Cristo no viene a un sitio arreglado por el camino ignaciano, ni por otro cualquiera, sino que viene al pecador como tal, en su más abyecta rebelión.
La semana anterior ya señalé de qué se trata, y de que al recordar asuntos de Historia no estamos colocando al Cristo en un aspecto más de ella, sino que la fe significa que él es el Señor de la Historia, y todo acontece por él y para él.
Eso no significa que lo planteado por el creyente en el camino de la existencia “es” la verdad. Pues todos somos de nuestro natural corruptos. Se trata del Cristo. Él es el Señor.
Este testimonio acerca de Jesús, pienso que debe asumirse en la confesión (tan rechazada por tantos que se llaman cristianos) de que Cristo, como Hijo de Dios, como la segunda persona de la Trinidad (en el lenguaje normalizado de la Teología) es también el Dios del Antiguo Testamento.
No se puede separar un Dios que hace las cosas narradas en lo que llamamos Antiguo Testamento de otro que sería propio del Nuevo. Solo hay un Dios, y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son ese Dios, eterno e inmutable, que tiene todo poder.
Cristo es el Redentor. Para ello tenemos el testimonio de la Escritura de que debía tomar nuestra existencia, nuestro natural; y le fue dado cuerpo, que lo toma de María. Su condición humana, sin embargo, no ha reducido su divinidad, ni tampoco esa divinidad ha convertido a la humanidad de Cristo en divinidad.
Su humanidad es humanidad, no divinidad. Por eso, al ascender a los cielos, no está aquí. Como Dios está en todas partes; como el Hijo que toma nuestra existencia, a la derecha del Padre, hasta que venga al final para el final Juicio. No está aquí. Es Señor de todo, pero no está aquí.
Con nosotros los creyentes está ahora el Espíritu Santo. El mismo Dios del Antiguo Testamento, con el Padre y el Hijo. Ése es el Dios que vive en la comunidad cristiana, en cada redimido. El Dios soberano que aparece revelado, por ejemplo, en el Apocalipsis. Realmente, y esto sería muy útil reconocerlo para no caer en errores, cada creyente, tú y yo, cada uno, es el objeto de esa revelación. Nuestra redención y nuestro particular apocalipsis.
Todo ese proceso, toda esa Historia, toda la victoria en ese libro revelada, es la fe de cada uno, es la victoria de cada creyente, y la derrota de los enemigos del que triunfó en la cruz.
Esos enemigos han acudido siempre contra el Señor, en el Antiguo o Nuevo Testamento. Ahora igual. Uno de ellos, Ignacio, quiso quitar la gloria del Resucitado “para mayor gloria” de ese que aparece señalado por Cristo, al que Ignacio llama “Dios”, su dios, su papa, su iglesia jerárquica, que para él todo eso es uno solo. Y dispuso su camino, el camino ignaciano.
Se trata de con sus artes disponer el alma del pecador para que, cambiado, pueda reinar Cristo en él. Con sus métodos, sus “ejercicios espirituales”, que reflejan su propia experiencia, Ignacio propone a sus “directores” que podrán arreglar la casa del pecador para que el Resucitado pueda entrar.
Esos métodos incluyen reflexiones, silencios, análisis retrospectivos, todo ello aliñado con humana sicología, incluso lágrimas, muchas lágrimas (las famosas ignacianas), para conseguir cambiar al pecador. Entonces puede venir el Resucitado y reinar en esa alma.
Con esos métodos, igual que en el desierto el tentador, usando la Escritura, se le dice al Señor que “puede reinar”. Gracias al trabajo de su siervo (realmente, no se olvide, siervo de la iglesia romana jerárquica, sin la cual no hay Cristo posible: ella hace al Cristo), ahora el Hijo de Dios podrá tener unas almas donde posar su cabeza.
Vean el discurso: preparar el pecador, conseguir que se arrepienta, que llore, que cambie, que quite lo pecaminoso y contrario a Dios, para que Cristo pueda reinar en él. (Discurso que, dicho sea de paso, “suena” al que se oye en algunas iglesias evangélicas, por eso habrá ecumenismo siempre frente al reino de Cristo.)
Pero ese discurso nada tiene que ver con el Evangelio. En el Evangelio es Cristo el que actúa por su Espíritu, o si lo quieren de otro modo, es el Espíritu Santo el que actúa, por sí, como Dios, y produce la comunión con el Cristo. No son los métodos humanos, aunque usen la Escritura (y otros añadidos, claro está), los que producen la comunión.
Cristo no viene a un sitio que ha sido arreglado por el camino ignaciano, ni por otro cualquiera, sino que viene al pecador como tal, y se lo encuentra en su más abyecta rebelión, siempre, a todos.
Pero resulta que a ese pecador ya ha venido antes de encontrarse con él en su historia personal, concreta, histórica, y lo tomó al tomar su pecado, y por él se hizo pecado, y ahora viene como el Vencedor y, de nuevo solo, por su Espíritu, entra en la comunión que él preparó en la cruz, en la tumba y en la resurrección. Solo, sin intermediarios, sin caminos de salvación fuera de su propia obra, hecha una vez para siempre.
