Con todos se encuentra, porque por todos los suyos se entregó. Ya los conoce porque llevó su nombre, porque por su nombre de muerte murió para que ahora tengan el nombre nuevo.
En la portada de este medio, en la sección SOCIEDAD, aparece que “Francisco celebra 500 años de Contrarreforma”. En los tags relacionados se indica uno de “Ignacio de Loyola”, me he metido y vi que aparecen varios artículos míos de hace dos años (de junio a agosto) sobre el jesuitismo. Se los recomiendo, son muy útiles. Los he vuelto a leer (normalmente no guardo nada de lo que escribo).
Me he vuelto, pues, a encontrar con esas reflexiones, y sirven para encontrarme de nuevo con la fe, mejor dicho, para que la fe me encuentre. De eso se trata.
Porque si miramos la realidad de nuestra historia reciente en lo tocante a libertades y, sobre todo, a la sumisión miserable de tantos a la mano vaticana, no es por interés en esa parcela, que ya lo dijo nuestro Casiodoro de Reina, que investigar al papado es útil en la medida que se investiga un cadáver, para saber de qué murió y evitar sus males. Aunque, en un sentido, por eso de los siervos de la Antigua, es un “viviente”, es decir, que todavía tiene efectos de muerte.
Además, por si alguien imagina que aquí pongo una forma religiosa frente a otra, afirmo desde ya que al analizar la muerte del papado, su corrupción y rebelión, estoy viendo mi propia naturaleza.
Y me alegro, con todos los redimidos, de que Dios me haya librado de su poder y condenación. Pero es mi naturaleza, eso sería yo dejado a mis propias fuerzas.
Efectivamente, Cristo se encuentra con nosotros en cada instante, eso es el camino de la fe, lo que nos viene, y nos viene siempre la Vida, y nos encuentra siempre con algo de nuestra muerte, hasta el momento cuando ya abandonemos el cuerpo, que no es malo de por sí frente a un “espíritu” bueno, sino que es el modo de existir en este momento de pecado, que acaba con la muerte física.
Ese encuentro de Cristo con cada uno de sus redimidos es por su Espíritu, porque él no está aquí, y menos de todo metido en algún sagrario por la voz mágica de algún sacerdote; y es el encuentro de Dios mismo con su pueblo.
Ya estaba antes el Cristo con cada uno de los que el Padre le dio, can cada uno, sin faltar nadie, en la cruz, porque llevó la existencia de cada uno, de cada uno, toda su existencia, toda su historia, toda su corrupción, de cada uno, sin faltar nadie.
Nos conoce por nombre porque por nombre se hizo pecado por cada uno, y ese nombre es todo nuestro ser, con todo lo que eso implica. Y luego se encuentra cada día con los que llevó en la cruz, antes y después, porque ahí están todos. Y se los encuentra. Se imaginan el gozo del Redentor y de los suyos. Tomar de la mano al que llevó en la cruz, por el que dio su vida, por el que se hizo pecado. Eso hace Cristo por su Espíritu.
Ahora en mejor condición que en la época ceremonial, aunque haya tantos que la añoren y renueven cada día en sus normas eclesiásticas, con algunos pastorcillos/as reconvertidos en sacerdotes de rito, que piensan que son imprescindibles para el culto, o lo que es peor, para la comunión.
Efectivamente en la época de las sombras de las ceremonias Dios se encuentra con los suyos en esas ceremonias, no son, pues vacías, pero venido lo perfecto, las sombras ya no son sino estorbo. Ahora Dios se encuentra con nosotros por su Hijo, siempre con su Palabra, que indica la ceremonia antes, y ahora el Evangelio de la libertad, donde no hay ni un solo rito.
En día y hora se encontró el Redentor con el que había llevado en la cruz, por el que se había hecho pecado, cuando viajaba desde Jerusalén, funcionario notable, y se encontró con él por medio de la Escritura y por el bueno de Felipe, y luego siguió su camino.
El primer gentil convertido; era negro. Y no se incorporó a la iglesia de Jerusalén, sino que siguió su camino, gozoso. Se encontró en el camino directamente con el judío perseguidor, y Saulo lo encontró ahora en la Escritura que él leía tanto. Y todo en medio de la iglesia, de la comunidad.
