Una mirada como un indiscutible reproche de no entender qué pasa en el mundo. Una denuncia a las guerras que no cesan de matar infancias.
Ni una lágrima en su rostro. Ya las derramó todas en el horror vivido a sus cinco años, las que pudieran quedar estaban congeladas por dentro, como la expresión de tristeza de impotencia y de incredulidad de la horrorosa vida del pequeño Omran. Tan sólo una mano tapándose uno de sus ojos como si no quisiera ver más, dejando al descubierto el otro para, mirando a la cámara, admitir la vida disfrazada de muerte. Una mirada como un indiscutible reproche de no entender qué pasa en el mundo. Una denuncia a las guerras que no cesan de matar infancias. Si hace unos meses fue el cuerpo del pequeño Aylan varado en una playa, hace unas semanas fue el rostro cubierto de sangre y polvo de Omran, fue el grito del impertérrito silencio, que nos lanzaba a la cara ¿por qué matáis hasta a los niños?
Sí, sí, ya sé que ha quedado ya lejos la historia del niño de Alepo. Sí, sí, ya sé que este “Desde el Corazón” periodísticamente va atrasado, manías de este ‘aprendiz de escribidor’ que quiso cumplir con su Agenda de temas para el mes de Agosto, escribiendo sobre píldoras del todavía no patentado CARISMA COMPLEX BIBLICUS ©; pero el impacto de la terrible foto y las ideas que me produjeron en tal día, no se me han diluido, en el corazón y mente y ahí están, y como escribo “desde el corazón”, el recuerdo me sirve de pretexto para escribir: “NO PEQUÉIS CONTRA EL NIÑO”.
Esta recomendación salió de los labios de Rubén como una advertencia relativa al joven José, cuando quedó al descubierto la maldad que contra el muchacho habían cometido sus hermanos al discutir sobre matarlo o venderlo como esclavo a los mercaderes del desierto. En ese momento de sentimientos de culpa, apareció tal confesión: “¿no os hablé yo y dije: no pequéis contra el muchacho?” y este “aprendiz de escribidor” la toma como pretexto para hablar de nuestros muchachos de hoy, y de los pecados que contra ellos realizamos.
Tendemos a pensar que el pecado es una equivocación ética contra Dios, pero además de esto, contiende también contra sus criaturas. Es un doble mal. Como las bolsas de bombas que se lanzan sobre Alepo estallan y esparcen el mal en todas partes. Toda relación que sostenemos en este mundo global implica deberes, pero desarrollamos más nuestros derechos que nuestras responsabilidades y, en consecuencia, las relaciones se convierten en ocasiones de pecado. Tan pronto venimos a ese mundo, como infantes pecamos contra nuestros padres; como miembros de una familia pecamos contra nuestros hermanos, y contra compañeros, contra conocidos conciudadanos. Y si nos lanzamos al mundo exterior se multiplican nuestras relaciones y nuestros pecados también se multiplican: transgredimos leyes de moral, de respeto, disfrazamos la justicia con nuestras éticas de situación, mentimos en público y en privado, pecamos en nuestra pobreza y en nuestra riqueza. Nuestra naturaleza corrompida, por mucho que la adornemos de modernas titulaciones, como el árbol de upas, destila su ponzoña y el veneno cae sobre todos los que se cobijan bajo su sombra.
Esa advertencia “no pequéis contra el niño” pudiera ser apropiada para cada uno de nosotros sin excepción. Pues quienes no son padres, ni son maestros de niños, también están obligados a recordar que, en este mundo nuestro, los niños son una parte muy importante. Sus ojos son tan vivos en observar las acciones de los adultos, que tenemos que tener cuidado con lo que hacemos. Toda persona con su propia conducta, con su propia filosofía de vida, está educando de alguna manera a la generación que está levantándose en cada nación. Si actuamos impropiamente, si nuestro lenguaje es indebido, si nuestra conversación está contaminada, si nuestro respeto a la vida está mediatizado por inmorales conceptos, estamos ayudando a educar a los niños en la escuela de Belial.
Las exhalaciones de nuestra conducta moral purifican o contaminan la atmósfera general de la sociedad y en esto los niños son los más vulnerables. Nuestra mediocridad ante los valores absolutos, nuestra cobardía ante las injusticias, ante el corregir, redargüir y educar en los principios cristianos, es pecar contra los niños. Y cuántos lo hacemos. Son muchos los padres que descuidan la educación espiritual de sus hijos, como si hubieran nacido sin alma. Y lo más triste, cada día son más los padres, educadores y políticos, que educan en sentido opuesto, que hacen vida para apagar las emociones espirituales en la mente juvenil. Si sus convicciones fueran, que sus muchachos, cuando durmieran en sus ataúdes fueran como las crías de perros o chimpancés, que no tienen un más allá, se podría comprender. Pero como miembros de la gran familia humana, como ciudadanos de un mundo global, tenemos la obligación para con todos y cada uno de los niños a no hacer nada que pudiera lesionarlos, física, moral y espiritualmente.
El Maestro Divino, fue claro en su enseñanza: “cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. Una forma de subrayar el horror de hacer mal a los pequeños, una clara advertencia del castigo que deberán sufrir los que obstaculizan la fe de los pequeños, una solemne declaración de la importancia suprema de las criaturas y una clara advertencia para disuadir a todos los que pecan contra los niños.
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