Con estas notas sobre acontecimientos del pasado reciente no se pretende más que ordenar la perspectiva para actuar en el presente y seguir con buen paso al futuro.
El papado ha tenido en nuestro suelo, por siglos, la pretensión de que aquí no se puede desarrollar nada bueno si no es como sujeción a su autoridad. Siempre. El XIX, ya lo vemos, incluso en el primer momento de inicio de talante de libertades, se somete en la constitución del 12 al dictado papal. En su artículo 12 establecía: “La Religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Igual siguieron las demás. De tal manera que en España la libertad política nunca ha supuesto libertad religiosa. Pretender construir la una sin la otra es tarea imposible, y esa es nuestra Historia. Que ya se sabe cómo incluso el “moderno” León XIII dispuso las relaciones con los Estados, que todos, como siervos de Dios, debían profesar públicamente la verdadera religión (si no, serían siervos del diablo), por supuesto la papal, cuya doctrina debe impregnar todos los ámbitos del Estado.
La libertad religiosa en España siempre se ha topado con el interés del papado. Así lo tenemos en la constitución de 1931, en la que se establecía un modelo de libertad religiosa intolerable para esa institución. Y ya vimos cómo acabó aquello. Aunque sea también cierto que no se actuó con mucha sabiduría por parte de los defensores de dicha constitución, que pensaron que la sociedad cambiaría por su sola existencia y aplicación.
El problema religioso (la presencia de poder del papado) fue clave en el derribo de la república. Se formuló un texto constitucional tan excluyente en esa materia de presencia del papado, tan radical, que incluso los moderados tuvieron que rechazarlo (en concreto su artículo 26). La cosa estaba bien pintada, pero en la práctica la cosa no pintaba bien. Se había comenzado con una “legitimidad” dudosa, al conferir carácter de plebiscito a unas elecciones municipales [algo suena ahora en Cataluña], y luego a descartar pintura más matizada en la cuestión religiosa (=poder del papado en España). Debe decirse también, que incluso la más matizada pintura que en la constitución hiciera que el papado no siguiera con todo su poder, produjo la más airada respuesta de su representante, que ya avisó que esto olía a guerra.
Azaña, en el congreso de Acción Republicana, había avisado de qué era el asunto primordial en eso de “problema religioso”, que no está mal, pero me parece que estaba mal ubicado. “¿Qué es el problema religioso? ¿Es la libertad de conciencia concedida a los españoles? Esto se escribe en una ley y se pasa a otro asunto. ¿Qué es el problema religioso? Repito, ¿concretamente el de nuestras relaciones con la Iglesia Católica o la situación de las órdenes religiosas? Ese no es un problema religioso, no debemos emplear una palabra tan solemne como la de religión para explicar las relaciones de los Estados con sus propios súbditos, cualquiera que sean el traje que vistan: las relaciones del Estado republicano español con las potestades extranjeras, de cualquier orden que sean. El problema religioso es un problema íntimo de conciencia, pero no es un problema político, y nosotros hablamos aquí como políticos o legisladores, no como creyentes. De suerte que el que suele llamarse problema religioso se reduce a un problema de gobierno, es decir, a la actitud del Estado frente a un cierto número de ciudadanos que visten hábito talar y a las relaciones del Estado con una Potencia extranjera que es la católica romana.”
La clave de ese artículo 26 era que no se limitaba a declarar la libertad religiosa, que nunca antes lo hizo constitución alguna en España, sino que establecía el laicismo: el Estado no reconoce ni subvenciona a ninguna religión. Es decir, que frente a lo que en la actualidad suena tanto, el Estado de la República no debería tener relaciones ni acuerdos de cooperación con ninguna iglesia. En consecuencia, con un plazo de dos años, se eliminó la subvención al papado; la enseñanza se unificó y debía ser laica; laico también el lugar donde te entierran; laico el matrimonio. La guerra.
Y fue la guerra; y ganó Franco. Y se restablecieron los buenos cimientos de España, que volvía a ser un Estado confesional papista. Todo bien, España una y libre de libertades. Por fin los papeles: el concordato de 1953. Franco en su cuartel tenía que disponer de los capellanes; se estableció que los obispos los proponía él. Ayuda mutua. Los clérigos disponían de fuero propio (no los podía juzgar el Estado español, sino el Estado vaticano). Pero vino el concilio Vaticano II y aquí cogió con el pie cambiado a los que desfilaban en la permanente victoria. Era instancia del concilio que se separasen las entidades estatales y eclesiásticas, y se favoreciese la libertad religiosa. Era un nuevo, y obligado, discurso para poder mantener el poder mundial. Poder con nuevos modales.
