Subraya y da respaldo a todo lo que se dijo de Jesús y del plan de Dios para con nosotros antes de que esta sucediera.
Meditando en estos días atrás sobre los grandes temas que nos han ocupado a la cristiandad a lo largo de los siglos y, más aún, los que nos ocupan como “cristianos de a pie” a día de hoy, pensaba que muchos de los elementos de debate que tanto nos hacen perder el tiempo quedarían verdaderamente reducidos, difuminados y no sé si, incluso, eliminados, si consiguiéramos dar al corazón del Evangelio el lugar que verdaderamente le corresponde.
El Evangelio tiene su punto culminante en una cruz, pero más aún, en una tumba vacía, en la que se resuelven, de forma práctica, muchos de nuestros más arraigados conflictos interpersonales e intrapersonales.
¡Si pudiéramos contabilizar la cantidad de horas que innecesariamente hemos dedicado a analizar cuestiones que, si bien son importantes, no son ni urgentes ni vitales para nuestra salvación ni para la de los que nos rodean…! ¡Cuántas cuestiones triviales han ocupado nuestras mentes, nuestros tiempos, nuestras pesadillas incluso por perder la perspectiva de lo que resulta verdaderamente importante! Y más aún… ¡a cuántos cambios profundos de vida renunciamos todavía a día de hoy por no prestarle a la resurrección el papel que realmente juega en el curso de los tiempos, pero de forma muy práctica en el devenir de nuestras propias vidas!
Se preguntarán ustedes qué tiene que ver todo esto que estoy contando con el hecho de la resurrección y por qué relaciono una cosa con otra cuando, aparentemente, no tienen “nada que ver”. La cuestión es bien sencilla: como dijo ya en su momento el apóstol Pablo a colación de determinadas discusiones que se tenían en Corinto, “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación y vana es también nuestra fe”. Porque, si la resurrección es cierta, como decimos creer, eso lo cambia todo:
Como otros ya apuntaron en el pasado, la resurrección marca también quién fue Jesús en primera y última instancia: o bien fue un loco al que no hay que prestarle más atención ya que todo lo que dijo, a la luz de una falsa resurrección, sería simplemente un delirio como el de otro enfermo cualquiera, o bien, ante la perspectiva de una resurrección como hecho histórico, nos encontramos ante el verdadero Hijo de Dios, con todo lo que eso implica.
La resurrección subraya y da respaldo a todo lo que se dijo de Jesús y del plan de Dios para con nosotros antes de esta sucediera. Pero a la vez es garante de que lo que se ha dicho acerca de lo que acontecerá después es también cierto. La resurrección es la primicia que nos habla de la realidad de todo lo que vendrá después.
Y así las cosas, desde el reconocimiento de la resurrección como hecho vital y definitorio de nuestra vida como cristianos, todo en la existencia del creyente toma nueva perspectiva, desde las cosas “doctrinalmente más excelsas” a las cuestiones más del día a día. La resurrección arroja luz sobre nuestra ética en el trabajo, sobre cómo nos comportamos en casa, sobre el rol que desarrollamos en nuestras familias, atendiendo al llamamiento y la obediencia a Aquel que resucitó.
También sobre cómo atravesar las pruebas y momentos difíciles, sobre cómo tomamos nuestras decisiones y a la luz de qué. Los valores de este mundo que tan frecuentemente nos desvían de nuestro verdadero propósito tendrán un color mucho más grisáceo cuando los contemplemos desde el resplandor de la tumba vacía. Las cosas en las que perdemos nuestro tiempo, las pequeñas discusiones entre hermanos que nos quitan el sueño y hacen que el mundo se pierda, pierden a su vez su fuerza ante la perspectiva de un Rey que resucitó y que volverá a encontrarse con Su iglesia como ladrón en la noche.
La resurrección y sus implicaciones nos hacen vivir la vida con verdadera visión, con una que no depende de las mareas y tempestades del momento presente, sino que descansa solo y exclusivamente en la obra salvadora de Cristo. Esto no solo nos salva del infierno o del pecado, algo que nos parece, en un sentido, muy general o incluso abstracto, sino de una vida de escepticismo marcada por la indiferencia hacia aquello que decimos creer.
Esa misma resurrección marcó a personas como Santiago quien, a pesar de ser hermano del Señor Jesús, pasó mucho tiempo como cualquier de los otros muchos escépticos del momento (Juan 7:5), para terminar reconociéndose SIERVO de Dios (Santiago 1:1), con toda la potencia e implicaciones que ese término tiene y que le llevaron hasta las últimas consecuencias en un tiempo para la iglesia de Jerusalén que fue más que complicado.
Un giro completamente radical como este solo puede ser explicado por un evento histórico verdaderamente igual de radical. Pocos como él han sabido hacer un tratado de vida cristiana tan práctico como el que plantea en su carta (leerla, como otras, desde la convicción de la resurrección y sus implicaciones, nos da una visión completamente revolucionaria y diferente de lo que quizá hemos entendido hasta ahora) y esto es precisamente porque la resurrección lo marca todo: lo que vivimos, lo que sentimos, lo que somos, lo que predicamos, cómo vivimos nuestra fe y nuestras luchas, el gozo en medio de la dificultad, la veracidad de las promesas de Dios… con los énfasis justos en los puntos adecuados y, por ende, con la vista puesta lejos de nuestras torpezas y miserias para mirar en una dirección más excelsa y eterna.
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