La respuesta que los cristianos demos, como individuos y colectivo eclesial, a una situación como la de los refugiados, será una evidencia de la medida en la que participamos de los sufrimientos del mundo.
En junio del pasado 2014, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) publicaba un informe donde aseguraba que en el año 2013 se había sobrepasado, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, la cifra de 50 millones de personas desplazadas. El número exacto era 51,2 millones. A finales del mismo 2014, según la misma ACNUR, ya se había llegado prácticamente a los 60 millones de desplazados a la fuerza (59,5), de los cuales 16,7 millones eran considerados en condición de refugiados. Entre las causas de estos desplazamientos de grandes flujos de personas se encuentran unos picos muy significativos correspondientes todos ellos a guerras. Rwanda, en 1994, Kosovo, en 1999, Irak, en 2003, y Siria, en 2013.
En 2013 y en 2014 ya había personas que cruzaban fronteras para refugiarse de la violencia y de la amenaza de sus territorios, especialmente en Siria, República Centroafricana y Sudán. La prensa no prestó tanta voz al tema por entonces y la cantidad de personas llegadas a territorio europeo fue mucho inferior, por lo que nuestros niveles de intimidación no se encontraban tan a flor de piel como hoy. Ahora sí que se informa. O quizás se intenta transmitir una determinada información, polarizada, espectacularizada y desprestigiada en muchos casos, aunque no entraremos en esta cuestión.
Somos conscientes de que cientos de miles de personas han llegado a nuestro continente, buscando el orden, la seguridad y la oportunidad que con nuestro pasado imperialismo colonial y nuestra presente gestión capitalista multinacional les hemos arrebatado. Surge el miedo y surge la generosidad. Surge un incremento de la violencia y surge un respeto que busca compensar por nuestro pasado de amos y esclavos. El ámbito político y social en el continente se debate entre las vallas con concertinas de Hungría, y los diputados que abren las puertas de sus casas a una pareja de refugiados eritreos. No creo que el maniqueísmo sea una actitud conveniente para las relaciones entre las personas y tampoco para la toma de decisiones en el mundo. Pero es cierto que hay escenarios compuestos por dos elementos completamente opuestos y sin término medio, y Europa se ha convertido en uno de ellos. El continente y sus habitantes (entiéndase por ‘habitantes’ tanto individuos como colectivos, gobiernos y compañías) deben tomar una decisión sobre los cientos de miles de personas que han llegado, y lo siguen haciendo, a su territorio con la necesidad de refugiarse. Y esa respuesta tan sólo pasa por la bienvenida, o el rechazo. La ayuda, o la persecución. El amor, o el odio.
La Iglesia, como comunidad organizada y establecida sobre suelo europeo que somos, también nos encontramos ante esta decisión. También es nuestra responsabilidad meditar y recapacitar de qué manera podemos servir y ayudar a las personas que hasta ahora continúan llegando al continente, o por el contrario, sustraernos de esta realidad, callar e ignorar, lo cual es equiparable en estos términos a perseguir, rechazar u odiar.
Es por ello que la respuesta que los cristianos demos, como individuos y colectivo eclesial, a una situación como la de los refugiados, será una evidencia de la medida en la que participamos de los sufrimientos del mundo. De hasta qué punto hemos comprendido y aceptado a Jesús viniendo a ser partícipe de los dolores de la Tierra, padeciendo sin medida por ellos, cargándolos en sí y haciéndolos suyos. Y en este punto quisiera destacar una cita de un teólogo contemporáneo que sufrió la última época de grandes desplazamientos antes que la actual en sus propias carnes, Dietrich Bonhoeffer, el cual considera que “no es el rito lo que hace al cristiano, sino la participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo”.1
Contemplar esta realidad desde el inmovilismo y la asepsia tan sólo nos llevará a una actitud de hipocresía, donde se culpan a los gobiernos y los sistemas pero sin tomar parte de este injustificado dolor. Esto resultaría ser una gran crisis de la Iglesia, evidenciando su incapacidad de relacionarse y preocuparse por entender el mundo en el que se encuentra. Será en la medida en que tratemos de ser para los demás y de considerarles, como diría el mismo Bonhoeffer, por lo que sufren y no por hacen o su origen, cuando realmente se obtenga comunión del servicio, tanto con el Dios al que se sirve como con las personas a las que se sirve.
Lejos de ser una amenaza, la situación de las personas que llegan a Europa en búsqueda de una oportunidad de refugio debe contemplarse como un escenario más de esta cruel e injusta realidad, a cuya gestión todos aportamos nuestro esfuerzo (directa o indirectamente), pero que pone a prueba la disposición de la Iglesia a la constante vulnerabilidad de la sociedad con la que cohabita y sus aptitudes y valores cooperativistas, pacifistas, igualitarios, justos, compasivos y, ante todo, de amor. De ilimitado e incondicional amor por toda y todo prójimo.
1- "Resistencia o sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio", Dietrich Bonhoeffer (1943-1945).
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