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Libertad y sucedáneos en el siglo XXI

Mirar hacia atrás en vez de hacia delante nos convierte en estatuas de sal y nos inmoviliza para lo que realmente estamos aquí: predicar el evangelio de Salvación de Jesucristo

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 22 DE OCTUBRE DE 2016 21:40 h
Foto: Unsplash

Cuando uno lee en los evangelios acerca de la revolución que supuso para tantas personas la llegada de Jesús, uno no puede por menos que maravillarse de todo lo que trajo consigo.



No solo traía sanidad de los enfermos, o echaba fuera demonios, sino que por primera vez en mucho tiempo permitía escuchar de Dios y de su reino como quien les hablaba con autoridad, y no como los escribas y fariseos.



Como el evangelio de Jesús era un evangelio práctico que venía a liberar y a traer aire completamente fresco a las manidas y rancias tergiversaciones que se habían hecho de la ley y del espíritu de la ley, no era de extrañar que, rápidamente, sus discípulos, sin demasiado remilgo, se adaptaran a los nuevos tiempos que Jesús traía.



De hecho, pronto les vemos asumiendo sin ningún problema la ausencia de ayuno (ya que, como Jesús tuvo que decirles a quienes les criticaban por ello, “el novio estaba presente”, refiriéndose a Él mismo, y no hacía falta poner en marcha señales de luto en ese tiempo), o les vemos recogiendo en sábado algunas espigas de trigo para calmar su hambre, algo que terminó de dinamitar los ya alterados ánimos de quienes buscaban provocar a Jesús, tenderle trampas y prenderle con ánimo de matarle.



Jesús les recuerda el valor de la misericordia y cómo los sacrificios y los rituales, carentes de ésta, no solo no tienen ningún sentido, sino que no agradan al Padre. Cuánto menos lo harán, probablemente, en esta época nuestra, en la que ya gozamos de las bondades de un nuevo pacto sellado con la sangre de Jesús.



En este contexto primitivo, y al mirar por contraste alrededor en nuestros días, me sorprende aún más la inquietante, insidiosa y enfermiza tendencia que tenemos al volvernos, una y otra vez, a rituales que nos alejen de la libertad con que Cristo nos hizo libres. Son muchas las cadenas que nos gusta ponernos (quizá en el fondo añoramos el sonido y el tacto del látigo), pero las adornamos de cosas que nos parecen, quizá, más santas, por asemejarse a elementos cúlticos del pasado, o que nos invitan a adentrarnos en la cultura de ese Jesús que anduvo por las calles de la antigua Jerusalén.



Nos encontramos, en este nuestro siglo XXI, con personas (y no pocas) que gustan ahora, por una extraña moda, de volverse al judaísmo o más bien a un pseudo-judaísmo, como si hubieran descubierto el eslabón perdido de un cristianismo que, sin esas formas, parece no encajarles del todo.



Francamente, y aún reconociendo lo que de maravilloso seguramente nos parecería poder retrotraernos a esos tiempos y observar en primera línea cómo se daban las cosas, valorando cada una de las formas, fiestas, ceremonias y gestos que en la ley estaban recogidas para adorar a Dios como quería ser adorado, imaginándonos a Jesús por las calles de la que entonces era ciudad santa, enseñando en las sinagogas y celebrando la Pascua a la antigua usanza, por poner solo algunos ejemplos, no puedo entender que nos volvamos a estas cosas teniendo hoy lo que tenemos: a Cristo resucitado, a una nueva familia de la fe que trasciende, con mucho, las raíces de Abraham y que se emparenta con él, no por razones de sangre, sino por razones de fe y la esperanza de una vida eterna en libertad, parte de la cual podemos empezar a degustar ahora, sin retroceder a antiguas costumbres que, por cierto, no nos tocan nada.



Si no hemos entendido esto, quizá no hemos entendido nada, y esa es la sensación que me da cuando veo a algunos cambiando cruces por candelabros, agarrándose con fervor a estrellas de David o bailando danzas hebreas como si eso representara nuestra identidad en Cristo. Puedo entenderlo sin problema en judíos mesiánicos, es decir, personas que son judíos de nacimiento y que, llegando a conocer a Cristo y Su mensaje, conservan algunas de sus señales de identidad y tradición.



Pero me pega cierta “bofetada”, lo reconozco, cuando viene de movimientos que más se parecen a modas pasajeras y cargadas de legalismos que a otra cosa. Criticamos a Halloween, no solo por su contenido satánico, sino por la adopción de formas y tradiciones que nos son ajenas, pero no somos igual de críticos con este tipo de cosas y, francamente, no solo me preocupa, sino que deberíamos ver que casi atenta a nuestra inteligencia.



