Todos estamos en lista de espera. Ahí va la lista, avanzando lentamente, acortándose por delante, alargándose por atrás. Los que se van y los que llegan.
Las listas datan de fecha inmemoriales; siempre las ha habido y siempre las habrá, aquí y en el más allá. De ellas no se escapa nadie.
A finales de 1993 se estrenó «La lista de Schindler» película en la que, como se recordará, un improvisado industrial alemán confeccionó una lista con todos los nombres de judíos que pudo incorporar y la presentó a las autoridades nazis como el personal que requería para mantener su fábrica produciendo. De esta manera libró de la muerte a miles.
En Egipto, es posible que el faraón malo haya tenido también una lista con los nombres de los israelitas a los que mantenía como esclavos. Y que el propio Amán, de Persia, se haya provisto de una para cuando llegara el momento de exterminar a todos los judíos del reino.
En un terreno más doméstico, cuando mi esposa me mandaba a comprar al supermercado, tenía que ir con una lista en la mano y un bolígrafo en la otra; de lo contrario, terminaba comprando lo que no se me había encargado y dejado de comprar lo que sí.
Alguien me dijo, el día que me brindó sus condolencias por la partida de mi esposa, «todos estamos en lista de espera». Y esta es una gran verdad. Todos estamos en lista de espera. Ahí va la lista, avanzando lentamente, acortándose por delante, alargándose por atrás. Los que se van y los que llegan. Así lo determinó Dios y aunque cuando se va uno de los nuestros sufrimos, nos lamentamos y hasta llegamos a renegar de la vida, tenemos que reconocer que –desde el punto de vista de un proceso natural—es lo más inteligente que se haya inventado.
Algunos parten sin previo aviso; otros, anunciándolo a los cuatro vientos. Algunos, con su partida, provocan estallidos de alegría («Púdrete en el infierno, Mamo!»); otros, de profunda tristeza («Viejo, mi querido viejo/ ahora ya caminas lento/ Yo soy tu sangre, mi viejo/ soy tu silencio y tu tiempo»).
En la Biblia tenemos el caso de un rey, Ezequías, que cuando Dios le mandó a decir con el profeta que pusiera en orden su casa porque tenía los días contados («Pon tu casa en orden porque morirás y no vivirás» Isaías 38.1) se aferró tanto a la vida que lloró amargamente, hasta que Dios se compadeció y le hizo llegar otro mensaje en el que le decía que le daría quince años más.
Con el caso del rey Ezequías, entramos en un terreno en el que a veces opinamos sobre algo que si bien es muy atingente a nuestra vida –por lo cual nadie puede ser criticado– no deja, a la misma vez, de ser polémico y difícil de aprehender, toda vez que la Biblia no es muy generosa en los datos que nos pueda aportar.
Se trata de la incambiabilidad de Dios. No uso el término inmutabilidad porque me temo que al usarlo, estaría entrando en cierto terreno teológico que, para muchos que no somos teólogos sino simples escribidores, resulta no solo complicado sino hasta resbaladizo.
¿Cambia Dios o no? Hay quienes creen que Dios cambia. Y el caso de Ezequías pudiera ser un buen punto a favor de los que así piensan. Este escribidor, sin pretender entrar en profundidades teológicas aunque el tratamiento del tema lo meta en este terreno quieras que no, cree que Dios no cambia y que los cambios que ocurren y que se le pueden atribuir a él, ocurren dentro de su incambiabilidad. *
Y para fundamentar su opinión, toma como ejemplo el viento. Jesús expuso una gran verdad acerca del viento cuando dijo a Nicodemo: «El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va…». El viento puede tomar forma de brisa, de temporal, de huracán de “céfiro costipante” pero nunca deja de ser viento. Es, como dijo el biólogo, químico y economista francés Antonio Laurent Lavoisier refiriéndose a la materia: «La materia no cambia, solo se transforma». Aquí también hay inmutabilidad. **
Volvemos al caso de Ezequías. El que Dios le haya mandado a decir con el profeta que le daría otros quince años de vida, parece sugerir que este favor se lo hizo exclusivamente a él. Y que tienen razón los que, usando una expresión muy pueblerina, dicen: «A cada uno le llega su hora» o, «Nadie se muere la víspera». Sin duda que en este aserto hay una gran verdad, pero la inmutabilidad de la muerte tiene su mutabilidad; es decir, me atrevo a interpretar el gesto de «buen corazón» de Dios respecto de Ezequías, en que se ha dado antes de él y se sigue dando después de él. Solo que Dios no lo dice en cada caso. Ni lo manda a decir con nadie. Sencillamente lo ejecuta.
El fin de la vida de todo ser viviente, incluido el Universo con todos sus componentes, está predeterminado por Dios. Hay, sin embargo, variantes que, a mi juicio, responden a las mutabilidades del Inmutable. En nuestra limitada capacidad de entender los misterios de Dios, atribuimos tal o cual situación que se da en una persona a la casualidad, a la buena o a la mala suerte, o a que todavía no le había llegado la hora. Y no se nos ocurre pensar que es posible que Dios haya repetido lo que hizo con Ezequías.
Me simpatiza la idea de que el gesto que tuvo Dios con aquel rey lo viene repitiendo a lo largo de la historia no solo con gente buena como Ezequías quien figura en la historia bíblica como un buen rey, sino también con gente quizás no tan buena pero a la que ha querido regalarle algunos años con la esperanza de que puedan volverse a él de una vez y para siempre.
Ilustro mi punto con un ejemplo:
Hace unos días, falleció un amigo mío. Unos treinta años atrás tuvo su primer infarto. Nos encontrábamos visitándolo en su casa y, mientras conversábamos, se desplomó sobre el piso de la sala. Como pudimos, lo llevamos al hospital. Llegamos a tiempo. Desde entonces hasta ahora, sufrió varios infartos más. Siempre se llegó a tiempo a los hospitales. Buen hombre, incapaz de hacerle mal a nadie, ateo y autosuficiente, poco a poco fue aceptando nuestra palabra hasta que llegó a permitirnos orar en su mesa. Dios le prolongó la vida. En su caso, no fueron 15 sino más de 30 años. Tenía 84 cuando cerró los ojos para siempre. La ley de la muerte no cambia; lo que es posible que cambie son los plazos, como ocurrió con Ezequías.
«Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (Hebreos 9.27-28).
Un último pensamiento, el consejo de Dios a Ezequías sigue teniendo vigencia en el día de hoy para usted y para mí: «Ordena tu casa, porque de cierto, morirás». Y, a lo mejor, no haya 15 años extra.
*En un mundo donde todo parece estar sujeto a las circunstancias y a las conveniencias, la incambiabilidad de Dios se yergue como la seguridad inalterable de que sus promesas y su palabra no cambiarán. «Porque yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos» (Malaquías 13.6).
**Con esa frase nos enseñaron en el colegio la declaración de Lavoisier y es la frase que se nos quedó grabada. Hoy, revisando nuevamente aquella declaración, nos encontramos con que la frase difiere de la original, pues el sabio parece haber dicho: «La materia no se crea ni se destruye, solo se transforma».
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