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El poder transformador de la palabra XXXII

El libro de Monroy nos da pistas para conocer que la fe no está reñida con el arte ni con la ciencia.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 11 DE JUNIO DE 2016 13:55 h

Hace unos días, al leer un artículo de Juan Antonio Monroy sobre Rubén Darío, me animé a publicar en este blog, "Muy personal", un pequeño texto que tuve el privilegio de escribir para la revista "El cobaya" (Diputación e Ávila), dirigida desde la capital abulense por el poeta José María Muñoz Quirós. Esta edición está dedicada al completo al poeta nicaragüense en el centenario de su muerte; en la misma participan con sus textos en verso y prosa 128 autores de ambas orillas. A pesar de no ser especialista en el tema de Rubén Darío, me atreví a escribir unas pocas líneas destacando ese anclaje divino que hay en su poesía. Y no solo en uno de sus poemas, sino en varios de ellos. Y también lo recalca en prosa como se puede leer en "Historia de mis libros".



Desde ya pido disculpas por este atrevimiento de hablar de asuntos que solo deben recaer en los tantos buenos escritores que tenemos en nuestro medio. Pero resulta que de pronto me surgen inquietudes al ver que no pocos autores demuestran una búsqueda insaciable de Dios. Y más he pensado en el tema al leer el libro de Juan A. Monroy "Los intelectuales y la religión", que ya he mencionado en esta serie. En el mismo el autor señala a Borges, Unamuno, Shakespeare, Antonio Machado, Amado Nervo, entre otros tantos... Y también a Rubén Darío.



 



En este año en que se le dedican tantos reconocimientos al autor nicaragüense, quise también aportar unas líneas para este recordatorio. He aquí las mismas:



"Búsqueda de Dios en Rubén Darío: Muchas páginas podrían escribirse sobre el aporte del gran poeta RUBÉN DARÍO (Metapa, Nicaragua, 1867-1916) a la literatura en lengua castellana. Ya lo dice Carmen Ruiz Barrionuevo en su libro "Rubén Darío" (Síntesis, 2002): "Rubén Darío es considerado hoy, sin duda, como el autor más decisivo e importante del movimiento modernista, que despliega su actividad en las últimas décadas del siglo XIX. Ninguno de sus antecesores, ni en Europa ni en España... tuvo la agudeza de miras para proponer esas pautas renovadoras (...)".  



No obstante, lo que deseo abordar, brevemente, es la presencia de lo divino, de Dios, en su poesía, observada en una determinada época de su vida. Y sobre este aspecto, solo tengo que hacer hablar al autor nicaragüense:



  "Ciertamente, en mí existe, desde los comienzos de mi vida, la profunda preocupación del fin de la existencia, el terror a lo ignorado... En mi desolación me he lanzado a Dios como un refugio; me he asido de la plegaria como de un paracaídas. Me he llenado de congoja cuando he experimentado el fondo de mis creencias y no he encontrado suficientemente maciza y fundamentada mi fe, cuando el conflicto de las ideas me ha hecho vacilar y me he sentido sin un constante y seguro apoyo. Todas las filosofías me han parecido impotentes; y algunas, abominables y obra de locos y malhechores. (…) Y el mérito principal de mi obra, si alguno tiene, es el de una gran sinceridad, de haber puesto 'mi corazón al desnudo', el de haber abierto de par en par las puertas y ventanas de mi castillo interior para enseñar a mis hermanos el habitáculo de mis más caros ensueños". 



Y he aquí el poema ¡Torres de Dios! ¡Poetas! (del libro Cantos de vida y esperanza), que une al poeta con Dios, que señala la naturaleza divina de la poesía, porque si no, ¿cómo podría ella ser instrumento, paracaídas al que se aferra, si no le sirviera para derramar su alma ante el único que le podría traer un atisbo de luz en los momentos tumultuosos de su existencia? Dudo que no haya, como se intenta convencer, un anclaje divino en estos versos, donde el poeta hace un llamamiento a lanzar salmos de alabanza al autor de todo lo creado. No garantizo su adhesión total, pero avalo que orquesta toda una campaña para conseguirlo. Veámoslo: ¡Torres de Dios! ¡Poetas! /¡Pararrayos celestes, /que resistís las duras tempestades, /como crestas escuetas, /como picos agrestes, /rompeolas de las eternidades. //Torres, poned al pabellón sonrisa. / Poned, ante ese mal y ese recelo, /una soberbia insinuación de brisa / y una tranquilidad de mar y cielo…



¿Acaso no demuestra que sabe que ese don salvífico proviene del Creador? ¿Que el arte es un don divino?  De ahí que considere al poeta como una torre, una fortaleza conectada con Dios hacia arriba, pero que también tiene que enfrentarse con las tormentas que son consecuencia de su existencia terrenal. Y esta conexión le convierte en un pararrayos con poder celestial para resistir los embates de la imperfección humana con sus bajezas y debilidades. Y así, el poeta se convierte en pacificador de la realidad.



Y sigamos recordando algunos versos más de ese poema que avala la religación hacia lo divino: Esperad todavía. /El bestial elemento se solaza /en el odio a la sacra poesía /y se arroja baldón de raza a raza...".