Aquellas leyes fundamentales, nacidas del Movimiento Nacional, con su declaración de principios (aprobados en 1958): “La Nación española considera timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará la legislación”, ahora se ven forzadas a modificarse según ha instado la verdadera, con alguna señal de la verdad de las finanzas e intereses internacionales, y se proclamó una ley de “libertad religiosa”, de asociaciones religiosas más bien, en 1967.
Y llegamos a la transición. Y justo a los pocos días del nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, en julio de 1976, se firmó un acuerdo entre el Estado y la Iglesia Católica. Cómo sería la cosa aquí, que se diera esa premura. El Estado renunciaba a la presentación de obispos y el papado al privilegio de fuero (ese por el que los clérigos españoles solo podían ser enjuiciados por su Estado, el vaticano). La constitución del 78 todavía no puede ser referente, pero ya se ha comprometido el Estado con el papado, aunque sea en los favorables términos del Vaticano II (digo favorables, por comparación con otras épocas), es decir, asumir la mutua independencia, eso sí, con una “sana colaboración” entre ambos, y reconocer ambos igualmente el derecho civil a la libertad religiosa. En los estudios de estos sucesos se suele destacar la importancia de un añadido a ese acuerdo, y es que se recordaba que el Estado Español ya reconocía en su mismo ordenamiento (el preconstitucional, el franquista, vamos) que se tienen que establecer las normas adecuadas al hecho religioso de España, es decir, que la mayoría del pueblo español (cinismo: es que no se podía ser de otra manera) profesa la religión católica, pues era necesario (que se trata de con Vaticano II, o como sea, conservar y acrecentar el poder) regular mediante Acuerdos específicos los asuntos de interés común surgidos tras el concordato de 1953.
De manera que el Estado español, antes de siquiera tener un borrador de constitución, ya tenía un Acuerdo con el papado, en el que se comprometía a formalizar los acuerdos que fueren menester para dar al papado su lugar de poder, con una nueva fórmula jurídica que no tuviera como referente el concordato, adaptada a la nueva situación política. Todo ello antes de la constitución. Y algo esencial para entender nuestro tiempo, en este compromiso la iglesia papal queda fuera de toda posibilidad de equiparación con otras iglesias; de ningún modo se las puede equiparar en un régimen común o general. Y esto antes de la constitución, pero con el Gobierno legítimo del Estado. [Este Acuerdo es el fundamento de los posteriores “acuerdos de cooperación con el Estado” aún vigentes.]
Y se materializa el borrador de constitución. De nuevo el asunto de la libertad religiosa. Al principio se propuso, por supuesto sin mención expresa de la Iglesia Católica, como luego quedó, la no confesionalidad del Estado, y que se “garantizaba la libertad religiosa y de cultos así como la de profesión filosófica o ideológica, con la única limitación del orden público protegido por las leyes”. Realmente estaba muy bien, pero al final salió la que tenemos, con mención expresa de la Iglesia Católica.
No entro en detalles, pero esta inclusión tiene su lógica en el Acuerdo anterior. Resulta, guste más o menos, que la constitución tenía que adaptarse en ese apartado a algo previo. No era, pues, constituyente, sino que se constituyó sobre algo extra, anterior. Se hizo una constitución adaptada a los intereses del papado. Pero la formulación, faltaría más, incluía a otras confesiones. Las otras confesiones, como eso no tenía forma material, tuvieron que adaptarse a la constitución. Y se formó la Ferede.
Esto no solo suponía un asunto interno, era cuestión de relación internacional. España pretendía aunarse con las naciones europeas, y eso suponía un ordenamiento de la libertad religiosa. Y en ese terreno quedaba bastante al descubierto la cara, más o menos dura, de preferencia por el papado y, en la práctica, sustento del mismo. Vaya que el término “discriminación” no estaba lejos de los argumentos en el extranjero. Había que solucionarlo; y propusieron a las otras confesiones que se organizaran para tener con ellas también acuerdos de cooperación. Miseria; miseria; miseria. Y algunos tan contentos. Fue una jugada política para seguir sosteniendo el poder del papado. En esto el Partido Socialista ha sido un peón impagable, aunque le paguen con el ridículo. [Una curiosidad: el ponente constitucional socialista, Peces Barba, incluso abandonó la mesa cuando pusieron encima la inclusión expresa del papado en el artículo de libertad religiosa; luego se incorporó y quedó como está. Pero el Partido Comunista fue desde el principio favorable a la inclusión expresa del papado. Curiosidades.]
¿Y para qué todo esto? Pues para recordar, es mi posición, que los acuerdos de cooperación son un engaño a las otras confesiones para seguir sosteniendo a la papal.
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