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Biología del alma (II)

Hemos de admitir que la ciencia actual fracasa en su intento por explicar la conciencia.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 27 DE NOVIEMBRE DE 2016 07:10 h

La memoria o capacidad de recordar es una función del cerebro que nos permite codificar, almacenar y recuperar la información del pasado. Muchos animales poseen recuerdos, o reacciones que demuestran cierta capacidad de adiestramiento, pero la memoria biográfica que se orienta hacia la construcción del yo personal es una singularidad de la mente humana.



Los recuerdos de toda una vida que cada uno de nosotros poseemos son esenciales para el mantenimiento de nuestra propia identidad. Cuando éstos empiezan a debilitarse, como consecuencia de ciertas demencias seniles o de enfermedades relacionadas con el Alzheimer, el yo se va diluyendo poco a poco y puede llegar a desaparecer. De forma inversa a como el niño inicia su construcción del yo, tales pacientes parece que lo deconstruyen degenerativamente.



Son muchos los estudios que se realizan al respecto y que ponen de manifiesto las múltiples conexiones existentes entre el hipocampo (centro de la memoria) y el córtex cerebral. Hay implicados mecanismos neuronales sinápticos increíblemente complejos y sofisticados. Al parecer, el cerebro sano decide qué es lo que vamos a recordar y qué no.



Esto podría estar relacionado con mínimos cambios epigenéticos en la metilación del ADN.1 A nivel molecular, el estudio de los llamados “microARN” o “miARN” -que hasta hace poco se consideraban producto del ADN basura puesto que no forman proteínas- está revelando continuas sorpresas que evidencian la relación existente entre la memoria y ciertos fenómenos moleculares de las neuronas.



Acerca de esta selectividad cerebral sobre lo que conviene o no recordar, lo cierto es que si nos acordáramos de todos los detalles de nuestra existencia, la vida sería insoportable. Hay cosas que es mejor olvidar, o que nunca más nos servirán para nada, y nuestro cerebro colabora eficazmente para que así sea. Aunque el criterio que sigue para hacerlo sigue siendo algo desconocido.



Si se compara el córtex cerebral con un disco duro, con una capacidad de almacenamiento de muchos gigabytes, el hipocampo se parecería, más bien, al chip de la RAM (la memoria de acceso aleatorio donde las computadoras guardan los programas cuando están en funcionamiento), en el que los datos se conservan temporalmente antes de ser borrados o transferidos al disco duro para almacenarlos permanentemente.



Lo que hace el cerebro humano es separar diferentes funciones en ciertas poblaciones de neuronas y distribuirlas por diversas regiones anatómicas. Es como si su disco duro se dividiera en múltiples unidades repartidas por el córtex, la amígdala, el cerebelo, el estriado o el hipocampo. Esto es algo inteligente porque significa que, en caso de accidente o lesión, la pérdida de memoria raramente será completa. Siempre habrá alguna región en la que se conserve una copia. Es difícil creer que este maravilloso órgano haya podido formarse por casualidad. Más bien, todo parece indicar un diseño muy inteligente.



Y, hablando de inteligencia planificadora, otra facultad importante de la mente humana es precisamente la inteligencia que nos permite aprender de la experiencia, entender la realidad, razonar acerca de ella o de otras cuestiones abstractas, tomar decisiones, planificar, diseñar, solucionar problemas, comprender conceptos complejos y adoptar ideas propias.



Antes se pensaba que la inteligencia humana era algo monolítico y uniforme, sin embargo, hoy se sabe que es una función variada enraizada también en una gran cantidad de instancias cerebrales y que depende asimismo de numerosas circunstancias personales y sociales.



De ahí que se hable de inteligencias múltiples2 y se distingan en principio hasta ocho diferentes: lingüística, lógico-matemática, espacial, musical, corporal-cenestésica, intrapersonal (útil en la comprensión del propio mundo interior y del de los demás en las diferentes situaciones de la vida), interpersonal (relacionada con la capacidad para gestionar relaciones sociales) y naturalista (orientada a comprender las realidades de la naturaleza).



Además de estas clases de inteligencia, se han señalado también en el ser humano la inteligencia moral y la inteligencia espiritual que estarían ligadas a experiencias globales que no se relacionan con entidades materiales sino con cuestiones esenciales y trascendentes. Tales modalidades de inteligencia, que tienen que ver con las creencias y la religión, han sido muy estudiadas por diversos autores.



