La mirada unificadora hacia el pasado debe ser resistida porque nos hace incapaces de aprender del mismo.
En un célebre capítulo de su Ética, titulado “Herencia y corrupción”, Dietrich Bonhoeffer rechazaba la interpretación de la Reforma como “liberación del hombre en su conciencia, en su razón, en su cultura, como mera justificación de lo mundano en sí mismo”. Pocos años antes, en la Confesión de Betel, había tenido que rechazar de modo igualmente enfático a quienes no sólo hacían de la Reforma el comienzo de la modernidad, sino el punto de surgimiento del “espíritu germano”. Las razones de este segundo rechazo, sobra decirlo, nos pueden parecer mucho más evidentes.
Pero la urgencia con que había que hacer tales advertencias bajo el régimen nacionalsocialista no quita que se trate de un problema perenne. Las conmemoraciones suelen decir tanto sobre el pasado como sobre el que conmemora. Y ocurre que varias conmemoraciones de la Reforma se han dado en encrucijadas históricas muy peculiares. Pensemos en el primer centenario, el de 1617. ¿Cómo entender que el mundo calvinista aceptara unirse a los luteranos en una celebración común, en medio de las disputas teológicas que los enfrentaban? La explicación no es difícil de encontrar: el año siguiente se iniciaría la guerra de los treinta años, y la cercanía del enfrentamiento bélico a un enemigo en común hacía más fácil quitar el acento a algunas controversias.
No muy distinto es el caso de 1817, cuando se conmemoraba los 300 años de la Reforma. En un contexto post-napoleónico, la gradual unificación alemana se colgaba de la Reforma como elemento aglutinador. No todo lo que ocurre por el impulso de dicho espíritu es negativo: le debemos la Sinfonía de la Reforma, de Mendelssohn, compuesta para el aniversario de la Confesión de Ausburgo en 1830. Pero el hecho más llamativo en la vida de la Iglesia del periodo no es una composición musical, sino el intento prusiano por no solo generar un espíritu de amplio consenso protestante, sino de facto unificar las iglesias reformada y luterana en la Iglesia de la Unión.
Pocas cosas grafican la situación del momento tan claramente como el hecho de que dicha unificación fuese puesta en marcha en septiembre de 1817, precisamente un mes antes del tercer centenario de la Reforma. La unión y la acorde conmemoración buscaban poner al protestantismo al nivel de los tiempos, dejando las divisiones como cuestión de primitivas épocas confesionales. Thomas Howard ha recientemente ofrecido un extraordinario panorama de cómo cada época se ha visto reflejada en el modo en que conmemora la Reforma. Eso no significa que en la mirada al pasado uno esté condenado a meramente reflejar la propia época; pero sí significa que hay que volverse consciente de ese riesgo para poder enfrentarlo.
Capítulos de la historia como el recién mencionado pueden ser livianamente descartados por quienes culparían de la situación a los políticos prusianos tras la operación (quienes literalmente justificaban sus decisiones señalando que había que poner a la religión a la altura del nuevo espíritu de unidad nacional). Todo eso fue horrible, se concederá, pero añadiendo que es parte de la historia del nacionalismo más que del protestantismo. Pero dicha réplica no parece muy persuasiva. En efecto, las particulares circunstancias alemanas no nos deben llevar a perder de vista que éste es también el periodo en que los movimientos de avivamiento transformaron conjunto del protestantismo, y dicha transformación en muchos sentidos produce un espíritu de unidad proyectada hacia el pasado muy similar al que producen las conmemoraciones que hemos descrito.
