Donde se hacen realidad las palabras de Jesús es precisamente en los aprietos que los perseguidores deparan a los creyentes.
Bienaventurados sois cuando os vituperan y os persiguen,
y dicen toda clase de mal contra vosotros por mi causa, mintiendo.
Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos; pues así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.
(Mt 5:11-12)
No estamos ante una novena bienaventuranza sino sólo frente a una aclaración de la octava. El tema sigue siendo el mismo. Donde se hacen realidad las palabras de Jesús es precisamente en los aprietos que los perseguidores deparan a los creyentes. La comunidad cristiana de Mateo estaba sufriendo en su tiempo los ataques de los judíos ortodoxos, sobre todo en forma de calumnias. De ahí que cuando el evangelista recoge estas bienaventuranzas de Jesús sea especialmente sensible a este problema que experimentaba muy probablemente en carne propia.
La calumnia o difamación era algo sumamente grave para la mentalidad hebrea. Ciertos rabinos habían llegado a compararla con la idolatría, la fornicación o incluso el homicidio, ya que la persona que había sido calumniada perdía de hecho su lugar en el seno de la comunidad. Dadas las circunstancias en que vivían los judíos, al calumniado que era rechazado por su pueblo, casi se le condenaba al exilio o se le privaba de la posibilidad de vivir. Por tanto, como hemos visto también en otras bienaventuranzas, la fuerza de la paradoja propuesta por Jesús con estas palabras debía sorprender de manera notable a sus oyentes. ¡Cómo puede decir que son felices aquellos a quienes su propio pueblo condena al ostracismo!
Por supuesto, la promesa que contienen estas exclamaciones sólo tiene validez cuando la calumnia no es verdad. Es lo mismo que reconoce también el apóstol Pedro: Porque esto es aceptable: si alguien soporta aflicción y padece injustamente por tener conciencia de Dios. Porque, ¿qué de notable hay si, cuando cometéis pecado y sois abofeteados, lo soportáis? Pero si lo soportáis cuando hacéis el bien y sois afligidos, esto sí es aceptable delante de Dios (1 P 2:19-20).
La Iglesia del primer siglo había padecido experiencias desagradables en este sentido ya que ciertos engañadores se presentaban como hombres de Dios e incluso les predicaban y exhortaban pero, en realidad, estaban mintiendo a las congregaciones. Eran falsos profetas que venían vestidos de ovejas, pero por dentro eran lobos rapaces. Tales embaucadores eran en ocasiones perseguidos por la justicia humana, no por tener conciencia de Dios o por defender la causa de Cristo, sino por sus propias injusticias e inmoralidades.
El Maestro habla aquí claramente de recompensa, pues sus discípulos necesitaban saber si merecía la pena seguirle. Ellos habían dejado familia, trabajo y posesiones para dedicarse a la extensión del reino de Dios. Era, por tanto, razonable que el Señor les hablara de este asunto. Lo cierto es que él nunca olvida la entrega del ser humano y no pierde de vista a la persona, ni a su situación particular. Esto queda bien ilustrado mediante la parábola de los trabajadores de la viña (Mt 20:1-16) que indica la generosidad divina capaz de pagar a los últimos obreros, que sólo habían trabajado una hora, el mismo salario que si hubieran realizado toda la jornada. La recompensa de Dios supera siempre con creces todo cuanto el ser humano pudiera merecer; de manera que no resulta posible hacer cálculos y comparaciones con aquello que puedan recibir los demás.
Lo que el Señor concede es siempre un salario de gracia y ésta es absolutamente incompatible con las matemáticas humanas. Así pues, hay que abrir nuestro corazón a la alegría de permitir que Dios nos lo dé todo sin cálculo alguno. No debemos ser como niños que miran a hurtadillas la posible recompensa que les puede llegar de sus padres, para compararla de inmediato con la que reciben sus hermanos sino que, por el contrario, tenemos que vivir plenamente confiados en que nuestro Padre celestial nos ama y desea lo mejor para nosotros. Dios se complace en guardarnos una recompensa grande en los cielos y desea que vivamos como personas alegres y esperanzadas, a pesar de la adversidad, para seguir amando como lo hizo el propio Señor Jesús.
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