Existen numerosos puntos de contacto entre ciencia y religión.
El autor de Hebreos, al escribir que “sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (Heb 11:6), transmite la idea de que aquello en lo que debemos creer no es meramente en la existencia del Dios creador sino, sobre todo, en aquél que ha establecido unas relaciones de gracia con los seres humanos. Semejante fe se opondría por completo -según la Escritura- a la actitud negativa del insensato, del ateo práctico que dice que “no hay Dios” (Sal 53:1), y por tanto no se responsabiliza de sus actos ya que, en su opinión, no habría que responder ante nadie. Por desgracia, este talante de vivir como si Dios no existiera es demasiado común en nuestro tiempo y, con toda seguridad, está detrás de muchos comportamientos insolidarios y antisociales.
El texto de Hebreos, así como otros de Pablo y Lucas (1 Cor 1:21, 25; Lc 10:21) han dado pie, en determinados momentos de la historia de la teología, al llamado “fideísmo”. A la idea de que a Dios no se podría llegar mediante la razón humana -ya que ésta se encuentra corrompida por el pecado- sino solamente por medio de la fe. Si las personas son salvadas por su creencia -tal como asegura el Nuevo Testamento- y resultara que la existencia de Dios pudiera ser probada racionalmente, entonces la fe sería innecesaria. De manera que, si la teología cristiana es cierta, no puede haber pruebas lógicas de la existencia de Dios. Tal manera fideísta de ver las cosas, arraigó sobre todo en ciertos ambientes del mundo protestante, mientras que la Iglesia Católica la rechazó por considerarla equivocada puesto que menospreciaba la capacidad de la razón, una dimensión fundamental del ser humano. Por supuesto, como suele ocurrir, existen también fideístas católicos y antifideístas protestantes e incluso en el Islam se conoce este pensamiento.
Así pues, ante la pregunta de si existe o no Dios, ¿es posible dar alguna respuesta válida empleando sólo la cabeza? Dicho de otro modo, ¿es menester dejar a un lado nuestra razón humana cuando hablamos de Dios? ¿Acaso esa dimensión esencial que nos caracteriza, y que tanta importancia tiene hoy en el mundo moderno, la racionalidad, es incompatible con el Dios que se revela en la Biblia, puesto que supuestamente no podría proporcionarnos ningún rasgo suyo? Ciertas argumentaciones, sin ser demostraciones empíricas definitivas, ¿no podrían tratarse de preámbulos o huellas sutiles que condujeran al misterio de lo divino?
Cuando se sacan a relucir tales cuestiones, quienes defienden la separación absoluta entre la ciencia y la teología aducen casi siempre las mismas réplicas: que la experiencia histórica muestra numerosos errores originados al mezclar la religión con la razón (cosa cierta pero matizable); que la mayoría de los científicos son ateos o agnósticos (en realidad lo son en la misma proporción que el resto de la sociedad); que el método científico basado en la observación nada tiene que ver con el teológico que se sustenta en la verdad revelada (también matizable); y, en fin, que la ciencia se centra en los objetos materiales, mientras la teología se interesa por la dimensión espiritual de la persona (sí, en general, pero con ciertos puntos de contacto). Por todo ello, se concluye que lo mejor sería dejar que ciencia y teología deambularan por senderos separados con el fin de que no se encontraran nunca. Al hacerlo así, cada disciplina podría tener su fiesta en paz.
No obstante, el resurgir contemporáneo de los enfrentamientos en torno a la cuestión de Dios y las religiones, así como de la apologética en general, demuestra una vez más que dicho planteamiento no resulta adecuado para dirigir las relaciones entre ambas áreas del pensamiento humano. No parece aconsejable decirle al científico que se abstenga de hablar de Dios o al teólogo que no tenga en cuenta los últimos descubrimientos de las ciencias naturales. La cuestión fundamental será si puede o no haber interrelación entre la teología y las ciencias experimentales. Si, por ejemplo, los modelos cosmológicos aceptados por la ciencia encajan bien o no con la doctrina bíblica de la creación que afirma que Dios lo hizo todo con arreglo a un plan; o si las afirmaciones teológicas de que el ser humano fue creado con libre albedrío, o que Dios puede intervenir en la historia y dirigirla, resultan compatibles con las tesis de la física contemporánea; o la relación entre el espíritu y la materia; o el tema del mal en la naturaleza e incluso la perspectiva escatológica. Todo esto nos indica que existen numerosos puntos de contacto entre ciencia y religión.
Lamentablemente hoy se asume que la ciencia puede explicarlo todo, desde el milagro de la creación a partir de la nada hasta la conciencia y la dimensión espiritual del hombre. Y si esto es así, ¿qué le queda a la teología? Las fronteras del teólogo se reducen continuamente hasta la irrelevancia social y la marginalidad intelectual. ¿Es acertada esta manera de entender las cosas? Pienso que no. Los muros que se procuran levantar entre ciencia y teología están destinados a ser saltados una y mil veces, como las vallas de Ceuta y Melilla. Hay agujeros en dichos muros que conectan los grandes interrogantes humanos, como la contingencia del cosmos, la existencia de una mente inteligente detrás de todo, los indicios de su diseño inteligente, la posible finalidad de la historia, la intervención de Dios en el mundo, la imperiosa necesidad de responsabilidad humana, etc. En nuestro país apenas si se tratan estas cuestiones pero en el mundo anglosajón se ha hecho una verdadera área de estudio de ellas. Existe un importante debate sobre las cuestiones fronterizas entre ciencia y teología que aquí se censura o ridiculiza. En España, en general, no se suelen traducir los textos de aquellos pensadores que defienden y argumentan filosóficamente la existencia de Dios. Sólo los de sus opositores. Y así, se les priva a los estudiosos hispanoparlantes de este campo de investigación que pudiera convertirse en una de las áreas filosóficas más creativas del siglo XXI.
En fin, aunque vivamos en una época científica, sigue siendo cierto que sin fe es imposible agradar a Dios y que la fe continúa teniendo su propia razón.
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