¿Por qué muchas reuniones de oración evangélicas se han convertido en sesiones de 'declaración'?
¿Declaras las cosas que no son como si fuesen, hermano? ¿Declaras la unción apostólica de los últimos tiempos sobre tu vida, hermana? ¿Declaras la bendición profética de lluvia tardía sobre tu familia, querido(a) lector(a)?
Si es así, te declaro que estás haciendo las cosas mal…
¡Pero ánimo! Yo también empecé así.
En vez de asistir a cultos de oración me vi involucrado en reuniones de declaración. Poco a poco iba aprendiendo el sagrado arte de la declaración y después de unas cuantas semanas estaba soltando las típicas frases que habrás oído cien mil veces: “Declaro Irlanda para Cristo”, “Declaro victoria”, “Declaro la presencia de Dios en este lugar”, “Declaro dos décadas de decadencia para Decathlon”, “Declaro que mi declaración sea declarado declaradamente…” y así por el estilo. Vamos, lo pasaba pipa declarando todo lo que me pasaba por la cabeza.
Bueno, lo pasé pipa hasta que comencé a analizar mi vida de oración a la luz de las Escrituras.
¿Dónde vemos en la Biblia que los adoradores se pusieron a declarar, a decretar y a atar durante el tiempo de la oración? Respuesta: ¡en ningún lado! La Biblia tiene más de 30.000 versículos y no encontramos ninguna oración con semejantes características.
La oración, según la Biblia, no es cuándo declaramos las cosas conforme a nuestra voluntad; sino cuando agradecemos a Dios por lo que Él ha hecho y le pedimos todas las cosas que Él desea que pidamos. El Catecismo mayor de Westminster ofrece una definición excelente de la oración: “La oración es el ofrecimiento de nuestros deseos a Dios, en el nombre de Cristo, y por la ayuda de su Espíritu; confesando nuestros pecados y reconociendo con gratitud sus beneficios”. ¡Sí, señor! ¡Así es! ¡Gloria a Dios!
¿Cómo es posible, entonces, que la oración se haya convertido en un tiempo de declaración?
Supongo que la primera razón tiene que ver con la pérdida de lo que nuestros antepasados protestantes llamaron “una aprehensión temerosa de la majestad de Dios”. El Dios de quién se predica en nuestros días es nuestro colega, un abuelo guay que quiere pasarlo bomba con nosotros. Es un osito de peluche cósmico.
Francamente nos hemos olvidado de que Dios es fuego consumidor, un Dios celoso, un varón de guerra. En el Antiguo Testamento cuando Nadab y Abiú ofrecieron fuego extraño en la presencia del Altísimo, Dios les fulminó al instante. Y en el Nuevo, cuando Ananías y Safira mintieron al Espíritu Santo, cayeron muertos ante la congregación. Hasta nuestro amado Salvador Jesús –a pesar de dirigirse a Dios como ‘Abba’- ofreció sus oraciones y súplicas con temor reverente (Hebreos 5:7).
¿Por qué menciono esto? Por dos razones. Primero, porque Jesús es nuestro modelo en todo –incluso en la oración. Segundo, porque Jesús nunca empleó la doctrina de la paternidad de Dios como un pretexto para dirigirse a Dios de manera light. ¡Ojalá muchos predicadores contemporáneos aprendiesen esta lección!
Otra razón por la que dedicamos nuestro tiempo a confesar y a atar en vez de orar es por la falta de “un sentimiento profundo de nuestra indignidad”. Estamos tan llenos de nosotros mismos y de nuestra supuesta importancia que se ha creado la sensación de que el mundo gira en torno a nosotros. Mientras acababa mi carrera universitaria en Irlanda en el año académico 2006-07, pase un año trabajando en Lidl (de lunes a viernes) y en una librería cristiana (los sábados).
Lo que más me sorprendió en mi tiempo en la librería fue el tipo de literatura que más vendíamos. En vez de comprar libros sobre la teología, comentarios bíblicos, la oración o la historia de la iglesia, la gran mayoría de nuestros clientes pidió libros sobre Cómo ser un mejor tú o Diez métodos para tener la iglesia más grande de tu barrio o Se trata de ti, ti, ti o Estrategias de multiplicación de iglesias y otras tonterías parecidas.
Cuánto más crece nuestro ego evangélico, más pequeño e innecesario es Dios. De allí la herejía actual de que todos somos dioses. Ya no nos creemos indignos sino importantes, prestigiosos, imprescindibles, vamos, ¡nos creemos hasta apóstoles, patriarcas y dioses! Dijo Charles Spurgeon en mayo de 1884, “Desconfío de los hombres que publican su propia perfección: no le creo a ninguno de ellos, sino más bien tengo una más baja opinión de ellos, de la que no me atrevo a manifestar”.
Hermano y hermana: no se trata de lo que declaramos, decretamos atamos ni de lo que mandamos; sino de lo que el Señor Dios todopoderoso declara, decreta, ata y manda. Necesitamos volver a la verdadera esencia de la oración, oponiéndonos a nuestro orgullito y teniendo presente la siguiente declaración del mayor profeta de todos los tiempos, el cual fue lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”.
La oración no existe para dar a conocer la autoridad de nuestras declaraciones anti-bíblicas; sino para engrandecer al Señor del universo. Él es el Rey. Él es el único Soberano. Él es Dios. ¡Esto sí hay que declararlo!
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