Se encontró el Redentor, otra vez más, y tantas, con el Pedro que no es el papa, en casa del notable Cornelio, con su casa, y Cornelio se encontró con el Redentor por medio de Pedro, y Pedro por medio de Cornelio: la iglesia, la comunidad. Porque no se encuentra el Redentor con algo ajeno, excluido de su cuerpo, sino con sus miembros.
Y se encuentra con ellos en su condición. Con Pedro ya apóstol, para enseñarle, para mostrarse más a él, por su Espíritu, por su Escritura (por su conocimiento verdadero, no el de los fariseos, pero que todos tenemos por naturaleza, como el propio Pedro, después de tantos años, todavía no entendía que los gentiles son también parte del cuerpo), por medio de Cornelio y su familia, y la familia, todos en un encuentro de comunión. Y hubo gozo porque había salvación.
Al encontrarse Cristo con Pedro y Cornelio, se encuentra con nosotros en la lectura y recuerdo de ese hecho vivo, ahora mismo lo sigue haciendo, cuando leemos.
Y se encuentra el Redentor con los que había llevado en la cruz, por los que se había hecho pecado que vivían en Antioquía. Por medio de unos que hablaron también a los griegos. Esos fueron los mediadores de este encuentro, y del encuentro que tenemos con ese hecho trascendental todos nosotros hasta el día de hoy.
Cristo también se encuentra con nosotros cuando lo hace con los suyos en Antioquía. Y lo sigue haciendo cuando te encuentra a ti donde estés. Cuántos en China, aquí o allá. No falta ni uno, con todos se encuentra, porque por todos los suyos se entregó. Ya los conoce porque llevó su nombre, porque por su nombre de muerte murió para que ahora tengan el nombre nuevo, y canten el cántico nuevo.
Siempre en comunión; él, él solo. En la cruz y luego en la Historia. El Apocalipsis de cada uno, su revelación, su conocer al Redentor en su victoria, y recordar su muerte y predicar su vida. Porque recordar su muerte es hacerlo con la nuestra, pues por eso murió.
Termino esta reflexión, para anotar que de esto es de lo que se trata, de que Cristo se sigue encontrando con los suyos, que son también “nuestros”, en la mesa de comunión, la suya, la del Espíritu, y no falta nadie.
Y está su Iglesia sin mancha, sin arruga… (la otra es la del purgatorio, ésa es la papal), pero siempre nos encuentra con nuestro tiempo, con nuestra miseria, y nos vuelve a decir: “Vive”, y nos vuelve a limpiar nuestras sangres de inmundicia, siempre, siempre; y nos viste para la unión, nos da sus ropas, nos da su justicia, él, él solo. También hoy, aquí en España. De eso se trata. De Cristo y su obra.
No puedo acabar sin recordar el espacio en el que tantas veces me encontré con mi Redentor. En tantos lugares de las Españas, por ejemplo, en esta misma ciudad, con los de la iglesia chiquita, con nuestros hermanos, con sus circunstancias. Grandeza. Se encontró él con ellos (y ellas, tantas, tantas) en sus miedos, en sus dudas, en sus cantos, en sus miserias; y nosotros nos encontramos con el Redentor en ese mismo encuentro.
Y nos encontramos con nuestra propia existencia, nuestro natural, y asumimos que no somos distintos a los que quedaron del lado del “triunfo” de la Inquisición, pero nos salvó cuando éramos enemigos. En ese juicio público contra la fe, en ese “auto” de la fe de la Antigua, nos encontramos con el que la ha matado, y nos da su justicia, y su vida, eterna; pero también nos encontramos con nosotros mismos.
De nuestro natural estaríamos contra los nuestros. Oh miseria. Pero el Redentor nos puso con los suyos, y nos encuentra cada día, en nuestras circunstancias, y nos conoce, y nos llama por nombre. Y nos da el gozo de su presencia.
Cada instante me encuentras, te encuentro, y te veo mi Redentor en tu grandeza, en tu gloria. También al encontrarte, me encuentro con mi existencia, y me conozco en la miseria, al conocerte, porque tú eres mi pecado, te hiciste pecado por mí, sólo en ti puedo verlo en su muerte, porque tuviste que morir. Y me gozo con todos los que hoy sigues encontrando, de todo pueblo, nación o lengua, porque me alegro en tus obras…
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