Afirmo que no he querido analizar si al final Rubén Darío se salvó o no, pues muy bien lo explica Juan Antonio Monroy en su libro "Los intelectuales y la religión", y si alguien considera que el trabajo que tiene delante no es suficiente, dedique tiempo y demás para continuar la labor empezada por Monroy, quien de seguro dedicó mucho para abrir la senda. 



Lo que sí puedo decir es que después de leer los versos del poeta de Metapa, y de otros que en los mismos expresan sus inquietudes, sus deseos de conocer más y tener una relación personal con ese Dios que intuyen puede aliviarles las cargas y traerles la paz tan ansiada, me he hecho la pregunta: ¿Dónde estás tú?



En la época en que Darío estuvo en España, los protestantes vivían tiempos difíciles, se daban pasos a una mayor libertad religiosa, no obstante, continuaban sufriendo vejaciones, dificultades para la apertura de lugares de culto; los pastores eran apedreados, los maestros evangélicos impedidos de ejercer en las escuelas públicas, etc. 



Eran tiempos de grandes preocupaciones que solucionar para poder extender el Evangelio. Leo en "La España evangélica ayer y hoy", escrito por José María Martínez, que en 1910, época en que se llevó a cabo una gran campaña protestante en favor de una total libertad de cultos, contaron con la adhesión de hombres ilustres del país, entre ellos, B. Pérez Galdós, "destacadas personalidades que, aun no siendo evangélicas, por su ideología liberal simpatizaban con la iniciativa protestante". 



Seguro que ése no era el momento para atender a los distintos estamentos de la sociedad. Más bien mucho se hacía, según me voy informando, en medio de la tumultuosa realidad. Tan diferente a la de aquí y ahora. Que no es la panacea pero hemos avanzado un considerable trecho. 



Lo que sí no ha cambiado mucho es la afirmación de que los intelectuales y sus inquietudes no alcanzan las profundidades que nos gustaría. Que conocen pero no van más allá. Y yo me pregunto: ¿Dónde estás tú? ¿Te acercas o rehúyes? ¿Eres capaz de ser un Felipe de los tiempos posmodernos y poscristianos? ¿No estarás separando lo sagrado de lo secular?



Aun así, me atrevo a pensar (solo eso pues no tengo pruebas) que Darío sí llegó a la conclusión que su arte poética provenía del Creador de todas las cosas. Que "eso" no provenía de la nada, por mero azar. Sólo necesitó que le explicaran un poquito más...



Para conocer las inquietudes espirituales de Darío he tenido que leerlo. Pues para que me importe tengo que conocerlo. Para decirle que hay un Dios que le ama y dio a su Hijo por él, que tiene que nacer de nuevo, tengo que acercarme, escucharle, ser su amigo.



Si dices que has sido formado y enviado con un propósito tienes que conocer el contexto adonde se te envía. Tienes que conocer su lenguaje, sus gustos, su cultura... Tienes que ser un misionero. 



El libro de Monroy nos da pistas para conocer que la fe no está reñida con el arte ni con la ciencia. Y si sé eso no voy a descartar a todos los científicos y escritores del mundo. A no leerlos, pues para rebatir algo tengo primero que conocer. Por eso hoy recuerdo las pautas dejadas recientemente por el matemático John Lennox al pasar por Salamanca.



Justo en estos momentos en los que reflexiono sobre el tema, leo un excelente artículo del teólogo puertorriqueño Luis Rivera Pagán: "Transgresiones teológicas en la literatura latinoamericana" (http://www.80grados.net/heterodoxias-y-transgresiones-teologicas-en-la-literatura-latinoamericana/#sthash.6CsDF7UL.dpuf), que corrobora lo que digo. He aquí un fragmento:



"Extraño la escasez de interés, por parte de la teología latinoamericana, en la literatura del continente. Lo extraño por la simultaneidad de su auge y renombre internacionales, por la pertinencia, para las preocupaciones religiosas y eclesiásticas, de sus temas y asuntos y, finalmente, por la audacia de la literatura latinoamericana en hacer afirmaciones desafiantemente heterodoxas y teológicamente transgresoras. Ambas expresiones de nuestra creatividad simbólica, la literaria y la teológica, cobran auge y renombre mundiales casi simultáneamente. Con el apogeo del compromiso social de las comunidades eclesiales de base y las primicias del pensamiento liberacionista, en la década de los sesenta, la teología latinoamericana deja de ser una réplica traducida de la europea y norteamericana y comienza a ser sujeto original de su propia historia intelectual. Por otro lado, obras publicadas durante los sesenta, como El siglo de las luces (1961), de Alejo Carpentier, La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa, Oficio de tinieblas (1962), de Rosario Castellanos, Rayuela (1963), de Julio Cortázar, Todas las sangres (1964), de José María Arguedas, Paradiso (1966), de José Lezama Lima, y Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, entre otras, abonan sentimientos y perspectivas no muy disímiles a las que albergarán, pocos años después, los escritos teológicos de Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Hugo Assmann, José Míguez Bonino y Porfirio Miranda, igual que los exegéticos y hermenéuticos de Jorge Pixley, Severino Croatto y Milton Schwantes. Todavía no hay, sin embargo, para América Latina, una obra crítica que se asemeje al excelente análisis que Alfred Kazin ha hecho sobre la religiosidad y la teología en la literatura estadounidense (God and the American Writer, 1997).



Y yo vuelvo a preguntarme: ¿Dónde estás tú?


 

 


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