La corrección ecuménica impone un código dialogante que exige que sólo se digan cosas “agradables” en las conversaciones interreligiosas.
En estos tiempos nadie hace una pregunta como ésta. Parece demasiado arrogante, demasiado anticuada y que yerra el blanco de una conversación religiosa honesta.
Cualquier referencia al Anticristo parece quedar desfigurada por los tratamientos de fantasía que se le han dado en las novelas populares pseudo-apocalípticas, los relatos futuristas de las tendencias mundiales y las explicaciones milenaristas de la escatología cristiana.
Parece que en relación con el Anticristo es mejor mantener una actitud silenciosa, por no decir un enfoque agnóstico. Está en la Biblia, pero no sabemos cómo es y estamos destinados a permanecer lejos de cualquier discurso polémico o de conjeturas poco útiles.
La corrección ecuménica impone un código dialogante que demanda que únicamente se digan cosas “agradables” en las conversaciones interreligiosas. En esta posición demasiado indecisa hay también un juicio teológico bien definido sobre la forma en la cual la tradición protestante ha estado entendiendo la naturaleza del Anticristo durante siglos.
Desde Martín Lutero a C.H. Spurgeon, desde John Wesley hasta los Puritanos, ha habido una interpretación consistente, coherente y uniforme de la identidad del Anticristo. La Reforma Protestante no inventó esta lectura del Papado como el Anticristo, pero siguió una cadena desde las enseñanzas medievales y le dio un fundamento teológico más profundo.
La Confesión de Westminster de la Fe (1646) resume acertadamente este extenso y antiguo consenso protestante de esta forma:
“No hay otra cabeza de la Iglesia, sino el Señor Jesucristo. Ni puede el Papa de Roma, en ningún sentido, ser la cabeza de la misma; pero es que el Anticristo, el hombre de pecado e hijo de perdición, que se levanta a sí mismo en la Iglesia contra Cristo, y todo lo que se llama Dios” (art. XXV.6).[1]
Francis Turretin (1623-1687) es posiblemente el teólogo reformado más grande del siglo XVII. Su obra más importante, Institutes of Elenctic Theology, ha sido uno de los libros de texto teológicos más influyentes en la tradición reformada continental. En su sección sobre la Iglesia,
urretin trata extensamente del Papado, ya que siempre se interesó por la teología “apologética”. Su tratado más completo del Papa como el Anticristo, sin embargo, es su 7th Disputation on the Antichrist [Séptima Disputa sobre el Anticristo] que, a su vez, es parte de una obra más grande titulada Concerning our Necessary Secession from the Church of Rome and the Impossibility of Cooperation with Her (1661) [Relativo a nuestra Secesión Necesaria de la Iglesia de Roma y la Imposibilidad de Cooperar con la misma].[2]
Aquí encontramos tal vez el argumento protestante más detallado y sistemático para la identificación del Papa como el Anticristo. Turretin se esfuerza en exponer la Escritura y evaluar los hechos de la historia de la iglesia con el propósito de salvar la Iglesia de Cristo de cometer fornicación espiritual.
Después de destacar que es la opinión común entre los protestantes que el Papa es el Anticristo, Turretin explica que la Escritura revela el lugar del Anticristo (el templo), su hora (desde los tiempos apostólicos en adelante) y su persona (un apóstata de la fe, un intérprete de milagros falsos, uno que se opone a Cristo, una figura de autoexaltación, un hombre de pecado, un idólatra).
Turretin va tan lejos hasta analizar el nombre y el número de la Bestia de Apocalipsis 13:17-18. Reuniendo todos estos elementos entre sí, no encuentra estas marcas entre los judíos o los turcos (musulmanes), ni entre los griegos ortodoxos. Desde su punto de vista, sólo se ajustan a la autoridad principal de la Iglesia Romana.
Turretin está convencido que el Anticristo no es una única persona, sino que debe referirse a un cargo o a una sucesión de personas en el mismo cargo que empieza a operar en los tiempos apostólicos.
A la objeción católica de que los Papas nunca han negado a Cristo, Turretin replica que el Anticristo no niega abiertamente a Cristo como un enemigo declarado sino como un profeso amigo de Cristo que le alaba con sus palabras, pero lucha contra El con sus acciones. Ve esta actitud en los Papas que se arrogan a ellos mismos los tres ministerios de Cristo (Sacerdote, Profeta y Rey), pero sepultan el Evangelio bajo sus propias tradiciones y socavan Su obra de redención con sus misas, su purgatorio, sus indulgencias y su falsa adoración.
Refiriéndose a la doctrina de la supremacía Papal, el Catecismo de 1997 de la Iglesia Católica enseña que “el Romano Pontífice, a causa de su ministerio como Vicario de Cristo, y como pastor de la Iglesia entera tiene pleno, supremo y universal poder sobre toda la Iglesia, un poder que siempre puede ejercer sin trabas” (882).
El análisis de Turretin del Papado puede parecer duro y mordaz, pero encaja con la presentación de la enseñanza oficial de la Iglesia Romana sobre el Papado.
El Papa como Vicario de Cristo con pleno, supremo y universal poder, aparejado con el estatus político del papado, es en efecto una institución que reclama títulos y prerrogativas que deben ser de Cristo y únicamente de Cristo y es también ¡una institución que desenfoca las distinciones fundamentales políticas y religiosas!
Estos puntos de vista están, desde luego, lejos de ser “ecuménicamente correctos”. Sin embargo, aparte de lo que se pueda pensar sobre ellos, es importante apreciar el hecho de que no se derivan de invectivas calumniosas o de insultos de pandillas.
Los teólogos como Turretin construyeron un argumento teológico y bíblico sumamente sofisticado y no les impulsó sólo el resentimiento.
La Iglesia Romana, si bien no es estática, ni una realidad monolítica, no cambia verdaderamente en sus compromisos fundamentales. Se expande, pero no se purifica. Abraza las nuevas tendencias y prácticas pero no expulsa las que no son bíblicas. Crece, pero no se reforma según las normas del evangelio.
La discusión sobre el Anticristo debe ser reavivada y resuelta con sobriedad bíblica y conciencia histórica.
[1] A esto le sigue La Declaración de Savoy (1658), art. XXVI y La Confesión de Fe Bautista (Londres 1689), art. XXVI.
[2] La Séptima Disputa se publicó como F. Turretin, Whether It Can be Proven the Pope of Rome is the Antichrist, [F. Turretin, Si se puede demostrar que el Papa de Roma es el Anticristo], ed. Por Winburn (Forestville, CA: Protestant Reformation Publications, 1999).
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