No somos maduros, santos, porque no tendemos a serlo. No digo que no queremos, porque algunos lo quieren.
¿Quién es el aparente protagonista de nuestra sociedad, de la que tan ufanos nos sentimos?, un hombre que, como cantaba Julio IGLESIAS, es “un truhan y un señor”, más de lo primero y menos de lo segundo, un ser a punto de ser descerebrado, y llenada su cabeza de prefabricados pensamientos; un hombre henchido, para que no ose mantener ideas ni originales, ni rebeldes y mucho menos espirituales, con datos que en lugar de acercarlo lo alejan del sabio conocimiento; un hombre asaltado por miles de informaciones que lo deforman, y que le relativizan cualquier verdad; un hombre confundido por los mismos que debieran transmitirle la cultura; un hombre que oscila entre el escepticismo y el cinismo, o se conforma con aceptar lo que cualquier poder, sin darle explicaciones, le asegure; un hombre a cuyos ojos se ha destruido la estructura y realidad de un mundo espiritual, y se han extirpado a la vida sus más altos fines: para el que los conceptos de propósito, destino, de soledad, de serenidad, de amor, de vida y muerte no se acompasan al fingido progreso ni a su emaciada inteligencia.
De ahí que deban considerarse algunas de las grandes palabras de nuestro idioma que suelen ser brevísimas: yo y no. Yo como una afirmación de individualidad, de saber que no somos un accidente, de reconocer para qué estoy aquí en la tierra, pues un hombre sin propósito además de inmaduro es como un barco sin timón, un soplo, nada; no como un refugio contra lo que quiera invadírnosla y arrebatárnosla. Ese hombre que desconoce su yo real, así como el propósito de su vida, pierde el sentido de la misma, y no madura en investigarlo. Un ser despersonalizado, similar a los otros, que teme ser distinto, y hace del hombre un autómata camaleonizado con su entorno y receptor de las consignas ante las que se doblega. Y “Desde el Corazón” percibo que cuando trata de ser social, es en el papel repartido por los mundanos poderes simultáneamente. Estados, sentido común u opinión pública, manipulación mediática y referéndum para todo, modas, religión a la carta, debilidad de la justicia, relativismo ético como instrumento de conformismo, papeles representados por actores que olvidaron sus propios valores, deberes y sentimientos o que jamás los conocieron, robots que se hacen ilusiones de libertad… si no soy lo que los otros son y esperan ¿qué seré?; nadie, nada. Y así, el hombre se desvare, pierde su voluntad y galopa hacia la frustración, la inmadurez, aunque se ponga la máscara de euforia. Tiene en sus manos una vida, que al no ser vivida interiormente, le conduce a la inseguridad, y lo empuja a admitir cualquier ideología, religión ilusoria o cualquier líder con tal de aparecer diferente sin serlo; con tal de ser considerado como individuo sin que le obliguen a recorrer el proceso largo, serio, profundo y eficaz del pensamiento de individualidad espiritual.
Si no somos más maduros, se debe en mucho a que no queremos serlo. Entre el hombre inmaduro y cabal, pecador o santo, sólo le separan ciertas resoluciones que uno y otro han tomado en su corazón. Y aunque opuestas, se hallan cercanas en el reino del espíritu. Un abismo separa a los ricos de los pobres, abismo que sólo puede cruzarse con ayuda de fuerzas exteriores y buena fortuna. La línea divisoria entre la cultura y la ignorancia siendo ancha y profunda, puede transformarse disponiéndose al esfuerzo del estudio y sacrificio, permitiendo al ignorante convertirse en un hombre ilustrado. Mas el paso de la inmadurez a la cabalidad, del pecado a la santidad, no requiere “suerte” ni ayuda externa. Basta un eficaz acto de obediencia de nuestra voluntad, que es decir “Sí” al Creador como respuesta a la gracia de Dios.
“Desde el Corazón” puedo decir que no somos maduros, santos, porque no tendemos a serlo. No digo que no queremos, porque algunos lo quieren. Pero el mero deseo es un pensamiento pasajero, una nube de verano, sin consecuencias, si la voluntad no se somete al Creador y se pone en marcha para lograrlo. La clave de la madurez y por ende, el avance espiritual, se encuentra en la eliminación de la distancia entre el Creador y la creatura, siendo y acogiéndose al camino que es Jesús. La renovación del hombre en su relación con la fuente de vida. Clave que pasa por aplicar a nuestras vidas, la enseñanza implícita que describió el Maestro: “de cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”. La semilla para crecer y madurar necesita morir. Todos debemos descender a las tierras de nuestro subconsciente y escarbar en sus hierbajos sombríos, donde se encuentran nuestros hábitos pecaminosos: soberbia, avaricia, envidia, egotismo, egolatría, insensibilidad, cosas todas que dificultan nuestro juicio. Desvirtuamos entonces la verdad para ajustarla a nuestras imperfecciones, y nos mentimos a nosotros mismos para no tener que cambiar ni renunciar a los vicios que tanto apreciamos. Morir a esto para vivir a la madurez. Sí, morir a la vida inerme de nuestras faltas inconfesables para renacer a fructuosa vida. Esto exige que hagamos un completísimo análisis de nosotros mismos a la luz de las inmutables leyes de Dios.
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