No queremos a Dios en nuestra vida cotidiana pero nos preguntamos dónde está en medio de la tragedia.
Las relaciones personales son tremendamente complejas. En un sentido, a veces no nos damos excesiva cuenta de ello porque las ponemos en marcha de manera natural. Pero el difícil engranaje que las compone no es sencillo de comprender y de manejar, aunque efectivamente algunos individuos parezcan tener una facilidad innata para ellas.
En cualquier caso, resulte fácil o difícil para cada cual, la complicación principal de las relaciones interpersonales estriba en que implica a más de una persona, con todo lo que eso conlleva: intereses, formas, diferencias de opinión y contenidos en las comunicaciones, expectativas, condicionamientos que cada uno trae… es, en definitiva, como diría el profesor Miguel Costa, “un encuentro de biografías”.
La idea del “encuentro” me parece especialmente sugerente. No hay relación si no hay encuentro. Puede haber un intento en diferido, en la distancia, pero no es encuentro como tal. Falta la calidez y la cercanía del otro, su aliento, su tacto, palpar de cerca la presencia, lo que la persona es y cómo lo manifiesta, lo que acompaña a lo que se dice, sus gestos…
Sin encuentros no se crece, no se madura en la relación. Más bien al contrario, esa relación se enfría hasta convertirse en un vacío y ocasional intercambio de información. Pero relacionarse es mucho más que solo eso.
En las relaciones cercanas es donde somos más nosotros mismos. Ahí es donde nuestras caretas empiezan a perder sentido. Porque en la profundización en el otro podemos descubrir un lugar seguro donde ser, donde mostrarnos. Y el estado de esa relación tendrá mayor sentido en la medida en la que esos encuentros vayan siendo más cercanos, más frecuentes, más duraderos, más intensos, más íntimos. Así ha de suceder, ni más ni menos, en nuestra relación con Dios.
“Dios no me habla” es una de las quejas que más he escuchado a lo largo de mis años como cristiana. No solo lo dicen personas que no creen y que han llegado a interpretar dicho “silencio” como la prueba irrefutable de que Dios no existe, sino que lo he escuchado también de cristianos, aunque por razones bien distintas, casi siempre con dos posibles matices:
La verdad es que ninguna de las dos cuestiones tiene argumentos de peso como para considerarse cierta sin más. Ni Dios actúa siempre con silencio cuando algo no le gusta, ni desde luego le resultamos indiferentes, a la luz de lo que ha llegado a hacer por nosotros. Es cierto que, por lo que encontramos en la Palabra, Dios mantuvo silencio durante muchos años en tiempos de los profetas ante un Israel rebelde y poco interesado en lo que Dios tuviera que decir.
Pero en este nuevo pacto en el que estamos, no estoy tan segura de que exista silencio posible de Su parte. Más bien me temo que nosotros no le buscamos lo suficiente como para poder tener esa relación fluida de la que hablábamos al comienzo. Nuestro mundo ha decidido no hablar con Dios, no buscarle ni reconocerle en sus caminos, luego donde uno no habla o pregunta, otro no necesariamente contesta, claro.
¡Qué fácil nos resulta acusar a Dios de guardar silencio cuando nosotros no solemos tener ni el mínimo interés en relacionarnos con Él! ¡Qué sencillo es reclamar Su ayuda, veredicto, compañía, cuando nos dedicamos esencialmente a ignorarle la mayor parte del tiempo! Le tenemos -perdónenme porque no quiero parecer irreverente- como si se tratara de un “chico de los recados”, que está siempre disponible al toque de nuestra campanita y que se presentará raudo y veloz cuando le convoquemos, sin más, porque para eso está: para servirnos.
