Todas y cada una de las situaciones que suceden alrededor nuestro, están regidas por la mano de un Dios que lo controla todo y que no se cansa de hacernos bien.
Cuando nos miramos en nuestro propio espejo, si somos honestos, hemos de reconocer que, ciertamente, tenemos dos ojos en la cara, pero que no siempre nos sirven para ver lo que tenemos delante de nosotros.
En esa complejidad con la que hemos sido creados, pero sobre todo en nuestra infinita tendencia a complicar las cosas (eso es, sin duda, cosa nuestra), la cuestión de ver es mucho más que que nos funcionen los ojos. Vemos muchas cosas de las que ni siquiera somos conscientes, porque a nivel puramente nervioso no podemos atender a todos los estímulos que pasan por delante de nuestra vista.
Están, y nuestros ojos las captan, pero no las retenemos porque nuestra atención consciente no se ha fijado en ellas. ¿Quedarnos con todo lo que nuestros ojos ven? Eso nos volvería locos, simplemente. Más bien atendemos selectivamente a aquellos elementos que resultan más relevantes y es por ello que lo que percibimos alrededor nuestro no es una fotografía de la realidad, que captaría visualmente todos los detalles, sino que es lo que llamamos en psicología una “representación” de la realidad.
Es decir, una composición simplificada que nos hacemos en nuestra mente usando algunos elementos que hemos captado con nuestros sentidos, pero que quedan, en la comparación, muy lejos de ser lo que la realidad nos muestra. Ésta es siempre mucho más compleja que lo que nosotros percibimos en el mejor de los casos.
Ahora bien, cuestiones orgánicas y neurológicas aparte, más allá de lo que nuestro sistema nervioso es capaz de captar y procesar, hay otros elementos implicados. Nuestra atención suele centrarse en aquello que más nos motiva o nos interesa, dejando de lado aquellas cosas que, a nuestro criterio, más o menos de forma consciente o inconsciente, nos resultan irrelevantes.
Y tanto es así que podemos tener delante cuestiones importantísimas, pero que no veremos (u oiremos, que no percibiremos, en definitiva) a no ser que despierten un interés en nosotros o que procuremos, con diligencia, ver o escuchar.
De ahí la tan contundente llamada, no solo de profetas como Isaías o Ezequiel , sino del propio Señor Jesús cuando decía “El que tenga oídos para oír, oiga”, refiriéndose a Sus cosas. Era una llamada clara no tanto a una reacción orgánica para percibir, sino a una actitud espiritual para atender a lo realmente importante, que eran las cosas del Reino.
Esta ceguera y sordera selectivas, cuando se producen de forma consciente, se llaman rebeldía. El Señor decía sobre Su pueblo, tal cual recoge Ezequiel 3:27, “El que oye, oiga; y el que no quiera oír, no oiga, porque casa rebelde son”.
En otras ocasiones, aunque no estamos exentos de responsabilidad, esas cegueras y sorderas tienen más que ver con nuestra torpeza, con nuestra mente limitada, con no estar del todo alineados con lo importante, con haber dejado que la inercia de la vida nos lleve hacia delante, simplemente, pero sin captar tanto de lo que alrededor nuestro se mueve y que nos habla, constantemente, de Dios y de Su obra con nosotros.
Faltaría la inclinación espiritual necesaria para poder captar lo esencial a los ojos de Dios: Sus cosas, Su mensaje para nosotros. Al no estar en la sintonía suficiente nos perdemos bendiciones y también la capacidad de percibirlas.
No lo hacemos quizá de forma consciente, pero sucede y somos responsables de ello. Quizá tiene que ver con esos pecados que nos son ocultos, como el mismo David decía. Pero estamos perdiendo riqueza, veámoslo como lo veamos.
La cuestión es que, dicho de una forma simplona, quizá, pero gráfica, estamos como expresa Philip Yancey, rodeados de maná por todas partes, pero muriendo de hambre porque no lo vemos.
Dios nos habla constantemente. Nos hace llegar de Su amor y Su mensaje en cada respirar, en cada peligro de que somos librados, a través de cada persona que se acerca a nosotros para ayudarnos… todas y cada una de las situaciones que suceden alrededor nuestro están regidas por la mano de un Dios que lo controla todo y que no se cansa de hacernos bien.
Y aunque el mal cohabita en este mundo con todo ello, aunque nuestro alrededor esté gobernado por el Príncipe de este mundo, hay un Dios soberano que sigue manifestándose a cada paso que damos.
Las cosas no son todo lo malas que podrían ser porque Su gracia tiene a bien seguir manifestándose hacia este mundo que le rechaza y también hacia nosotros, que aunque le hemos conocido, a menudo vivimos como habiéndole incorporado a nuestra vida como un objeto decorativo más, pero que no resulta en vidas renovadas de forma significativa.
No ver lo que aún funciona, no ser agradecidos con el maná que recibimos cada día, no ser capaces de poder reconocer que “hasta aquí nos ayudó el Señor”, tiene más que ver con nuestra ceguera y sordera que con la supuesta realidad de un Dios callado o que no tiene nada que decirnos.
Quizá, simplemente no le oímos siquiera (no solo no le escuchamos). A esa dureza puede llegar nuestro ser: no solo no escucharle, sino ser incapaces hasta del acto involuntario en sí que puede ser a menudo oír.
Dios, aún en el día de hoy, sigue sin estar callado. ¿Nos hemos acostumbrado demasiado quizá a tomarle simplemente como un ruido de fondo, como a algo o alguien que sabemos que está ahí y a quien damos simplemente por supuesto?
A veces grita, terrible, y nos obliga a escuchar a pesar de nuestra rebeldía. Otras veces, habla alto y claro, pero en nuestra torpeza, lo dejamos pasar porque Su voz ya no nos impacta. Quizá Su voz es a veces un susurro que nos tendremos que predisponer a poder escuchar.
Pero no podemos conformarnos con ser ojos que no ven, o corazón que no siente. Viviremos, si así fuera, una realidad empobrecida, bien diferente a la que el Señor nos proporciona y que está, en Su misericordia, tantas veces al alcance de nuestros sentidos.
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