Por último, dentro del ámbito de la conciencia está lo que se conoce como el yo humano. Aquello que nos distingue del medio al individualizarnos. No es que el cerebro nos engañe haciéndonos creer que somos diferentes del ambiente que nos rodea -como dicen algunos- sino que refleja eficazmente esta propiedad del yo psicológico que nos caracteriza.



Se trata de un función vital real imprescindible en el ser humano que mantiene nuestra consistencia personal y nos proporciona una buena capacidad de acción ante los desafíos del medio.



Al estudiar diferentes casos de pacientes con psicosis agudas, auras epilépticas de lóbulo temporal o ciertos experimentos con psilocibina (un alcaloide que provoca efectos psicoactivos), se han observado fenómenos de disolución del yo relacionados con la disminución de la conectividad entre el lóbulo temporal medio y las regiones corticales de alto nivel, así como con la desintegración de algunas grandes redes neuronales y una reducción de la comunicación entre los dos hemisferios cerebrales.3



Esto sugiere que dichas regiones y su correcta conectividad son la base material y la garantía del mantenimiento del yo, lo cual indica que éste debe analizarse desde diversos puntos de vista.



Actualmente se reconocen hasta seis aproximaciones al yo humano. Los especialistas hablan del yo: neural, somático, psicológico, ético, social y metafísico. El yo neural estaría relacionado, según los diversos investigadores, con el tálamo que coordina toda la información entre el cuerpo y el córtex cerebral; la ínsula, zona del córtex situada detrás del lóbulo temporal que recoge datos globales sobre el estado general del organismo; el claustro, próximo a la ínsula y que actúa como interruptor que abre o cierra la conciencia del yo; el DMN (default mode work) o estructuras que intervienen cuando el cerebro descansa y, por último, ciertas redes de conexión.



El yo somático se refiere al hecho de que el cerebro no es el único órgano responsable del mundo mental sino que forma parte de todo el organismo con el que está íntimamente relacionado. Otras parte del cuerpo, como el aparato digestivo, la flora intestinal, la piel que recibe sensaciones táctiles o las impresiones visuales que se asimilan al observar un rostro, etc., se integran también en la percepción del yo, constituyendo a la persona como una unidad psicosomática.



El yo psicológico se correspondería con aquello que Freud denominó el “ello”, el “superyó” y el “yo”. Algunos neurobiólogos consideran que este modelo psicológico de la mente humana sigue siendo el mejor que se ha propuesto hasta ahora y que la maduración del yo depende de una correcta evolución de estas tres instancias freudianas.



El yo ético tendría que ver sobre todo con la capacidad para orientarnos de manera equilibrada entre los polos de lo propio y lo ajeno (egocentrismo-alocentrismo). El yo maduro no debería ser egocéntrico sino enfocado hacia la vinculación con los demás. Dejar de ser niños equivaldría a superar la fase centrada exclusivamente en el yo para entrar en la dimensión comunitaria o alocéntrica, en la que también nos preocupan e interesan los otros.



El yo social es objeto de numerosos estudios en la actualidad. El yo de cada ser humano no es como una isla en medio del océano sino que depende mucho de elementos externos de carácter sensorial, ideológico, afectivo o contextual, que, aunque sean ajenos a nosotros mismos, también constituyen nuestro yo.



Cada época ha tenido su propio yo social y, de alguna manera, esto explicaría en parte por qué ciertas ideas, actitudes sociales o comportamientos fueron tan comunes en determinados momentos históricos y, en cambio, hoy no los entendemos o simplemente nos parecen inmorales. Piénsese por ejemplo en la esclavitud, el trato a la mujer, a los niños, a los animales o a la naturaleza, etc.



Al parecer, la nueva disciplina de la epigenética explicaría cómo ciertos cambios de conducta social pueden llegar incluso a modular la expresión de los genes. El cerebro social sería como una mente extensa que explicaría sutiles diferencias en las neuronas que podrían entenderse como modos del pensar cultural. Las divergencias entre el pensamiento de Oriente y el de Occidente, por ejemplo, podrían interpretarse también en este mismo sentido.



