Muchas de las afirmaciones de científicos famosos adolecen de un mínimo soporte filosófico.
Lo confieso, tengo la manía de empezar los libros por el final. Normalmente los autores no revelan sus cartas hasta ese momento y, al descubrirlas, uno entiende mejor todo lo anterior. Esto es lo que me ocurrió la pasada semana al leer la primera entrega de una famosa colección anunciada en televisión: Un paseo por el cosmos. En el libro que la introduce, La materia oscura, su autor explica muy bien, de manera suficientemente didáctica, los diferentes aspectos de este concepto físico todavía no comprendido bien por la cosmología moderna. Sin embargo, se reserva su opinión del mundo (cosmovisión) hasta la última página y en ella, refiriéndose al multiverso -la famosa hipótesis de que el universo visible puede ser uno de tantos de otros innumerables mundos- escribe: “Es importante señalar que el multiverso no es una noción mística, sino todo lo contrario: proporciona una posible explicación racional a las características de la naturaleza que parecen diseñadas a propósito. En este sentido se parece a la idea de la selección natural de Darwin: los seres vivos son tan sofisticados que parecen diseñados a propósito para realizar sus funciones. Sin embargo, ese aparente diseño es en realidad la consecuencia de muchas mutaciones aleatorias a lo largo de millones de años, de las que solo las más favorables han sido seleccionadas.” (Casas, A. 2015, La materia oscura, RBA, Navarra, p. 154). Esta concepción naturalista de Alberto Casas -director del Instituto de Física Teórica en España y profesor del Consejo Superior de Investigaciones Científicas- es la que predomina actualmente en los ambientes científicos y universitarios de nuestro país.
Se trata de la creencia de que toda la materia y energía del universo, así como el tiempo y el espacio, no han requerido una causa para su aparición sino que se habrían creado a sí mismos de manera espontánea y natural. Ellos serían su propia causa. Todo lo que existe en el cosmos, desde los átomos de helio de las estrellas hasta los cerebros que obtienen los premios Nobel de la Tierra, habrían surgido de la explosión del Big Bang y evolucionado durante miles de millones de años hasta llegar a ser lo que son. Y cuando algún alumno despabilado se atreve a preguntar qué había antes del Big Bang, se le responde que no tiene sentido preguntarse acerca de lo que había antes del primer instante. Y asunto zanjado.
Es evidente que tal respuesta no puede dejar satisfechos ni siquiera a los propios cosmólogos, muchos de los cuales están continuamente proponiendo modelos matemáticos, como este del multiverso, con el fin de explicar el diseño inteligente que evidencia el cosmos, así como su origen en el tiempo. Se dice que la hipótesis contraintuitiva de un conglomerado de universos eternos es una “explicación racional”, mientras se descarta por “mística” la posibilidad alternativa. A saber, que sólo exista el universo que observamos y que haya sido diseñado sabiamente. ¡Hasta los físicos y cosmólogos se ven obligados todavía hoy a recurrir a Darwin para recordarnos aquello de que los seres que parecen diseñados inteligentemente, en realidad no lo son! Se trataría de un simple espejismo -se nos asegura- ya que las responsables habrían sido las mutaciones aleatorias beneficiosas a lo largo de millones de años. No obstante, comparar el multiverso con la selección natural de Darwin no parece muy acertado, puesto que de ésta existen ejemplos concretos en la naturaleza, aunque sea a pequeña escala, mientras que la hipótesis del multiverso no pasa de ser una mera especulación matemática.
Pero volvamos al meollo de la cuestión. Muchas de las afirmaciones de científicos famosos adolecen de un mínimo soporte filosófico. Suele darse frecuentemente una desconexión importante entre filosofía y ciencia. Decir, por ejemplo, que un determinado objeto físico carece de causa que lo originara o que él es su propia causa, es algo que contradice los fundamentos filosóficos más elementales. El universo, por muy enorme que sea, es un objeto. Y si se divide en partes cada vez más pequeñas hasta llegar a las partículas subatómicas que se conocen hoy, cada una de tales minúsculas porciones sigue siendo objeto material que no ha podido originarse a sí misma y, por tanto, necesita de una causa no material ajena a ella. Incluso aunque el cosmos fuera eterno -como piensan algunos- continuaría requiriendo de una causa para su existencia. Lo mismo puede decirse de la energía, los campos, el espacio e incluso el tiempo. Esto es lo que reconoce la razón filosófica desde hace muchos años, desde los pensadores griegos de la antigüedad. La nada de la física no es la nada ontológica. Sin embargo, algunos cosmólogos intentan hoy anular dicho principio mediante hipotéticos malabarismos matemáticos porque no les gusta admitir que el mundo tenga una causa original. Aunque lo cierto es que de la nada, nada sale.
Otro aspecto importante tiene que ver con la información que evidencia la naturaleza. El mundo está empapado de ella desde los códigos biológicos presentes en las células hasta el exquisito equilibrio de fuerzas que muestran los átomos de la materia. Nuestra experiencia es que siempre toda información sofisticada y compleja tiene su origen en una mente inteligente. Por ejemplo, la música que hace vibrar nuestros sentimientos nace de la sensibilidad consciente del músico. Todas las obras de arte, tanto pictóricas, como escultóricas o de la literatura universal se gestaron en la mente de sus autores. De la misma manera, las múltiples habilidades de las computadoras fueron previamente planificadas por los ingenieros informáticos que realizaron los diversos programas. La información, o la complejidad específica, hunde habitualmente sus raíces en agentes inteligentes humanos. Pues bien, al constatar el fracaso de las investigaciones científicas por explicar, desde las solas leyes naturales, el origen de la información que evidencia la vida, ¿por qué no contemplar la posibilidad de que ésta se originara a partir de una mente inteligente, como la del Dios creador de la Biblia? Afirmar que las elaboradas instrucciones presentes en la molécula de ADN son el producto de las mutaciones casuales no dirigidas a lo largo de millones de años -como asegura el darwinismo- es un gran acto de fe materialista que no se puede demostrar de manera definitiva. Es algo que atenta contra todo aquello que sabemos y observamos cada día en la realidad. La información ingeniosa requiere también de una causa y ésta sólo puede ser inteligente.
Estos son algunos de los argumentos que conducen a la solución mística que, en definitiva, me parece también la más racional. Tanto si el universo es único, como si hubiera múltiples mundos; tanto si es finito en el tiempo, como si fuera eterno; cuando uno se pasea por el cosmos descubre aquello que ya se conoce y lo mucho que queda todavía por entender e intuye humildemente las huellas del Dios Creador que se revela en la Biblia. Un Padre misericordioso que lo sustenta todo de manera providente, y sigue siendo necesario, no sólo como causa incausada de lo existente sino también como alguien que nos ama y nos tiende la mano para que no nos perdamos en esa otra selva cósmica de nuestros propios errores morales.
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