Un análisis de las teorías del secuestro, del desmayo y de la alucinación que atentan contra la literalidad de la resurrección de Jesús de Nazaret.
La resurrección es el evento central del Nuevo Testamento. De hecho, los veintisiete libros que constituyen el canon neotestamentario son el producto de fe en la resurrección. Sin la resurrección, no existiría ni el Nuevo Testamento ni la Iglesia del Señor.
Puesto que la resurrección de Cristo goza de una posición tan privilegiada en el credo cristiano, no es de extrañar que varios eruditos agnósticos y ateos hayan buscado la forma de atentar contra esta doctrina. Incluso dentro del campo protestante, algunas voces destacadas se levantaron el siglo pasado cuestionando la literalidad espacio-temporal de la resurrección de Cristo (Rudolf Bultmann, Paul Tillich y Dietrich Bonhoeffer).
Hoy, queremos analizar las tres objeciones contemporáneas más ampliamente empleadas contra la veracidad de la resurrección de Jesús de Nazaret para ver si hay buenos fundamentos para seguir confesando que “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; que apareció a Cefas y después a los doce” (1 Corintios 15:3-4).
Teoría #1: La teoría del fraude/ secuestro
La primera teoría, elaborada en el siglo XVIII, asevera que el cadáver de Jesús fue robado por los discípulos.
Los discípulos se pusieron de acuerdo en esconderlo y luego en proclamar que su maestro había vencido la muerte. No obstante, si esto es lo que realmente sucedió, tendríamos que creer que los apóstoles inventaron una historia ficticia por la cual estuvieron dispuestos a dar sus propias vidas.
Si la resurrección fuera un simple fraude, seguramente algunos en el grupo apostólico se hubieran arrepentido de sus mentiras antes de ser martirizados. Los discípulos eran judíos piadosos versados en los principios de la Ley mosaica desde la infancia.
Sabían lo que Dios pensaba acerca del falso testimonio y el robo. Además, una y otra vez en sus escritos apostólicos animan a sus lectores a ser santos e hijos de luz, apartándose del engaño. ¿Cómo podrían semejantes personas inventar una falsa doctrina?
De todas formas, esta teoría se olvida de que los discípulos no estaban en condiciones para realizar un ‘masterplan’ religioso. Estuvieron todos desolados y destrozados, viviendo en peligro de muerte después de la crucifixión y humillación pública de su líder. Como explica César Vidal: “De manera fácil de comprender, sus seguidores más próximos corrieron a ocultarse por temor a algún tipo de represalias.
A fin de cuentas, ¿era tan absurdo que tras la ejecución del Pastor cayeran sobre sus seguidores?”1 ¿De verdad hubieran arriesgado sus vidas en un intento de sacar a Jesús de la tumba, la cual fue protegida por un grupo de agresivos soldados romanos?
Y si decidiesen robar el cadáver de Jesús, ¿podrían haber quitado la piedra gigantesca de la tumba sin despertar a los soldados? ¿Cómo sabrían llegar a la tumba sin usar antorchas por la noche? Y si usaran antorchas, ¿acaso no las habrían visto los soldados romanos?
Una crítica final a esta teoría es que los discípulos no pensaban que Cristo iba a resucitar. Aunque el Antiguo Testamento y el mismo Cristo profetizaban de la resurrección del Mesías, los discípulos todavía no tenían estas cosas claras.
Como buenos judíos creían en la resurrección al final de la historia, esto es, la resurrección general en el gran Día del Señor. Pero no creían en una resurrección intrahistórica como en el caso de Jesús de Nazaret. No se les hubiera ocurrido inventar tal mensaje, ya que contradecía todo lo que creían.
La teoría del fraude, pues, es un auténtico fraude. No hace justicia a la historia real.
Teoría #2: La teoría del desmayo
La segunda teoría, propuesta en el siglo XIX, propone que Cristo no se murió en la cruz. Se había desmayado pero no estaba muerto.
Tal teoría es bien problemática por varias razones. Primero, ¿cuántos miles de criminales habrían crucificado los soldados romanos? Sabían perfectamente cuando un criminal estaba muerto. De hecho, estipula el Evangelio que los soldados romanos no le quebraron las piernas a Jesús porque ya estaba muerto.
Un soldado le abrió el costado con una lanza y le brotó sangre y agua. En términos clínicos, los glóbulos blancos y rojos se habían separado, indicando la muerte de Cristo.2
Cuando pensamos en todo lo que Jesús sufrió a lo largo de su pasión, no es difícil entender la razón por la que se había muerto tan pronto: “La agonía en el huerto, el arresto a la medianoche, el tratamiento brutal en el patio del sumo sacerdote y en el pretorio de Pilato , los viajes agotadores de ida y vuelta entre Pilato y Herodes, el terrible azotamiento romano, el viaje al Calvario durante el cual cayó exhausto por la tensión sobre su cuerpo, la tortura agonizante de la crucifixión, y la sed y fiebre que siguieron”.3
Sin embargo, la teoría del desmayo enseña que este Jesús agonizante, una vez metido en la tumba, se despertó y luego se escapó. Pero, ¿cómo?