Vivimos en tiempos de gracia:




  • en que los sacrificios fueron abolidos porque ya tenemos un Cordero perfecto que se entregó un sacrificio perfecto y completo, aboliendo la circuncisión y todo lo que giraba en torno a ella, aunque sin incumplir el espíritu de la ley, que era de lo que se trataba;

  • en que el mensaje se destinó hacia todos los confines de la Tierra y trascendió al que, hasta entonces, había sido el pueblo de Dios escogido de forma única y dejando fuera a los gentiles, cosa ya zanjada y por lo cual nosotros somos aceptados hoy como pueblo de Dios también;

  • en que tenemos en nuestro poder y a nuestro alcance epístolas de la libertad, como Gálatas, en que observamos a un Pablo, judío entregado y cumplidor como pocos, enfrentándose por estas cosas a un Pedro empeñado en volver a someterse a cadenas ya cortadas, por presiones, modas o puntos de vista, simplemente, pero que le llevaron a tener que ser corregido duramente, aunque como judío nos podría parecer que era legítimo que quisiera permanecer en aquello;

  • en que no aceptar la libertad con que Cristo nos hace libres significa, como el propio Pablo expresa en Gálatas 2:21, que Su muerte habría sido en vano.



No es este espacio para hacer un análisis teológico profundo, pero sí lo es quizá para considerar por qué extrañas razones necesitamos, una y otra vez, volvernos sobre las cebollas de Egipto cuando tenemos ya delante la tierra prometida. Desde luego, en eso sí nos parecemos a los judíos: no terminamos de aprender la lección de que mirar hacia atrás en vez de hacia delante nos convierte en estatuas de sal y nos inmoviliza para lo que realmente estamos aquí: predicar el evangelio de Salvación de Jesucristo, que cumplió la ley en sí mismo para hacernos libres de la esclavitud de ella.



¿Por esto daremos espacio al pecado? En ninguna manera, pero queremos que la gracia abunde y sobreabunde al reconocer su espacio y su función, y no permitiendo que tenga que entrar, de nuevo, en confrontación, competencia y debate legalista por recuperar formas que, a la vista está a poco que uno observe superficialmente, no nos corresponden.



Cuando somos nosotros mismos, los cristianos, quienes limitamos el campo de acción y el poder de la gracia, mal asunto. Y esto es justamente lo que hacemos cuando pretendemos hacerle remiendos a esa gracia perfecta de Dios, como si ésta no fuera suficiente.



Algunos hablan sobre estas cosas y las explican por una tendencia entre los cristianos al misticismo, el relativismo y el neo-carismatismo. Probablemente tienen razón. No he estudiado el tema en tanta profundidad y, francamente, este espacio va a ser el único tiempo que pienso dedicarle a este asunto.



Como no soy tan docta ni he profundizado en las raíces y motivaciones, quizá lo reduzco a cosas mucho más simples pero muy obvias que nos salpican a los cristianos, no solo en estas cosas, sino en otras muchas: parece que nos aburre lo de siempre, siempre hay personas a quienes les encanta “inventar cosas nuevas” que no son para nada nuevas, nos atraen las modas y corrientes sugerentes, más cuando está tan de moda todo lo que viene de oriente (nosotros no vamos a incorporar Budas en casa, pero oye, un candelabro al fin y al cabo…), y cuando encontramos un estilo que nos encanta, tenemos la extraña tendencia de adoptarlo como si fuera nuestro, en un simplón “copia y pega” que, reconozco, me resulta del todo incomprensible, por no decir que casi me produce vergüenza.



Si encima le añadimos el escaso conocimiento bíblico que a veces, tristemente, tenemos en nuestros entornos, no nos resulta para nada ajena aquella advertencia que se nos hace, como a otros en el pasado, de que nos cuidemos de no dejarnos llevar de cualquier viento de doctrina, por muy bien adornada que venga, en este caso, de elementos judaizantes.



Lo judaizante, en el primer siglo, por si no lo hemos entendido de entre las líneas del Nuevo Testamento, era el enemigo. Y por muy duro que parezca, en estas cosas no hay medias tintas. Jesús deja muy claro en sus enfrentamientos con quienes querían seguir imponiendo una ley que no respondía al Espíritu de Dios, sino a su propio entendimiento de la ley, y quienes le cuestionaban en lo que había venido a hacer, que quien no estaba de Su parte, estaba contra Él, y que quien no recogía con Él, esparcía.



Todos nosotros somos susceptibles, cuando pretendemos “ayudar” a Dios a “completar” Su gracia, de convertirnos en enemigos, quizá ingenuos, aunque responsables, del Reino. Pero volver a estas cosas de manera tan descarada, con todo lo que ha llovido, honestamente, me parece “de traca”, si me permiten la expresión.



Ojalá llegue el día en que podamos aceptar sin reservas el Evangelio liberador que no quiere saber de sucedáneos, que se “conforma” con la gracia porque realmente entiende que solo puede rendirse ante ella y que nada, absolutamente nada, puede ni debe completarla.



Y que no pierde el tiempo en buscar las tribus perdidas de Israel por el mundo, sino que más bien se emplea en buscar a los perdidos de este mundo para llevarles, mediante la rendición al Señor de la Cruz, a esa nueva Jerusalén metafórica en la que, quienes creemos y aceptamos el Evangelio de Gracia, ya tenemos nuestro hogar.


 

 


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