La revolución que supuso para Nabeel encontrarse con el Dios de la Biblia donde esperaba encontrar a Alá, fue absolutamente devastadora y reconstructiva a la vez.
Por una serie de circunstancias, en el último tiempo he ido a encontrarme en repetidas ocasiones con un autor de esos que, cuando los descubres, solo pueden llevarte a pensar una y otra vez en la historia que cuentan.
Algunas veces se trata de historias de ficción que nos entretienen más o menos. Y en otras, como la que nos ocupa hoy, la historia que impacta es la de cómo Dios mismo revolucionó la vida de este autor, Nabeel Qurashi, musulmán devoto en su crianza, pero que en la búsqueda de Alá en los comienzos de su vida adulta se encuentra con Jesús, tal y como él explica.
Ya solo los antecedentes de la historia son absolutamente impactantes, principalmente por lo difícil que sabemos que resulta para un musulmán renunciar a aquello que esté vinculado a su religión, en caso de abrazar otra creencia. Porque para el musulmán, el Islam lo impregna todo. Lo es todo. Y renunciar al Islam puede resultar, de forma simbólica o incluso en ocasiones literal, en renunciar a la vida misma.
Este es el primer elemento que me ponía contra las cuerdas en estas semanas atrás, porque esa es una gran diferencia que tenemos los cristianos respecto al mundo musulmán: qué difícil es separar a un musulmán de su fe y cuán fácil nos resulta muy a menudo a nosotros, los cristianos, abrazar otras cosas (ni siquiera hablo de otras creencias religiosas) a la mínima de cambio. Porque en demasiadas ocasiones la vida del cristiano solo impregna el domingo, y el resto del tiempo es el mundo el que impregna al cristiano. Pero nuestra comodidad, creo, nos confunde. Y nos conformamos con un cristianismo nominal que tampoco nos moleste demasiado.
La revolución que supuso para Nabeel encontrarse con el Dios de la Biblia donde esperaba encontrar a Alá fue absolutamente devastadora y reconstructiva a la vez. Devastadora porque tuvo que renunciar al amor de su familia, que sigue sin entender cómo es posible que el hijo al que educaron con toda fidelidad en el Islam ahora abrace la cruz. Pero reconstructiva porque da ese precio por bien pagado, a pesar del terrible dolor que expresa, por la misericordia con la que su vida ha sido alcanzada.
Y desde ese impacto es que no puede por menos que procurar, con todas sus fuerzas, alcanzar también a otros y principalmente al mundo musulmán haciendo un llamamiento a los cristianos para vivir su fe de manera que impacte, fiel y comprometidamente.
Ese es el impacto de un amor verdaderamente comprometido: un amor que cambia, que te lleva a pagar un precio y a hacerlo frontalmente, sin anestesias ni caminos secundarios. Un amor que cambia tu vida para que tú puedas ser herramienta de cambio en la vida de otros. Y uno de los primeros efectos es que no puedes mantener la boca cerrada reservándote para ti lo que sabes que rescataría a otros si lo supieran.
El terror a perder el amor de otros, o incluso la propia vida, desplazado por otro terror mucho más grande: que los que están alrededor se pierdan. Y sentirte impelido, obligado moralmente, responsabilizado para dar una respuesta a ciertas cosas que están pasando en el mundo y para las que parece que no tenemos respuesta.
Nabeel debe su conversión al Dios que le puso en el camino de un cristiano comprometido, verdaderamente implicado en investigar y buscar respuestas (hasta entonces se había encontrado con muchos cristianos que se sabían el ABC, pero que habían decidido no pasar de allí en su abecedario). Y ese cristiano apasionado por compartir la verdad de la fe desde la seriedad y el rigor, y no desde la ignorancia o la dejadez que a menudo nos acompaña a los cristianos, “obligó” de alguna manera a Nabeel a tomarse la cuestión en serio. Porque si ni los propios cristianos nos tomamos a Jesús y Su camino en serio, ¿qué podemos esperar al fin y al cabo de los que están alrededor y a los que pretendemos alcanzar con el Evangelio?
En su nuevo libro “Answering Jihad, a better way forward” Nabeel explica como los musulmanes que están volviendo al Corán y que están descubriendo en el Islam, no la religión de paz que creían suscribir, sino una llamada clara a las armas contra el infiel, están encontrando delante de sí tres opciones entre las cuales elegir: apostatar, ignorar la realidad con la que se han encontrado, o radicalizarse.
Sabemos cuál es la opción que están tomando muchos. La cuarta opción que él propone y que constituye la base de su obra y sus esfuerzos ministeriales tiene que ver con llevarles a conocer el Evangelio de Jesús, un Dios que muere y no que mata. Un Jesús al que el musulmán convertido en cristiano abrazará hasta la muerte, porque así de en serio se toman ellos al Dios en el que creen.
Pero vuelve a resultar curioso cómo en nuestro mundo cristiano, al encontrarnos con ese mismo amor que Nabeel descubrió y que redireccionó su existencia, tendemos más bien a las opciones contrarias: o renunciamos, o miramos hacia otro lado (“al fin y al cabo, ya no tenemos que preocuparnos por el infierno”), pero no nos radicalizamos.Y entiéndaseme bien: cuando hablo de radicalización en el Evangelio no me refiero a convertirnos en fanáticos.
Hablo de tomárnoslo en serio. Hablo de considerar si en realidad nos creemos eso que planteó Jesús de que se puede vivir de otra manera, amando a los que nos maldicen, tomando nuestra cruz cada día y siguiéndole, diciéndole que no a padre y madre, para ser Sus discípulos. Porque aunque no creo en el fanatismo religioso, tampoco creo en una conversión que no nos cambia.
Este tipo de conversiones, experiencias, decisiones y recorridos como los de Nabeel, llenos de valentía para posicionarse y expresar con amor las verdades del Evangelio, nos conmueven profundamente, pero sobre todo a mí me desafían. Porque me ponen ante la realidad de que prefiero muchas veces lo que el mundo me ofrece cada día, las superficialidades y entretenimientos diversos que me encuentro en el camino, a comprometerme en una relación íntima con Dios, en la que Él hable y yo escuche, en la que Él ordene y yo obedezca sin temor a las consecuencias, en la que lo importante sea la gloria de Dios y las almas que se pierden, no yo misma y mi comodidad.
Cuando alguien “de fuera”, como Nabeel, es capaz de tomarse verdaderamente en serio lo que yo, quizá demasiado acomodada a estar “dentro”, llevo tiempo sin profundizar, una sirena desagradable y atronadora retumba en mi cabeza para avisarme de que me estoy equivocando. Y me alerta de que probablemente he perdido el rumbo, he perdido la sensibilidad y el amor. Quizá he empezado a pensar, sin darme cuenta, de que mi ciudadanía está aquí y que, por tanto, las tareas que han de ocuparme son las de aquí, y no las del reino.
Pero ahí es donde el impacto de un amor comprometido tiene su mayor potencia: porque no solo alcanza a los demás alrededor, sino que me alcanza a mí mismo para cambiarme y para hacer de mí una persona cada vez más a la imagen de Aquel que me salvó. Morir yo y hacerlo en serio. Ese es el precio. Pero esa es, también, la paradójica ganancia.
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