El hacedor de paz conoce esta situación de caída moral en que se encuentra el ser humano y está dispuesto a hacer lo que sea necesario para promover, a pesar de todo, la gloria de Dios.
Digamos primero lo que no es. No se trata de una persona pacífica por naturaleza que no causa problemas. Alguien tranquilo que intenta siempre obtener la paz a toda costa, con el fin de evitarse preocupaciones. Hacer la paz no es solamente mitigar el enfrentamiento o posponer la guerra, sino llegar a la raíz del problema y solucionarlo de tal manera que ambas partes queden satisfechas.
Se trata de trabajar activamente por conseguir que haya paz entre los seres humanos, los grupos o las naciones. Pero ¿cómo se consigue esto? El que hace la paz, según los términos bíblicos, es quien está preocupado sobre todo porque las personas se pongan en paz con Dios. Ponerse en paz con Dios es cambiar el corazón viejo por uno nuevo. Se trata de un punto de vista completamente novedoso y diferente al que tienen los demás pacificadores de este mundo.
Las bienaventuranzas de Jesús proponen un orden lógico para llegar a ser un hacedor de paz. Únicamente la persona de limpio corazón puede hacer la paz, pues si no posee un corazón limpio sino lleno de celos, envidias, contiendas, etc., es evidente que nunca podrá crear paz a su alrededor. De la misma manera, necesitará también ser mansa.
Es decir, haberse liberado del egoísmo personal, ya que si siempre piensa en ella misma, en obtener el máximo beneficio o en protegerse las espaldas, no podrá ser neutral para reconciliar a las dos partes. El hacedor de paz no juzga las cosas según el efecto que le producen a él mismo sino según lo que es mejor para Dios y para la extensión de su reino.
Aquí radica precisamente una de las mayores dificultades para lograr la paz. La tendencia natural de las personas es juzgarlo todo desde un punto de vista egoísta. Ante cualquier decisión que debamos tomar en la vida, nuestra mente siempre se pregunta: ¿Y esto a mí de qué me sirve? ¿En qué me beneficia o perjudica? ¿Qué voy a ganar después de todo? ¿Me conviene? ¿Se respetan mis derechos?
Todo el mundo se hace las mismas preguntas egoístas antes de tomar cualquier determinación. Y esta es precisamente la raíz del conflicto. Las guerras entre los seres humanos surgen de tal manera de pensar centrada completamente en el ego personal. Pues bien, esto es lo primero que debe cambiar en su vida quien desee hacer la paz entre los hombres.
Cuando el cristiano reconoce su propia miseria delante de Dios, adquiere una nueva imagen de sí mismo. Ante la evidencia de esa tendencia natural al pecado y a la realidad de las injusticias cometidas en la vida, el creyente maduro llega a considerarse como un miserable pecador que carece de derechos y cualquier tipo de privilegios ante el Altísimo.
Quien ha pasado por las distintas fases que marcan las bienaventuranzas, se ha visto como pobre en espíritu, ha llorado por su culpabilidad y ha experimentado hambre y sed de justicia, llega a una situación espiritual en la que ya no intenta defender sus derechos y tampoco se formula la perniciosa pregunta: ¿qué provecho obtengo?
Paulatinamente el discípulo de Cristo aprende a olvidarse de su yo e incluso puede llegar a odiarlo. El Señor Jesús se refería a este sentimiento cuando dijo: Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo (Lc 14:26). Se trata de aborrecer al hombre o a la mujer natural que hay en nosotros.
Quizás esta sea una de las mejores pruebas para saber si somos o no cristianos. ¿Me he llegado a odiar a mí mismo? ¿Puedo decir con Pablo, ¡miserable de mí!? El que no puede hacer esto con sinceridad está incapacitado también para hacer la paz en el mundo.
Todo creyente sabe que la vida cristiana no es un camino de rosas. La principal dificultad con la que nos encontramos es esa doble personalidad con la que tenemos que vivir cada día. La tensión entre el hombre viejo y el nuevo. El primero es el que está siempre dispuesto a hacer las mismas preguntas egoístas y a juzgar todas las cosas desde la perspectiva del yo. Sin embargo, el segundo, el hombre espiritual, procura silenciar al hombre carnal pues posee una visión nueva de uno mismo y también de los demás. Ve a los semejantes de manera objetiva y a la luz de la enseñanza bíblica.
Quien está capacitado para hacer la paz no suele nunca hablar mal de los demás, incluso aunque éstos actúen de forma difícil y agresiva, sino que tiende a justificar sus equivocaciones, reconociendo que viven todavía bajo la esclavitud del pecado. Entiende que actúan así porque son víctimas de su propio yo y del dios de este mundo, que es el que opera en los hijos de desobediencia.
Los no creyentes le provocan piedad y misericordia porque sabe que son personas esclavizadas. Esta manera de ver al pecador es fundamental para empezar a ayudarle a ponerse en paz con Dios y también para hacer las paces personalmente con él. Por tanto, el hacedor de paz tiene una nueva idea de sí mismo y también de sus semejantes.
No obstante, la mayor preocupación del cristiano que desea hacer la paz es, por encima de todo, glorificar a Dios. Esto es lo que vemos también en Jesucristo. El principal interés de su vida no fue él mismo, sino la gloria de Dios. Dedicó toda su existencia a estar en las cosas de su Padre.
El creyente sabe por su fe que el Creador hizo bien todas las cosas y que, como señala el Génesis después del relato de la creación, Dios contempló su obra y todo lo que había hecho, y he aquí que era muy bueno (Gn 1:31). El ser humano fue creado perfecto a imagen y semejanza de Dios para vivir en un paraíso idílico como era el huerto de Edén. Sin embargo, sobrevino la caída y aquel mundo diseñado tan inteligentemente poco a poco empezó a degradarse y a convertirse en lo que hoy es.
Las sociedades humanas viven en discordia y disputa permanente, tanto a nivel individual como colectivo, y actúan de una forma absolutamente egoísta que no contribuye casi en nada a la gloria de Dios. Pues bien, el hacedor de paz conoce esta situación de caída moral en que se encuentra el ser humano y está dispuesto a hacer lo que sea necesario para promover, a pesar de todo, la gloria de Dios.
Si hay que humillarse, se humilla. Si hay que sufrir menosprecio y oprobio, se sufre. Si es menester soportar el ser tratado injustamente, pues se padece injusticia. ¡Todo lo que haga falta para que el nombre de Dios sea exaltado y glorificado! ¡Cualquier sufrimiento merece la pena si con ello se consigue la paz entre los hombres y la gloria de Dios aumenta sobre la tierra!
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