Fue en dicha época, de hecho, que el mundo evangélico se volvió un movimiento de carácter verdaderamente global, y fue aquí que, simultáneamente, las líneas claramente opuestas entre reforma magisterial y reforma radical se comenzaron a esfumar. Para comprender las diferencias entre los primeros 150 o 200 años del protestantismo, y la historia que ha transcurrido desde entonces, nada parece, en efecto, tan ilustrativo como contemplar la tensión entre reforma magisterial y reforma radical, tensión que en la segunda mitad de esta historia resulta diluida. Los acentos de lado y lado eran en un comienzo marcadamente opuestos. En el primer caso había énfasis en Palabra y sacramento, en el segundo el énfasis en el Espíritu llevaba más bien a una posición antisacramental. En el primer caso había el desarrollo de iglesias casi coextensivas con sus respectivos países; en el segundo, en cambio, el énfasis estaba puesto en la voluntariedad de la pertenencia eclesiástica (bien ilustrado por el bautismo de creyentes en vez del de infantes). En el primer caso había junto al sacerdocio universal un énfasis en la importancia del ministerio ordenado; en el segundo caso había una tal vez más amplia participación de los laicos en la vida de la iglesia, pero menos énfasis en el conjunto de los oficios y profesiones como posibles vocaciones para un cristiano.
A nadie en el siglo XVI o XVII se le habría pasado por la mente entender el conjunto de estos fenómenos como parte de un único “protestantismo”. Si hoy es posible, es precisamente porque la segunda mitad de esta historia ha sido de una aguda contaminación recíproca de los grupos originalmente contrapuestos. Difícilmente puede caber duda de que en dicho desarrollo hay tanto cosas positivas como negativas. Pero no podemos imaginarlo como una simple continuación del temprano protestantismo. Más bien cabría decir que comprender el protestantismo antiguo y comprender el protestantismo de los últimos doscientos años requiere de actititudes intelectuales opuestas: mientras allá hay que acentuar oposiciones, acá hay que mostrar la impresionante unidad que subyace a la visible fragmentación. Y es perfectamente posible desarrollar esas dos habilidades opuestas, pero no si uno está dedicado a conmemorar la Reforma como origen del protestantismo contemporáneo.
¿Pero es éste realmente un problema? Parece natural que el lector se encoja de hombros y considere que estoy escribiendo sobre una nimiedad, que solo a historiadores de la Europa moderna podrían interesarles las diferencias entre el protestantismo de 1650 y el de 1850. Creo que hay al menos dos sentidos en que este problema es significativo. En primer lugar, porque el pasado siempre opera como justificación de la acción presente. Sea que se trate de programas progresistas o conservadores, de quienes quieran reducir la Reforma a liberación o quienes quieren ponerla como origen del evangelicalismo contemporáneo, nadie duda del efecto que tiene el “Lutero estaría con nosotros, ustedes son los que traicionan la Reforma”. Esa simplista mirada al pasado, sea cual sea la versión en que se nos presente, tiene que ser confrontada. Tiene que ser confrontada no solo por la distorsión del pasado que supone, sino también porque así se fuerza a estas tendencias actuales a justificarse por cuenta propia.
En segundo lugar, y tal vez incluso más importante, esta mirada unificadora hacia el pasado debe ser resistida porque nos hace incapaces de aprender del mismo. Carl Trueman lo ha dicho de modo elocuente: cuando durante el próximo año los evangélicos contemporáneos celebren la Reforma, lo que estarán celebrando es su capacidad de construir el pasado a su propia imagen domesticando así las figuras que se quiere incluir en el panteón de héroes. Esas figuras nos dan un aire de arraigo histórico, pero en el proceso las volvemos tan parecidas a nosotros, que no hay ningún sentido importante en el que nos puedan perturbar para que así podamos aprender de ellas.
Sospecho que este es el gran dilema del próximo año. No se trata de que la Reforma sea un modelo impoluto al que debamos volver echando por tierra los siglos que nos separan. Pero sí se trata de captar que si no se las enfrenta adecuadamente, las celebraciones de hitos como éste pueden, por paradójico que parezca, volverse un camino no para un mayor enraizamiento en la historia, sino para desconectarse más aún de ella.
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