Finalmente, el yo metafísico está relacionado con las implicaciones trascendentes que los estudios del yo suelen suscitar. Obviamente esta dimensión del yo es la que más polémica genera ya que cada investigador defiende su propia ideología previa. Los neurólogos no creyentes tienden a reducir o desacreditar la solidez del yo metafísico, mientras que los teístas o religiosos consideran que la realidad del yo personal tiene una proyección que va más allá de la pura biología. Así pues, ¿a qué conclusión se puede llegar?



A lo largo de la historia, la mayoría de las culturas humanas han creído en la solidez metafísica del yo. Desde los egipcios, griegos y romanos a los judíos del posexilio, los cristianos, musulmanes, hindúes, pueblos mesoamericanos y hasta las tradiciones animistas, entre otros, han afirmado la trascendencia del yo humano. Podría decirse que de los 7.500 millones de personas que tiene hoy el mundo, aproximadamente unos 6.000 millones creen en dicha trascendencia. Desde luego, esto no demuestra nada pero es un dato a tener en cuenta.



El filósofo de la Universidad de Oxford, Richard Swinburne, escribe al respecto: “El mismo éxito de la ciencia en lograr sus enormes integraciones en la física y la química es lo mismo que aparentemente ha imposibilitado cualquier éxito final en integrar el mundo de la mente y el mundo de la física.”4 Según su opinión, la teoría darwinista de la evolución por selección natural podría explicar cómo ha cambiado el cuerpo humano, pero no cómo dicho cuerpo ha llegado a estar conectado con la conciencia.



El darwinismo no sería de ninguna utilidad para resolver este problema. De manera que, a pesar de los grandes avances de la neurobiología, seguimos sin comprender el origen de nuestra autoconciencia. Es cierto que está relacionada con la biología del sistema nervioso central pero éste es incapaz de explicar el yo humano. Hemos de admitir que la ciencia actual fracasa en su intento por explicar la conciencia.



Incluso aunque se considere, como hace el evolucionismo, que la vida animal termina por dar lugar a los procesos mentales conscientes del ser humano, de la misma manera en que supuestamente los átomos de la materia acaban por originar vida, lo cierto es que ni los átomos son capaces de explicar la vida, ni tampoco las neuronas del cerebro son capaces de explicar la mente o la conciencia humana.



La naturaleza de las neuronas no tiene ningún parecido con la vida consciente. Es cierto que la conciencia está asociada a ciertas regiones cerebrales, sin embargo, cuando estos mismos sistemas de neuronas están presentes en el tronco encefálico, por ejemplo, no se produce conciencia alguna. Desde posturas darwinistas, se asume un misterioso emergentismo reduccionista que desde la materia inerte habría dado lugar por evolución a la conciencia y al yo humano.



No obstante, lo cierto es que la ciencia no sabe de ninguna diferencia esencial entre los constituyentes físicos últimos de una roca y los del cerebro del hombre. Se trata de los mismos átomos sólo que agrupados de otras formas. Únicamente la fe materialista permite suponer que los átomos pueden crear por sí solos conciencias que no tienen el menor parecido con ellos.



Hasta los propios paladines del Nuevo ateísmo, como Richard Dawkins o Sam Harris, admiten que la ciencia no tiene explicación para la conciencia. Este último escribe: “La idea de que el cerebro produce consciencia apenas es algo más que un artículo de fe para los científicos actuales, y hay muchas razones para creer que los métodos científicos son insuficientes para probarlo o refutarlo.”5



En mi opinión, detrás de nuestro yo individual y de nuestra conciencia hay un poder milagroso que la ciencia no puede analizar precisamente porque trasciende a la materia. Pero esto lo analizaremos la próxima semana.




1 Carey, N., 2013, La revolución epigenética, Buridán, p. 275.





2 Gardner, H., 2010, La inteligencia reformulada. Las inteligencias múltiples en el siglo XXI, Paidós, Madrid.





3 Nogués, R. M., 2016, Neurociencias, espiritualidades y religiones, Sal Terrae, Santander, p. 51.





4 Swinburne, R., 2011, La existencia de Dios, San Esteban, Salamanca, p. 234.





5 Harris, S., 2007, El fin de la fe, Paradigma, Madrid, p. 208.



 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Manuel5
27/11/2016
12:20 h
1
 
Parece ser que el Antiguo Testamento dice que los animales tienen "alma"
 



 
 
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