En la última bienaventuranza no se pretende exaltar la propia persecución, sino la fidelidad a Jesús.
Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el reino de los cielos.
(Mt 5:10)
El profesor y pastor de la iglesia de Escocia, William Barclay, escribió en su Comentario al Nuevo Testamento las siguientes palabras: “Además, los castigos que tenía que sufrir un cristiano eran terribles más allá de toda descripción. Todo el mundo sabe de los cristianos que se les echaba a los leones o se quemaban en el patíbulo; pero éstas eran muertes piadosas. Nerón envolvía a los cristianos en betún y les prendía fuego para usarlos como antorchas vivientes en sus jardines. Los cubría con pieles de animales salvajes y les lanzaba perros de caza para que los descuartizaran. Eran torturados en el potro; les arrancaban la piel con garfios; les echaban por encima plomo derretido; les fijaban planchas de bronce al rojo vivo en las partes más sensibles del cuerpo y las asaban ante sus ojos; les abrasaban las manos y los pies mientras les echaban agua fría para prolongar su agonía. No es agradable pensar en estas cosas; pero uno tenía que estar dispuesto a sufrirlas si estaba de parte de Cristo.” (W. Barclay, Comentario al Nuevo Testamento, Vol 1, Mateo, p. 135-136, CLIE, 1997).
En los primeros tiempos del cristianismo a los discípulos de Cristo se les perseguía y martirizaba injustamente debido a diversas calumnias que pesaban sobre ellos, en parte fomentadas por los mismos judíos. Así por ejemplo, se les llegó a acusar de practicar el canibalismo ritual en sus celebraciones. Como en la institución de la santa cena el Señor Jesús había dicho: Tomad, comed. Esto es mi cuerpo, y después de levantar la copa y orar afirmó: Bebed de ella todos, porque esto es mi sangre del pacto, la cual es derramada para perdón de pecados para muchos (Mt 26:26-28), estas palabras se tergiversaron maliciosamente para convencer a la gente de que los cristianos mataban a niños inocentes y se los comían en sus cultos.
De la misma manera absolutamente difamatoria se vertían sobre ellos acusaciones de inmoralidad afirmando que sus rituales litúrgicos eran en realidad orgías sexuales camufladas. Tomando la palabra ágape en el sentido de la fiesta del amor, que los creyentes empleaban para referirse a sus reuniones semanales, así como la práctica del ósculo santo o el beso de la paz con el que se saludaban, construyeron falsas leyendas negras que fomentaron la animadversión popular.
Fueron también acusados de terrorismo contra Roma y de ser incendiarios, basándose en las escenas apocalípticas a que se referían con frecuencia en sus predicaciones acerca de un fin del mundo próximo y envuelto en llamas. Asimismo se les llegó a culpar de destruir la familia, la sociedad y las buenas costumbres ya que cuando las personas se convertían a Cristo surgían divisiones en el seno de los hogares, tal como afirma el evangelio, se creaba enemistad entre padres e hijos, hermanos y parientes a causa del cambio de valores provocado por la experiencia radical del nuevo nacimiento.
No obstante, el principal motivo para la persecución de los cristianos por parte del Imperio romano fue sin duda su negación rotunda a declarar que el César era Señor. Roma había descubierto en el culto religioso a la persona del emperador una manera de unificar su vasto imperio. Una vez al año todos los ciudadanos debían quemar incienso a la divinidad del César y confesar la exclamación: "César es Señor". Sin embargo, los cristianos no estaban dispuestos a realizar semejante rito pagano porque para ellos sólo Jesucristo era el único Señor. De ahí que fueran declarados "ateos" y al ser enfrentados con el dilema: César o Cristo, elegían a su Señor y esto les llevaba directamente al martirio. Su crimen era confesar a Jesucristo.
En la última bienaventuranza (Mt 5:10 y 5:11-12), Jesús declara dichosos a aquellos que padecen persecuciones por causa de su compromiso personal con Cristo. Lo que se pretende exaltar aquí no es la propia persecución sino la fidelidad a Jesús. La dicha de los discípulos que van a ser perseguidos no se debe al sufrimiento que experimentarán por culpa del asedio judío o romano, sino más bien a su glorioso compromiso de fe con Jesucristo, por cuya defensa y vindicación padecerán o incluso sucumbirán. Ser perseguidos por causa de la justicia significa por causa de Cristo, por ser justos como lo fue Jesús, tal como se explica en el versículo siguiente: … os persiguen, y dicen toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Es muy probable que la persecución en la que estaba pensando el Señor Jesús fuese la serie de ataques de los judíos contra la comunidad cristiana incipiente. De hecho, la Iglesia sería en este sentido sucesora de los profetas del Antiguo Testamento, quienes también habían sido perseguidos por su propio pueblo. De la misma manera, la comunidad a la que pertenecía el evangelista Mateo sufría la maledicencia y el acoso de parte de los judíos que no habían aceptado a Jesús como Mesías e Hijo de Dios. Lo cual no elimina la universalidad de la bienaventuranza que, desde luego, puede aplicarse a cualquier persona cristiana perseguida por sus convicciones religiosas.
Aquellos que siguen los pasos de Cristo renunciando a las posesiones materiales, a la felicidad terrenal, al propio derecho, la justicia, la honra y el poder, necesariamente resultarán raros o chocantes para la sociedad en la que viven ya que se distinguirán notablemente del resto de la gente. Por eso, en vez de ser reconocidos y valorados, serán rechazados y perseguidos. El mundo los despreciará pues la sociedad humana jamás aceptó a los bienaventurados, pero Dios sin embargo les concederá el reino de los cielos, igual que a los pobres en espíritu, pues como ellos no tienen nada. Sólo les queda el nombre de su Señor que es su única fortuna. Mientras el mundo les grita: ¡fuera, marchaos!, Jesús les responde: ¡regocijaos porque vuestra recompensa es grande en los cielos!
Es interesante notar que esta exaltación del Maestro sigue a la de los hacedores de la paz y es lógico que sea así ya que quien intenta crear la paz de Dios entre los seres humanos y procurar su justicia, tarde o temprano acabará siendo perseguido. También resulta curioso, como hemos señalado, que la recompensa ofrecida en la primera bienaventuranza sea la misma que en esta última. ¿Por qué? Lo más importante para el cristiano es pertenecer al reino de los cielos, de ahí que el Señor empiece y acabe las bienaventuranzas precisamente con esta retribución. La consolación es importante así como la heredad de la tierra, ser saciados de justicia y misericordia, ver a Dios y ser adoptados como hijos suyos, pero por encima de todas estas bendiciones está la de ser ciudadanos del reino de los cielos y con ello entrar en la eternidad del Creador.
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