Podemos ser perfectos en Cristo y, a la vez, irnos perfeccionando progresivamente a lo largo de toda la vida.
¿Por qué dice Jesús que quienes tienen hambre y sed de justicia son bienaventurados? Pues, sencillamente, porque van a recibir aquello que desean.
Los creyentes que sienten ese anhelo profundo y esa hambre de Dios en sus vidas serán plenamente saciados mediante el pan de vida de Jesucristo.
Poco después de realizar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, él dijo: Yo soy el pan de la vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás (Jn 6:35).
Cuando el ser humano reconoce esta necesidad espiritual profunda y acude a Jesucristo, no cabe ninguna duda de que Dios satisface de inmediato su hambre y su sed. La justicia de Cristo le justifica.
El muro de separación entre Dios y el hombre, constituido por la culpa y el pecado, se resquebraja y disuelve para siempre. El perdón que irradia la cruz del Calvario se extiende a todos los rincones del mundo, alcanzando a los pecadores arrepentidos.
Y el Dios Creador mira a los convertidos a través de la justicia de Cristo, olvidándose de su pecado. Es como si lo arrojara para siempre en lo más profundo del mar. Los ve como hombres y mujeres perdonados que ya no están bajo la ley sino bajo la gracia.
La Biblia enseña que a partir de ese tiempo de arrepentimiento y conversión a Jesucristo se inicia un proceso en la vida de cada creyente que suele durar toda su existencia terrena.
En efecto, el Espíritu Santo empieza dentro de la criatura humana, si es que ésta se lo permite y está dispuesta a ello, su obra de liberación y descontaminación del pecado.
Es él quien produce en nosotros así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Por medio del Consolador, Cristo viene a la vida del hombre, mora en él y le libera de su pecado.
Entonces el cristiano puede resistir las tentaciones del Maligno, enfrentar sus ataques y progresar espiritualmente hacia la santidad, yendo de victoria en victoria. Este proceso continuará durante toda la vida humana pero no alcanzará su consumación final hasta llegar a la presencia de Dios en la eternidad.
En ese momento todos los que estén en Cristo y le pertenezcan se presentarán ante él sin mancha, ni arruga, sino como criaturas nuevas y perfectas. Los actuales cuerpos de humillación sometidos al mal y al pecado serán cambiados por cuerpos glorificados semejantes al de Cristo resucitado.
Pablo les dice a los filipenses: No que lo haya alcanzado ya, ni que ya haya conseguido la perfección total; sino que prosigo, por ver si logro darle alcance, puesto que yo también fui alcanzado por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no considero haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: Olvidando lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo hacia la meta, para conseguir el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos; y si en algo sentís de un modo diferente, también esto os lo revelará Dios (Fil 3:12-15).
Nótese la aparente contradicción en estas palabras de Pablo. Al principio del texto dice que aún no ha alcanzado la perfección total, mientras que hacia el final afirma de sí mismo y del restos de los seguidores de Cristo que ya "somos perfectos". ¿Cómo se entiende esto? ¿El cristiano ha de llegar a ser perfecto y, sin embargo, ya es perfecto?
La meta de Pablo y de todos los cristianos no se puede alcanzar plenamente en esta vida. La perfección absoluta y el premio del supremo llamamiento únicamente se lograrán en la eternidad. Por tanto, al referirse a "los que ya somos perfectos" quiere señalar a los que han recibido a Cristo y están bien formados en la vida cristiana.
Los que ya no son niños ni neófitos en la fe, sino que han alcanzado la madurez y con ella la sabiduría espiritual (1 Cor 2:6; 14:20). El apóstol se refiere aquí a lo mismo que el autor de Hebreos: Pues todo el que se alimenta de leche no es capaz de entender la palabra de la justicia porque aún es niño. Pero el alimento sólido es para los maduros, para los que por la práctica tienen los sentidos entrenados para discernir entre el bien y el mal (Heb 5:13-14).
Pablo no se contradice. Ser perfecto sería, en este sentido, ser espiritualmente maduro y proseguir hacia la suprema y definitiva santidad. Al estar en Cristo Jesús, él no sólo nos redime y justifica delante de Dios, sino que también nos da sabiduría y santificación. De ahí que podamos ser perfectos en Cristo y, a la vez, irnos perfeccionando progresivamente a lo largo de toda la vida.
El cristiano es una persona que experimenta hambre y sed de justicia pero paradójicamente, al ser saciado de tal deseo, vuelve de nuevo a tener más hambre y más sed.
Esta es la mayor bendición de la vida cristiana. Alcanzar un determinado estadio de santidad no es como lograr un título humano para colgarlo en la pared y recrearse el resto de la existencia contemplándolo.
Se trata de proseguir siempre adelante, subiendo peldaños de gloria en gloria hasta llegar al lugar que nos corresponde en el más allá. En esto consiste la felicidad de estar hambrientos y sedientos de justicia.
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