Pues no. No funcionan así las cosas, mal que nos pese. Dios no responde a gritos y exigencias, como nos recuerda Marcos Vidal en alguna de sus canciones. Más bien la pregunta es: ¿Cuánto tiempo hace que no le buscamos, que no tenemos relación estrecha con Él? ¿Tanto nos sorprende, a la luz de nuestra respuesta, que no nos parezca oír Su voz? ¿No será, en muchas ocasiones, que lo que nos dice sigue sin interesarnos porque requeriría de nuestra parte un cambio en nuestra forma de vivir?
Europa se retuerce de dolor desde el viernes por la masacre de París. Muchos se estarán preguntando dónde está Dios en todo esto. Mi respuesta es que probablemente está justo allí donde le hemos relegado desde hace tanto en esta Europa tan moderna que se ha atrevido incluso a renunciar a sus propias raíces judeocristianas.
Desde hace mucho, en Europa nos viene sobrando todo. No queremos a Dios en nuestra vida cotidiana pero nos preguntamos dónde está en medio de la tragedia. Nos sorprende Su aparente silencio, Su indiferencia, y que no parta con un rayo a quienes nos atacan haciéndolo, además, en Su nombre (llámese Alá la deidad o pónganle el nombre que quieran).
La cuestión es que Dios no permanece callado, porque aunque permanece aparentemente lejos de quienes no quieren cuentas con Él, sigue estando cerca de los que le buscan. Pero saltarse las “moderneces” de nuestra Europa laica no es fácil. Esta Europa está dolida, conmovida y solidarizada por el dolor de las víctimas, pero me temo que muy distante a hacer un análisis de la situación que incluya a Dios en la ecuación.
Angela Merkel hace unos días hacía unas declaraciones en las que manifestaba la necesidad de que nos volviéramos a encontrar con Dios, que volviéramos a tener una relación con Él. Los terroristas, a su manera y de formas absolutamente inconcebibles, intolerables y que no representan para nada el Evangelio, procuran imponer una vuelta a una sociedad en la que Dios tenga un papel central, aunque desde luego no representan ni a Dios ni a Su mensaje, mucho menos a sus formas, que no reclaman que nadie muera por Él, sino que más bien ha ofrecido a Su Hijo Jesús para morir por nosotros. Ahí está la clave y la diferencia entre un “dios que mata” y un “Dios que muere”.
Me niego, por tanto, a dar la más mínima sensación de que respaldo las acciones violentas de esta pandilla de fanáticos. Pero sí me recuerdo a mí misma y me gustaría recordarle a la Europa que tanto amo que un mundo sin Dios está abocado al vacío moral, espiritual y material, más allá de nuestras riquezas, nuestro desarrollo y nuestros modernos valores, que tanto defendemos.
Amo la libertad, la posibilidad de tener un cierto nivel de bienestar económico, un régimen democrático, espacio para el ocio, tener mis necesidades cubiertas… pero todo ello son bendiciones recibidas de un Dios que me ama, no son el producto de habernos hecho a nosotros mismos, aunque reconocer eso nos pueda machacar el ego.
Los golpes duros de la vida siempre sirvieron para posicionarnos frente a Dios. El dolor tiende a polarizarnos, o bien renunciando a ese Dios que creemos que nos ha abandonado (o al que más bien decidimos nosotros abandonar), o bien acercándonos a Él y reconociendo que la vida en Su ausencia no tiene sentido. No sería la primera vez en la Historia que, tristemente, Dios permite que pueblos muy alejados de Su voluntad sirvan de azote y recordatorio de que Su sitio es uno muy diferente al que le hemos asignado.
No nos podemos alegrar en ningún sentido de lo que ha sucedido y lo que acontece permanentemente en otras zonas del planeta bajo las armas de los mismos monstruos (aunque parece que solo nos duele cuando nos toca en nuestra casa).
Solo espero que, en ese posicionamiento al que se nos llama por enésima vez desde el tiempo de gracia en que estamos, en que Su Salvación es aún posible, muchos empiecen a clamar a Dios para escuchar, por fin, Su voz y dejar de elevarla para gritar que Dios no habla.
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