Si no somos misericordiosos con nuestros semejantes es porque todavía no hemos comprendido lo que significa la gracia y la misericordia de Dios en nuestra vida.
Aquello que Jesús promete a los misericordiosos no siempre se entiende bien. Algunos opinan de esta manera: "si soy misericordioso con el prójimo, entonces a Dios no le queda más remedio que serlo también conmigo" y convierten así la promesa de esta bienaventuranza en un simple intercambio económico. Una especie de "yo te doy y tú me das". Lo mismo puede ocurrir con la oración del padrenuestro: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Hay quienes piensan que si uno perdona, Dios le perdonará y si no, no. La condición necesaria y suficiente para ser perdonado, sería perdonar. Esta interpretación tan simplista pasa por alto dos inconvenientes. El primero es que si fuera cierto, ningún ser humano se salvaría. En efecto, si el perdón o la misericordia divina dependieran de nuestro perdón o nuestra propia misericordia hacia los demás, nadie jamás alcanzaría la salvación eterna por la sencilla razón de que nosotros no perdonamos ni actuamos siempre en nuestra vida con misericordia. Por tanto, semejante teología de la equivalencia simple no puede ser correcta.
El segundo inconveniente de tal interpretación es que pasa completamente por alto la doctrina de la gracia divina. ¿Acaso no afirma la Biblia que hemos sido salvados por gracia por medio de la fe y no por nosotros mismos? ¿No dice el Nuevo Testamento que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros? La Escritura debe ser interpretada con la misma Escritura. Una doctrina no debe contradecir a otra sino que debiera haber armonía entre todas las doctrinas fundamentales de la fe. Lo que el Señor Jesús enseñó es que el perdón es una consecuencia del arrepentimiento sincero. Cuando una persona llega a ser consciente de su pecado, se arrepiente y reconoce que sólo merece el castigo divino, es como si estuviese delante del juez del universo esperando un veredicto. Si recibe perdón de parte de Dios por su fe en Jesucristo, sabe que dicho perdón se debe única y exclusivamente al amor divino, a su misericordiosa gracia y no a ningún mérito personal. Semejante experiencia genuina de conversión personal provocará en el creyente la necesidad de perdonar también a quienes lo ofendan y de ser misericordioso con aquellos que lo necesiten. Pero que nadie crea que el perdón o la misericordia de Dios se ganan a pulso perdonando o teniendo amor hacia los semejantes. Como dice Pablo: Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No es por obras, para que nadie se gloríe (Ef 2:8-9).
La introducción al sermón del monte que Jesús realiza por medio de las bienaventuranzas se parece al desarrollo de la vida del cristiano que debe ir de gloria en gloria y de victoria en victoria. En el momento en que somos conscientes de nuestra pobreza en espíritu al compararnos con Jesús; de que en nosotros no existe la justicia y por nuestras propias fuerzas humanas nada somos y nada podemos hacer; cuando empezamos a llorar y sufrir, no sólo por el pecado personal, sino también por el que comenten a diario los demás; al actuar con mansedumbre y no tener de nosotros mismos más alto concepto del que debemos tener, cada vez resulta más difícil que alguien pueda herirnos u ofendernos porque reconocemos que a Cristo todavía lo ofendieron más y, desde luego, él no se lo merecía en absoluto. Esto nos conduce a tener hambre y sed de esa justicia que nos hará definitivamente santos ante Dios y nos reconciliará para siempre con él, dándonos una vida y una naturaleza nuevas.
Al experimentar personalmente todas estas vivencias, teniendo como modelo al propio Señor Jesucristo, nuestra actitud ante el mundo cambia por completo ya que empezamos a ver la realidad que nos rodea con ojos de cristiano. Es decir, desde la óptica de la fe vemos a los no creyentes como víctimas del pecado y del poder del mal. No se trata ya de individuos que nos desagradan y con los que no estamos de acuerdo en muchas cosas, sino que ahora los vemos como personas de las que debemos compadecernos porque viven, muchas veces inconscientemente, gobernados por ideologías y corrientes propias de los ídolos de este mundo. En el fondo, están siendo usados y controlados por Satanás. Son criaturas que se encuentran en la misma situación en que estábamos nosotros antes de conocer a Jesucristo. De ahí que nuestra actitud hacia ellos deba ser esa clase de misericordia capaz de distinguir entre el pecado (condenable porque desagrada a Dios) y el pecador (por el cual murió Cristo). La misma compasión por sus propios verdugos que tuvo Jesús cuando estaba derramando su sangre en el Calvario, debiera también caracterizar nuestra existencia terrena. Él oraba así: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen. El Maligno sí sabía lo que hacían, pero ellos no eran conscientes de estar asesinando al Hijo de Dios. Eran víctimas de su propio pecado que les cegaba el discernimiento espiritual.
Nosotros también debemos alcanzar esta madurez espiritual capaz de sentir misericordia incluso hacia aquellos que se burlan, difaman el nombre de Jesucristo o procuran convencer a los demás de que Dios no existe. Sin embargo, sentir misericordia hacia ellos como pecadores no significa, ni mucho menos, transigir con sus razonamientos o dejar de presentar defensa de nuestra fe, dada una vez a los santos. Los cristianos estamos llamados a sentir amor por los esclavos del pecado, pero también a denunciar enérgicamente el trágico error en que viven. Semejante actitud misericordiosa sólo se puede experimentar después de reconocer que todo se lo debemos a la también misericordiosa gracia divina. Cuando esto se hace realidad en la existencia cotidiana del discípulo de Cristo, el orgullo deja de tener sentido, el espíritu de venganza se aleja definitivamente de nuestra vida y la reivindicación continua de nuestros derechos, tan característica de la sociedad contemporánea, pierde paulatinamente su interés.
Por el contrario, si no somos misericordiosos con nuestros semejantes es porque todavía no hemos comprendido lo que significa la gracia y la misericordia de Dios en nuestra vida. Podemos pertenecer a una iglesia pero estamos alejados de Cristo ya que seguimos aún en nuestros errores y pecados. No se trata de estar bien registrado en el libro de miembros de una congregación. Tampoco de estar interesados por las cosas del Señor o por los estudios de teología. Se trata de una sola cuestión: ¿somos misericordioso? ¿Nos compadecemos de nuestros semejantes incluso cuando nos ofenden? ¿Sentimos compasión de los perdidos? Si es así, ¡bienaventurados porque también recibiremos misericordia!
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