Primero, si se despertara en la tumba, no podría ni moverse ya que le habían embalsamado. Así que, si no estuviera muerto antes de entrar en la tumba, se habría asfixiado después de estar embalsamado. Y por si fuera poco –como nos recuerda nuestro hermano Josué Ferrer- “los judíos dicen que en los ungüentos que usaban para embalsar los cuerpos había veneno fuerte”.4
Segundo, aun en el caso dado de que no se asfixiara, ¿de dónde sacaría Jesús las fuerzas para quitar las vendas? ¡Le habían azotado y crucificado!
Tercero, si lograra librarse de las vendas, ¿cómo sabría salir de la tumba? Estaba todo oscuro. No tenía antorcha. Y no sabría identificar la ‘puerta de salida’. La tumba estaba hecha de piedra.
Cuarto, aun si identificara la puerta en la oscuridad, ¿cómo podría remover la piedra sin que los soldados romanos se enterasen y le capturasen?
Quinto, aun si consiguiese hacer lo imposible y salir de la tumba, en vez de manifestarse a los discípulos durante cuarenta días, lo primero que tendría que hacer sería buscar a un buen médico y pasar los próximos seis meses descansando y recuperándose. Citamos a Ferrer de nuevo: “Parece altamente improbable que un ser humano no pereciera con todos estos sufrimientos, máxime si cabe cuando la Biblia dice que el Jesús resucitado no se apareció débil ni desfallecido sino fuerte y sano”.5
La teología del desmayo, entonces, es pura fantasía. Cristo estaba innegablemente muerto.
Teoría #3: La teoría de la alucinación
La tercera teoría, también propuesta en el siglo XIX, y la cual sigue vigente hasta el día de hoy es la creencia de que las apariencias de Cristo a los discípulos después de su crucifixión eran meras alucinaciones subjetivas.
Ahora bien, el primer problema con esta teoría es que sigue sin explicar el enigma de la tumba vacía. Cuando los apóstoles empezaron a proclamar la resurrección del Hijo de Dios en base a sus ‘alucinaciones’, los romanos y los judíos podrían haber sacado el cadáver de Jesús de la tumba para silenciarlos. Pero no lo hicieron porque sabían que la tumba estaba vacía.
Otro gran problema relacionado con la teoría de la alucinación es que una alucinación se trata de fenómeno exclusivamente individual; no colectivo. En palabras de Gary Collins, “Las alucinaciones son apariciones individuales.
Por su propia naturaleza, solo una persona puede ver una alucinación dada a la vez. Ciertamente no son algo que un grupo de personas puede ver. Ni es posible que una persona pueda de algún modo inducir una alucinación en otra persona.
Dado que la alucinación existe solo en este sentido personal, subjetivo, es evidente que otros no puedan presenciarla”.6 Gary Sibcy dedicó más de veinte años al estudio de las alucinaciones y llegó a la misma conclusión que Collins, a saber, que no hay tal cosa como una alucinación colectiva.7
Jesús no apareció a una sola persona; sino primero a las mujeres y luego, “a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de 500 hermanos a la vez, de las cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí” (1 Corintios 15:5-8).
Según Gary Habermas, hay muchas otras razones por las cuales las apariciones de Jesús no podrían haber sido alucinaciones. “Los discípulos se encontraban temerosos, dubitativos y angustiados después de la crucifixión mientras que las personas que alucinan necesitan una mente fértil de expectativa o anticipación. Pedro era cabeza dura […] Jacobo era un escéptico; ciertamente no eran buenos candidatos para las alucinaciones”.
“Asimismo las alucinaciones son comparativamente inusuales. Por lo general son producto de las drogas o las privaciones físicas. Las probabilidades son que usted no conoce a ninguna persona que alguna vez haya tenido alucinaciones que no fueran causadas por una de estas dos opciones.
Sin embargo, ¿se supone que debemos creer en el transcurso de varias semanas, personas de todo tipo de trasfondo, de todo tipo de temperamento, en varios lugares, todas ellas tuvieron alucinaciones? Eso es forzar la hipótesis bastante, ¿no es así?”8
La teoría de la alucinación es un espejismo.
Teoría #4: ¡Cristo resucitó!
Después de observar las carencias en las tres teorías más comúnmente propagas contra la resurrección del Hijo de Dios, la buena noticia es que existe una cuarta teoría, la cual hace justicia a la tumba vacía, a las apariencias post mortem de Cristo y al nacimiento de la iglesia cristiana. ¿Cuál es esta cuarta teoría? ¡La teoría de que Cristo de verdad resucitó!
Esta cuarta teoría es poderosa ya que explica tantísimos misterios de una forma satisfactoria, por ejemplo:
Con todo, la cuarta teoría es la más satisfactoria. Si Dios existe y es todopoderoso, entonces no hay ninguna razón lógica para poner en tela de juicio la resurrección de Jesucristo de Nazaret, el cual “fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25).
Así que descartemos la teoría del fraude, la teoría del desmayo, la teoría de la alucinación y demos gracias al Señor por la resurrección.
3 THORBURN, Thomas J., The Resurrection Narratives and Modern Criticism (Paul Kegan: Londres, 1910), p. 185.
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