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La “emoción” de la suerte y el “drama” de la vida

La suerte, y esto sí es verdaderamente emocionante, aunque sea considerado pasado de moda o medieval, delirante o temerario, también la controla Dios.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 05 DE MARZO DE 2016 21:55 h

Todos recordamos los que implicó, en una medida muy pequeña y lejana por supuesto, porque hay cosas que no se pueden calibrar adecuadamente a no ser que se vivan en primera persona, el gran tsunami que azotó en 2004 las costas de Tailandia, llevándose por delante a más de 300.000 que murieron, más las vidas de otros que, aunque no murieron, con total seguridad dejaron buena parte de sus vidas bajo las aguas, en forma de seres queridos, relaciones rotas, casas arrasadas o cuerpos maltrechos.



Existencias deshechas, en definitiva.



Las probabilidades de sobrevivir a un suceso como este, estando en las circunstancias en las que se lo encontró Tomás Álvarez Belón, uno de los supervivientes cuya historia y la de su familia inspiró la muy conocida película “Lo imposible”, eran muy pocas.



Ocho años de edad, estupor absoluto ante la tragedia y suponemos que la indefensión propia de un niño al que, de repente y de forma literal, todo lo que tiene alrededor se le cae encima o le arrasa la vida.



Pero si difícil o improbable, por no decir imposible, como reza el título del film, era que sobreviviera él, mucho más lo era que sobrevivieran los cinco miembros de su familia, que hoy pueden contarlo. No haría falta ser demasiado creyente para denominar a algo como esto milagro.



Tampoco hay que dominar mucho las matemáticas para entender que las probabilidades de que pasara algo así eran ínfimas o llevadas al límite, casi rozando la imposibilidad. Pero hay que ser muy incrédulo, o un necio directamente, por muy sabio que te consideren los de alrededor, para llamarlo “suerte”, que es como lo denomina Tomás, “porque le parece mucho más emocionante creer en la suerte que pensar que ha habido un Dios detrás de todo esto” tal y como declaraba en entrevista días atrás.



Y es que en esa moda literaria pero también ideológica de personificarlo todo, de darle atributos y capacidades, brazos, piernas y voluntad a lo que no lo tiene (la Madre Naturaleza, la Suerte, el Universo, etc…), le hemos quitado esas mismas cualidades a un Dios que nos molesta, reconozcámoslo, para transferírselo a otros entes menos “interfirientes” o “invasivos”.



Porque al fin y al cabo, cuando lo que uno quiere es sacarse a Dios de encima y vivir su vida a su manera, lo mejor es sustituirlo por “dioses” que, como mucho, vean, oigan y callen, pero sobre todo lo último. Nada que acalle nuestro propio ego, nuestras propias lecciones, nuestras propias ilusiones de grandeza que, si finalmente Dios existe y así lo creo, no quedarán más que en delirios y autosuficiencias huecas.



Alguno pensará que la delirante puedo ser yo. La gran diferencia es que, si así fuera, yo no perdería nada por haberme equivocado de “bando”, pero creo que los demás no podrían decir lo mismo.



Escuchaba una de las entrevistas que concedía a la radio en estos días atrás, a colación de un libro (Pangea) en el que él, junto con otros grandes talentos juveniles, colabora para hacer propuestas de cara a la construcción de un mundo mejor. Desde luego, me parece el más loable de los objetivos, y de verdad lo suscribo, aunque no defiendo sus fórmulas.



Creo firmemente que podemos construir cosas mejores que las que hacemos y que hay mucho terreno por recorrer, con lo que se necesitan mentes y cuerpos fuertes, motivados, con ilusión, ideas y energías para dedicar a tan necesaria tarea. Pero el mundo que Tomás y otros como él quieren no es posible sin Dios.



Si poco nos gusta el mundo que tenemos, en el que Dios no se ha hecho tan ausente como podría hacerse, menos nos seduciría uno en el que Su presencia no se viera por ningún lado. Porque lo que de bueno retenemos y disfrutamos, solo tiene un origen, y es Dios mismo. De nuevo, puedo estar equivocada, pero si Dios existe, y lo creo, prefiero haberle tenido en cuenta que haber vivido sin Él.



Tomás no lo sabe, pero el gran protagonista de la historia de salvación de las aguas sobre su familia no es la suerte, por emocionante que le parezca, ni él mismo, o sus hermanos y padres, o su ilusión, su optimismo y sus ganas de vivir, que son muy de destacar, pero no son suficientes. Dios es el protagonista de su historia. Dios es el protagonista de la Historia y de todas las pequeñas y grandes historias que acontecen.



No hay carambolas fortuitas en la vida, ni valen de nada nuestras fortalezas y ganas de vivir cuando un árbol nos parte en dos. La clave está en que el árbol caiga a unos milímetros de ti y no encima, cosa que no depende de nosotros, sino de Quien todo lo controla.



La suerte, y esto sí es verdaderamente emocionante, aunque sea considerado pasado de moda o medieval, delirante o temerario, también la controla Dios. La vida de Tomás, y la mía o la tuya las controla el mismo Dios que nos las dio.



La tristeza de escuchar a un joven brillante desde el punto de vista humano, con buenas intenciones también, sin duda, pero tan centrado en su autosuficiencia como para preferir la “emoción” de la suerte que la “emoción” de un Dios ocupado y preocupado en su persona me parece la tragedia más grande de todas. Y la dosis de tragedia en la vida de este muchacho ha sido mucha. Pero la de misericordia también.



Esa es la gran tristeza: parece no haber una situación lo suficientemente dura o un milagro lo suficientemente grande como para mover hacia Dios un corazón anclado en su propia adoración, en la exaltación de su propia sabiduría o su sentido común, con el beneplácito de tantos alrededor, entre otras cosas porque les conviene pensar igual que él.



El gran drama de la vida, de su vida, es que no seamos capaces de reaccionar ante las situaciones adversas desde el reconocimiento de que Dios está dirigiéndonos a ese lugar terrible para hacer “lo imposible” con nosotros. ¿No es emocionante pensar que Dios sigue queriendo intervenir en este mundo que le ha dado descaradamente la espalda y que, además, quiere hacerlo a través de nosotros? ¿No resulta increíble pensar que haya un Dios que controla el Universo preocupado en cómo nos va a mí o a mi familia, u ocupado en Tomás y en la suya?



¿No es alucinante simplemente que la comunicación que podemos tener con Él en oración nos dé la posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos, porque Dios atiende esas plegarias y las responde a la par que las incorpora de forma incomprensible al cumplimiento de Su voluntad? ¿No resulta impensable que el Dios de los tiempos pensara en mi nombre y apellidos mientras se encarnaba, vivía despojado de todo lo que le correspondía como Dios y Rey y también mientras expiraba en la cruz para darme vida de la que ningún tsunami se puede llevar por delante?



De entre todas las emociones que me pueda deparar la acción fría e impersonal de una supuesta “suerte”, me decanto, sin duda, por la emoción trepidante y personal de acogerme a un Dios que vela mis sueños, mis circunstancias, que me ha llamado por nombre y que anima a que no tema, porque “cuando pase por las aguas, Él estará conmigo; y si por los ríos, no me anegarán. Cuando pase por el fuego, no me quemaré ni la llama arderá en mí, porque Dios mismo es mi Salvador”. (Isaías 43:1-3)


 

 


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