Pongo el ejemplo de Ignacio, pero podrían ser otros semejantes. Cada uno con sus métodos, cada uno con sus “caminos”. Están en todas las iglesias, como ya aparece en las de Galacia. Cristo es Salvador si el pecador prepara el camino, le prepara la casa. En esos gálatas, el error era pensar que sin los rituales de la Ley no era posible la salvación de Cristo; su cruz, por lo tanto, quedaba mediada por los rituales, y los que tenía que realizarlos, que esos no pueden faltar.
Ahora sigue el asunto igual. Cristo será Salvador solo si el pecador hace esto o aquello, con ayuda de esta institución o aquella. Vean a Roma con sus liturgias, y a sus hermanas las otras iglesias de obras, donde Cristo siempre está fuera esperando que le dejen entrar por algún camino por los hombres establezcan.
Pero este no es el que resucitó. Este Cristo que esos presentan no ha resucitado, ni vencido, ni nada. Es un ídolo que tiene que ser llevado o traído por las manos humanas. El nuestro, el que se encuentra con los suyos por los que se entregó en la cruz, no necesita caminos. Tomando un símil militar (que puede servir por aquello de la milicia ignaciana), los que tienen un “evangelio” que supone decirle al pecador que ellos le enviaran algún director para que arregle su alma, y luego así podrá reinar Cristo, es como si tuvieran ellos que tomar una ciudad, su evangelio es precisamente que ellos están allí, y la tomarán, la conquistarán, que eso será lo bueno para la ciudad, porque cuando ellos la venzan y la arreglen, entonces podrá venir el Cristo y entrar en ella a reinar.
La buena noticia está mezclada, lo primero son ellos, los del camino, los directores, los religiosos de turno; con ellos se salvarán los de la ciudad (por supuesto, si fracasan, ha fracasado el Cristo que ya no podrá entrar en la ciudad) cuando, tras su victoria, pueda acudir Cristo “victorioso”. Pero ese es el evangelio del tentador, al que Cristo venció. El Evangelio de nuestra salvación no es la buena noticia de que tenemos el camino ignaciano, o cualquiera otro, romano o protestante, sino la buena noticia de que Cristo ya ha vencido a nuestra condenación, y nos ha salvado de la muerte. Él, él sólo.
Esa es la única noticia de salvación que permanece. Las otras son como la flor de la hierba, de apariencia por unos días. La alegría, el júbilo del pecador, no es que viene ante él uno que trae un método de salvación, para que luego Cristo pueda actuar, sino de que Cristo mismo ya tomó esa ciudad en la cruz, y te informa de ello con sus promesas, con sus requerimientos, con sus llamamientos, que son los medios de testimonio, de “evangelismo”, que usa nuestra Redentor, y oímos esa voz que nos dice, no que nos arreglemos, sino que ya nos ha arreglado. Que ya no hay condenación.
Es Cristo el que entra en el pecador, porque ya entró en él hecho pecado; y lo tomó en sus hombros, se hizo uno con él, y lo llevó a la cruz, y murió y fue enterrado con él, y con él resucitó. Esa es su gloria. Que aplasta a la de todos los formadores de imágenes, a la de todos los formadores de “evangelios” de humana fortaleza, que dependen de que alguien arregle. Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.
¿Entonces eso significa que Cristo salva a los que quiere? Ponlo como quieras. Pero Cristo salva a los que ha salvado porque los llevó con él en la cruz. Por eso hay Evangelio, si no estaríamos todavía en la condenación; a expensas de algún maestro que no muestre un camino para arreglarnos. Y a esos por los que se entregó, (por los que me diste, ¿recuerdan?) se presenta por su Espíritu en su historia personal, en su existencia, y entra a su comunión, y no hay condenación para los que estamos con él. Y sin esa obra no hay salvación. Y esto es el Evangelio, el Evangelio del poder de Dios, no el de los métodos humanos.
¿Entonces el pecador no participa? Ponlo como quieras. Pero la obra, toda, es de Cristo. Participamos, si quieres usar el término, solo en cuanto fuimos hecho uno con él en el pecado, por nosotros se hizo él pecado, esa es la mutua “participación”; pero esa participación es ajena, ya se hizo en la cruz, y luego nos avisa el Evangelio de que se ha producido. Con él fuimos crucificados, muertos, sepultados y resucitados.
¿Entonces cómo evangelizamos? Pues anunciando el Evangelio, el de Cristo, no los caminos de tantos ignacios como han surgido en la Historia. Diciendo al pecador que Cristo ha tomado la ciudad (=cada uno de nosotros los creyentes), y la ha resucitado, y ha sido hecha nueva, y ya no perece jamás, porque el que no perece jamás la tiene en su comunión, es parte de él, su cuerpo.
¿Pero con este Evangelio no se puede anunciar la responsabilidad humana? Ponlo como quieras, pero nunca ese Evangelio, el de la victoria de Cristo, asume que los pecadores son irresponsables. Precisamente ese Evangelio presenta la gran responsabilidad humana, y que Cristo juzgará a todos sus enemigos, esos que han engañado al mundo predicando un evangelio falso; esos que le han dicho al pecador que él es imprescindible para que Cristo pueda ser Señor. Y esos enemigos del Evangelio de la salvación están en todas las iglesias; con esos falsos evangelios se han formado y se fortalecen; pero es como la flor de la hierba, ya, ya se seca. Pero la Palabra permanece para siempre, y esa la hemos recibido por el Evangelio.
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