Es triste tener que reconocer que en ciertos ámbitos evangélicos se detecta un grave déficit solidario hacia los numerosos problemas de injusticia social que existen en nuestro mundo global.
Cuando echamos un vistazo a nuestro alrededor vemos con pesar que sigue habiendo pobres. ¿De qué nos han servido dos mil años de conocimiento de la bienaventuranza de Jesús? Aunque a veces no se quiera reconocer, el mundo occidental hunde sus raíces en los principios y valores cristianos. ¿Cómo es entonces que esta civilización sigue rindiéndole culto al dinero en vez de preferir el servicio a las personas? La pobreza, en lugar de disminuir en el mundo, aumenta de año en año. Cada día que pasa los ricos son todavía más ricos y los pobres, más pobres. ¿Hemos fracasado los cristianos? ¿Estamos haciendo lo que podemos para evitar que haya pobres o preferimos mirar hacia el cielo y predicar que allí no habrá pobreza?
Es triste tener que reconocer que en ciertos ámbitos evangélicos se detecta un grave déficit solidario hacia los numerosos problemas de injusticia social que existen en nuestro mundo global. El auge del sentimiento o la emocionalidad así como del individualismo y el deseo de salvación personal hace que, en demasiadas ocasiones, se olviden los problemas del prójimo y se pase de puntillas junto al herido que yace al borde del camino, como en la parábola del buen samaritano. Tales creyentes no asumen los problemas de este mundo como propios porque, en el fondo, consideran equivocadamente que todo lo que hay en la tierra es malo y está condenado a la destrucción. Pero la pobreza, la miseria en que viven millones de criaturas, las desigualdades que afectan a la mayoría de los habitantes de este planeta y tantas otras situaciones discriminatorias no se pueden solucionar sólo mediante la oración o la meditación. Hace falta también un empeño activo y una voluntad decidida para superar tanta injusticia y deshumanización.
La solidaridad de los cristianos que han sido bendecidos económicamente es hoy más necesaria que nunca. El cristianismo está llamado a servir al hombre y no a servirse de él. Cuando esto no se quiere reconocer se fomenta una religión vacía e idolátrica que huye de los problemas reales para refugiarse en un espiritualismo insolidario y ajeno al Evangelio de Jesucristo. La actual proliferación de tele-evangelistas pedigüeños que apelan a los sentimientos de los televidentes cristianos para sacarles el dinero y engrosar así sus imperios personales, es algo que clama al cielo. Se predica un evangelio de la codicia que pisotea el mensaje de Jesucristo ya que es lo más opuesto a aquello que el Señor quiso enseñar a sus discípulos. La avaricia egoísta y pseudorreligiosa de tales lobos vestidos con piel de ovejas no se fundamenta en la Palabra de Dios sino en el sueño de opulencia y prosperidad individualista. A los pobres se les considera como indigentes espirituales incapaces de prosperar porque siguen siendo esclavos del pecado. Se llega a creer así que los menesterosos se merecen su pobreza y, por tanto, no habría que tener la más mínima consideración hacia ellos. ¿Puede haber mayor cinismo y crueldad en nombre de la religión?
Los pobres en espíritu a quienes se dirige Jesús tienen conciencia de su dependencia absoluta de Dios. Quizás sea este tipo de pobreza el que resulte más difícil de entender por parte del ser humano contemporáneo. ¡Es tan fácil dejarse llevar por la confianza en las propias fuerzas! Se nos ha educado desde niños para eso. Es el famoso sueño de triunfar en la vida gracias a los méritos propios. Todos deseamos una buena casa, un auto seguro, cierta protección médica o un adecuado plan de pensiones para la vejez que nos permita jubilarnos con cierta tranquilidad. Se nos enseña a competir en la escuela, en la universidad y en el mundo laboral con el fin de lograr ese anhelado triunfo que nos facilitará tenerlo todo controlado y no depender de nadie. Vivimos en un mundo que fomenta la competencia entre las personas, cuyo lema es el famoso: "tanto tienes, tanto vales". El afán por comprar, poseer y saber con lo que se cuenta para sobrevivir se ha hecho constitutivo en los individuos y ha entrado a formar parte de la identidad personal. Generalmente se confía en las propias posibilidades para desenvolverse en este mercado globalizado en que se ha convertido nuestro mundo. ¿Cómo podemos los cristianos experimentar la dependencia absoluta de Dios en un ambiente como éste de hoy que fomenta precisamente todo lo contrario, el individualismo y la independencia más radical?
La realidad es que todas nuestras seguridades pueden venirse abajo de la noche a la mañana. Un simple accidente de tráfico. El desarrollo de un tumor que parecía benigno. Una catástrofe natural. La aparición de un conflicto armado en el país, etc. Me viene a la mente la parábola del rico necio. Esta misma noche la muerte puede sorprendernos. Sin embargo, nunca esperamos el infortunio. Creemos que el presente se va a extender indefinidamente hacia el mañana y todo va a seguir siempre igual, con la misma seguridad y tranquilidad que disfrutamos hoy. Pero lo cierto es que somos tan frágiles como la hierba del campo que por la mañana florece y a la tarde se marchita. Está bien que busquemos el bienestar mediante métodos legítimos y que podamos así ser generosos con los demás, con las necesidades de la iglesia, etc., pero siendo siempre muy conscientes de que lo poco o mucho que tengamos, lo tenemos porque Dios en su infinita misericordia ha permitido que lo disfrutemos. En realidad, todo lo nuestro es suyo. Hemos de saber que por muchas seguridades materiales que hayamos creado a nuestro alrededor, dependemos enteramente de él. Nuestra vida terrena, como la de las arañas, pende siempre de un hilo que en cualquier momento se puede romper.
No se trata de hacer voto de pobreza, como a lo largo de la historia entendieron algunos, ni de regalar todas nuestras propiedades para convertirnos en mendigos y subsistir así de la caridad de los demás, sino de aprender a depender por completo del Creador, a pesar de lo que tengamos. Doblegar nuestro orgullo personal, encorvar nuestra espalda en actitud de humillación ante el Señor, compartir con los necesitados que conocemos, reconocer en lo más íntimo de nuestra alma que delante de él nada somos y contra su voluntad nada podemos hacer. Esto quizás nos enseñe a no apegarnos tanto a nuestras seguridades materiales, a no confiar tanto en nosotros mismos y a tenerle a él como único rey y Señor.
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