El tiempo pone a prueba todo lo existente y, en cuanto a nosotros se refiere, tiene dos efectos muy diferentes: que fácilmente nos endurece y difícilmente nos enternece.
El tiempo siempre nos pone a prueba con respecto a nuestra capacidad de resistencia ante las múltiples circunstancias y adversidades de la vida, también confirma o cuestiona nuestra credibilidad personal y verifica nuestra paciencia ante las dificultades que nos surgen inesperadamente.
El tiempo es un testigo mudo, pero veraz, de nuestras acciones; el tiempo verifica o desmiente nuestra autenticidad o nuestra superficialidad respecto a todo lo que decimos o hacemos en la vida. El tiempo también valida o invalida la veracidad de nuestros compromisos en general.
Sin embargo, el transcurso del tiempo no nos garantiza que todo lo históricamente antiguo y prevalente a día de hoy sea estrictamente cierto. Estos días pasados estuve visitando algunas de las ciudades más milenarias de Cataluña, donde predominan los palacios episcopales e iglesias, museos y catedrales de todo tipo; pero tal patrimonio histórico, e incluso artístico, en muchos casos no es la garantía de la verdad de las cosas, ni de las personas, ni siquiera de la historia en su pura esencia, como es el caso de la falaz versión de la cristiandad de la ICR; porque no es vinculante con los orígenes y el estilo de la verdadera Iglesia de Jesucristo que vemos en los textos del Nuevo Testamento, ni mucho menos. Lo preocupante y engañoso del caso es que mucha gente de buena fe interpreta que todo el patrimonio antiguo de la ICR es una demostración de la verdadera Iglesia de Cristo, por los registros históricos que lo atestiguan; pero este espejismo de cristianismo definitivamente fraudulento no tiene sus raíces en el primer siglo del verdadero cristianismo bíblico, sino que tiene su origen deformativo a partir de los siglos IV y V con la institucionalización de la Iglesia por el emperador Constantino y sus hijos.
A partir de ahí, la constante y ascendente desviación bíblica con la inclusión de dogmas mistéricos y un sincretismo pagano cristianizado y multitud de tradiciones humanas que suplantaron la autoridad inapelable de las Sagradas Escrituras, además de perversas connivencias y corruptelas con los poderes políticos de turno.
Todo esto que venimos diciendo está datado en los anales de la historia del cristianismo (ver, por ejemplo, los dos tomos de Catolicismo Romano de D. José Grau, entre otros); pero por encima de todo, quiero manifestar que esta reflexión no oculta una mala intencionalidad hacia nadie en particular, aunque se describan nombres de instituciones centenarias como es la ICR. La prueba del tiempo tiene que estar avalada por la prueba de la verdad que, en este caso, se trata de la Verdad suprema que ni se compra ni se vende al mejor postor.
El tiempo pone a prueba todo lo existente y, en cuanto a nosotros se refiere, tiene dos efectos muy diferentes: que fácilmente nos endurece y difícilmente nos enternece.
El tiempo es implacable, puede ser justo o injusto a la vez con nosotros mismos. El tiempo puede ser nuestro mejor aliado, a la vez que nuestro peor cómplice en las espinosas situaciones de la vida. Estas son las paradojas del tiempo cronos que, como nos relata la mitología griega, Cronos (el dios del tiempo) se come a sus hijos para tratar de sobrevivir eternamente y se convierte en un caprichoso del azar para muchos que desconocen al Dios Eterno.
El tiempo es un taller que nos va modelando, en el mejor de los casos, cuando no, deformando por el abandono y la desidia personal, también en el peor de los casos.
La prueba del tiempo y el tiempo que nos pone a prueba para evaluar nuestras verdaderas o incorrectas motivaciones, son el escenario de este breve tránsito experimental por la vida.
Dios es un juez perfecto que observa nuestros comportamientos a través del tiempo y Él juzga con justicia siempre, más allá de nuestra incomprensión ante las complejidades que nos depara la vida.
En el Todopoderoso no hay despropósito alguno, todo está cuidadosamente prediseñado por su ingeniosa sabiduría en nuestro devenir humano; por eso, de nuevo quiero atribuirle a Él y solo a Él toda la gloria y admiración que siempre se merece de parte nuestra.
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