El éxito del siervo de Dios no reside en el resultado, sino en obedecer íntegramente las palabras de Dios.
Tienen la mirada perdida, los brazos en jarra, se quedan quietos de cuclillas mientras otros saltan y se felicitan. Lloran y no lo disimulan. Es fácil reconocer a los jugadores que han perdido una final. Los intentan consolar pero no pueden porque hay pocas experiencias más duras en la vida de un ser humano que esforzarse y fracasar.
El fracaso actúa como un fantasma en la vida de todas las personas que inician algo. Coge forma de quiebra en aquel que empieza un negocio, de suspenso en aquel que estudia, de derrota en el equipo que entrena por la semana preparando el partido del sábado. Pero también formas más complejas y dolorosas como de divorcio en aquella pareja que está pensando en casarse.
Cuando nos convertimos en colaboradores de la obra de Dios podemos caer en el error de pensar que la victoria está ganada. Que si obedecemos a Dios todo nos vendrá de cara y éxito será parte de nuestro servicio. Pero ¿qué pasa cuando el fracaso llega? ¿Cuándo las personas a las que se suponen que tenemos que servir no son bendecidas o directamente rechazan nuestra labor? ¿Qué pasa cuando las iglesias se cierran, cuando ya no van niños a las escuelas dominicales porque sus padres piensan que pueden usar el tiempo en algo mejor, cuando a las reuniones viene menos gente, cuando los que asisten a las predicaciones llevan años escuchando la palabra de Dios pero no hay crecimiento en sus vidas?
En más de una ocasión he escuchado la frase “No existe el fracaso para el hijo de Dios” que suena muy bien, pero es una frase lapidaria que acaba dinamitando a aquellos que siendo hijos de Dios se sienten hundidos como Elías cuando llega al monte Horeb buscando la presencia de Dios. “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” 1 R. 19:10 Elías era uno de los responsables de hacer despertar al pueblo y está huyendo deprimido de Jezabel reconociendo que no es capaz de llevar a cabo la tarea.
Los profetas son un buen ejemplo de siervos obedientes que aparentemente no tuvieron el éxito que su tarea requería. Un claro ejemplo fue Jeremías.
“Cuando el sacerdote Pasur, que era el oficial principal de la casa del Señor, oyó lo que Jeremías profetizaba, mandó que golpearan al profeta Jeremías y que lo colocaran en el cepo ubicado en la puerta alta de Benjamín, junto a la casa del Señor” Jr. 20:1-2
A pesar de hablar palabras directas de Dios, Jeremías fue rechazado por el pueblo hebreo, hasta el punto de reaccionar violentamente contra él. Pero el pueblo llano no fue el único que le volvió la espalda sino que hasta el propio sacerdote, el que se suponía líder espiritual del pueblo mandó que lo azotaran y luego lo pusieran en un cepo al lado del templo a modo de ejemplo para el resto de la sociedad.
El hombre que debía hablar palabras que despertaran al pueblo de anemia espiritual era puesto como ejemplo público de lo que le ocurría a la gente que iba contra los sacerdotes. El profeta elegido era ninguneado por todos y su mensaje se perdía en los oídos sordos de una sociedad que no quería oírle.
¡Me sedujiste, Señor,
y yo me dejé seducir!
Fuiste más fuerte que yo,
y me venciste.
Todo el mundo se burla de mí;
se ríen de mí todo el tiempo.
Cada vez que hablo, es para gritar:
“¡Violencia! ¡Violencia!”
Por eso la palabra del Señor
no deja de ser para mí
un oprobio y una burla.
Si digo: “No me acordaré más de él,
ni hablaré más en su nombre”,
entonces su palabra en mi interior
se vuelve un fuego ardiente
que me cala hasta los huesos.
He hecho todo lo posible por contenerla,
pero ya no puedo más.
Jr. 20:7-9
El éxito del siervo de Dios no reside en el resultado que espera obtener, o que otros esperan que obtenga, sino en obedecer íntegramente las palabras de Dios. Jeremías puede sentirse humanamente fracasado y es cierto que a los ojos de los que le rodean es un profeta apaleado que no consigue que nadie le haga caso.
Pero a pesar de este supuesto fracaso nos describe cual es la verdadera pasión del siervo de Dios, la obediencia. Sea cual sea el resultado, un Jeremías hundido y deprimido reconoce que aunque quiere dejar su labor hay un fuego ardiente en su interior que le impide callarse, que le impide dar un paso atrás e ir a casa, que le impide dejarse vencer por la violencia y el rechazo.
Si decidimos ser colaboradores de Dios allá donde estemos, en nuestra casa, en nuestra iglesia, nuestro trabajo o en el instituto el fantasma del fracaso vendrá a visitarnos cada cierto tiempo en forma de rechazo de frutos que no llegan o incluso de violencia. Es en estos momentos donde nuestra mirada tiene que estar puesta en el éxito de la obediencia.
“El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo amará, y haremos nuestra vivienda en él.” Jn. 14:23
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