. Y ese caldo llegó en forma muy concreta: internet.
Lo que en alguna ocasión nos producía cierta risa cuando lo veíamos en forma de aquel anuncio simpático en el que una persona tenía la oportunidad, mientras el mundo había quedado inmóvil, de entrar en una casa abierta sin que nadie pudiera pedirle cuentas por ello, hoy es la realidad con la que vivimos.
Y lo único que puede detenernos de hacer lo que no debemos son los principios que abrazamos y la valentía de reconocer nuestra naturaleza y saber cómo somos en realidad, para estar apercibidos y no dejarnos caer en ese sopor calentito en el que sentimos que somos geniales y que no hacemos nada mal.
El problema sin embargo, repito, sigue sin ser internet, como demuestra el buen uso que muchas personas son capaces de darle. Ahora bien, me temo que casi todos, por no decir todos, sucumbimos con facilidad si no nos obligamos conscientemente a lo contrario, si no a todas esas formas de “salirse del tiesto”, al menos sí a algunas. Pongo por ejemplo el cotilleo a que tan fácilmente podemos prestarnos a través de las redes, simplemente porque la persona a la que investigamos tiene un perfil más o menos público.
Buscamos detalles que no nos atreveríamos a preguntarle, porque ahora la información está muy accesible y no tendremos que dar ninguna explicación por ello. “Al fin y al cabo, si la persona tiene un perfil público, se arriesga a que todo el mundo lo vea”. Y en un sentido, esto es absolutamente cierto. Pero en otro, no elimina la realidad de que indagamos más de lo que lo haríamos en otros contextos.
En definitiva y por expresarlo de forma diferente, el cambio de escenario o la transparencia informativa en la que parecemos estar inmersos, no anula nuestra responsabilidad. Y este sería solo un ejemplo entre muchos.
Otra de las formas en las que la red nos ha cambiado es la manera en la que construimos nuestra identidad y nuestra autoestima. Hoy, más que nunca, estos elementos se miden en “Likes”, es decir, en las afirmaciones que de parte de otros usuarios recibimos sobre nuestras participaciones en redes sociales. No importa cuán salido de tono sea lo que expresamos. Si despierta la necesidad en otros de pulsar “Me gusta”, bien vale la pena. Aunque las formas y el contenido se peguen de patadas con todo lo que, como personas e incluso como creyentes, decimos ser y creer.
Honestamente, me avergüenza ver el tono que toman ciertos comentarios, sobretodo cuando vienen de personas que hemos sido, supuestamente al menos, regeneradas. Si el Evangelio que hemos conocido no cambia nuestra forma de expresarnos, algo sucede.
Otro ejemplo que me llama la atención: parejas que pueden decirse cuánto se quieren en persona lo hacen en la red. No solamente en la red, pero con el añadido de la red. Y mi pregunta es por qué. Por qué esa necesidad de afirmación, si la relación privada es tan buena (que en ocasiones lo es, ciertamente, pero no termino de entender la necesidad de darle visibilidad y publicidad a todas, absolutamente todas las cosas).
¿Qué sucedería si ese comentario no recibiera likes? ¿Tendría sentido, para darle visibilidad al amor que sentimos por otra persona, que fuéramos por la calle gritándolo a los cuatro vientes, a quien conocemos y a quien no? ¿Por qué aquí sí? Vivimos en la necesidad de documentarlo absolutamente todo, incluso en nuestra propia contra. Porque no nos hacemos autocrítica y nos exponemos, nosotros y a los nuestros, menores en muchas ocasiones, de forma innecesaria.
Vemos muchas de estas cosas desde una perspectiva demasiado superficial, como elementos sin importancia, pero que están cambiando a fuego lento cómo pensamos, sentimos y nos relacionamos en la vida real. Está cambiando nuestras emociones, nuestras estructuras cerebrales incluso, la manera en la que percibimos las cosas, las expectativas acerca de lo que debe ser y lo que no, lo que consideramos bueno o malo.
Todas estas cosas nos están haciendo seres con menos solidez, menos principios, menos capacidad de análisis propio, si no viene refrendado por la amplia nube de testigos virtuales que parecen acompañarnos a todas partes. Y al ser la nube tan amplia, nos transmite esa sensación cálida pero engañosa de que, si tantos lo hacen, no puede ser malo o perjudicial, y que en el fondo no tiene tanta importancia.
Niños que acosan a otros compañeros en la red, que se ensañan de la forma más horrible posible, circulación de contenido obsceno prácticamente sin control, con lo que uno ya no tiene que buscarlo: simplemente llega a casa, a tu propia habitación, a tu propio teléfono, sin que nadie lo sepa, sin consecuencias aparentes. Espacios de abuso y para el abuso, el deseo de hacer mal a otros elevado a la enésima potencia en forma de hackers, amenazas tácitas y explícitas que no siempre sabemos cómo manejar.
No podemos fiarnos de nadie a la luz de lo que pasa en la web, pero desde esa ingenuidad nada autocrítica, nos fiamos de todo y de todos, y no nos estrellamos más veces por razones que desconozco, pero estamos en una espiral peligrosa de la que conviene que seamos conscientes.
Ya sabemos lo que pasa con los caldos a fuego lento… suelen ser los más potentes. Ya sabemos lo que ocurre cuando no se quiere ver lo que somos en realidad, a poco que se nos dé el contexto apropiado. Ya sabemos, los que además tenemos una perspectiva cristiana, cuál es el origen de muchas de estas cosas, y cuál o Quién es la solución.
Porque…
podemos empezar a vernos como realmente somos:
Es necesario que nos topemos con nuestra oscuridad, en definitiva, que queramos realmente verla, para que apreciemos y seamos cautivados por la luz que puede cambiarlo todo.
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