Los políticos de la Transición aprendieron: al papado no se toca. Y no se tocó.
Las realidades se imponen como tales. También se intentan imponer las falsificaciones. En el horizonte inmediato aquí nos vemos con el “problema de Cataluña”, una vez más. Seguro que hay una realidad. Seguro que no pocos escapan de la suya con banderas de tapadera.
De nuevo les recomiendo la lectura, el estudio, de un libro de excelencia. Historia del poder político en España, de José Luis Villacañas Berlanga, 2014 (se publicó en mayo y se agotó pronto, se espera reedición). Yo lo tengo de referencia en estas reflexiones. Sobre los previos a la 2ª República, quedaba claro que con matices respecto a cómo lograrlo, era evidente que se necesitaba cambiar la situación. Y era consenso que “aquella” monarquía no podría ser jamás medio para ello. En las deliberaciones respecto a soluciones, era normal que se hablase del problema de Cataluña como parte de ellas. España se hacía con Cataluña. Pero una Cataluña hecha a sí misma.
Por ejemplo, en la reunión, que luego fue dinamizadora, de San Sebastián, se trataron los pasos a seguir, con variaciones por los diferentes partícipes. Sobre la misma, cito a Villacañas: “Sin duda era una reunión reservada. Pero hay algo claro en ella: estaban catalanes, gallegos, se esperaba a los federales, por un lado; y estaban los republicanos unionistas, por otro, junto con importantes intelectuales centrales. Se tenía viva inquietud por saber qué se había dicho sobre Cataluña. En una nota adjunta se dijo que ese problema había quedado resuelto por unanimidad ‘en el sentido de que los reunidos aceptaban la presentación a unas Cortes constituyentes de un estatuto redactado libremente por Cataluña para regular su vida regional y sus relaciones con el Estado español’. Pero se añadía que ‘este acuerdo se hizo extensivo a todas aquellas otras regiones’ que sintieran la necesidad de hacer lo mismo. La clave era que la lista de derechos constitucionales debía ser única y establecida por las Cortes constituyentes, pues solo así se garantizaba la igualdad en las libertades públicas”. En recuerdos que nos recuerdan el presente, ante la situación concreta, tan miserable, donde no hay ni justicia ni libertad, ni aquella monarquía las quiere, no solo se tenía ese peso, sino que lo “más sangrante todavía era que, a pesar de la corrupción, la incompetencia y la incapacidad, se gobernara con jactancia, arrogancia y desvergüenza”. Con esos mimbres, el problema de Cataluña no se veía como factor de disolución, sino de solución, para el conjunto.
Esta nota la pongo por un hecho relevante que tiene lugar en el proceso de nuestra Transición, y que nos coloca en el ámbito del “problema” catalán. Cito de nuevo al profesor Villacañas: “Es sabido cómo reaccionó Suárez. Para hacer frente a la recién creada Asamblea de Parlamentarios de Cataluña, con mayoría socialista y comunista, trajo a Cataluña a Josep Tarradellas, el presidente de la Generalitat en el exilio. De este modo se reconocía que la Generalitat tenía una legitimidad originaria, no derivada de la Constitución futura de 1978. Se volvía a la situación de 1931, cuando Cataluña se había dado un Estatuto anterior a la Carta republicana, por mucho que luego fuera aprobado por las instancias centrales. Con los hechos en la mano, la Generalitat tiene un fundamento supraconstitucional, existencial, como la propia monarquía”. Así que, antes de la Constitución, se reconoció la legalidad de la Generalitat, asentada en su Estatuto de 1931. ¿Por qué los políticos actuales envueltos en banderas de independencia no recuerdan para nada esa legalidad? Seguramente porque ahí aparece la Generalitat, como gobierno, no el Estado catalán. Y eso entronca con la Historia, en la que con ese Estatuto se proclamó el 14 de abril de 1931, en el balcón del ayuntamiento de Barcelona, el Estado Catalán. Además, y ahí entroncamos nosotros con la historia de los últimos artículos: todo se hacía en medio de un repudio claro del papado, visto como mentor de las corruptelas y enemigo de la justicia y de la libertad que tanto se ansiaban. El gobierno provisional, debía romper los acuerdos con el papado del concordato de 1851. Eliminó, además, la obligatoriedad de ritos religiosos del papado en los cuarteles, y, lo más notable, quitar de la jerarquía papal el control de los planes de estudio. [¿Estamos en ese tiempo o en otro ahora?]
El papado preparó la defensa de su interés. Ya está la guerra civil. No solo por el papado, pero imposible sin su militancia y bendición de un bando. Y el posterior periodo de dictadura, con los premios propios, y la penitencia: a todos los que lucharon en el otro bando. Aquí no hubo una guerra que se acaba, quedó la penitencia, tan propia del papado. Lo cierto es que los políticos de la Transición aprendieron: al papado no se toca. Y no se tocó. Ya lo dije en otro artículo, no pocos de los dirigentes de uno u otro sector político se formaron con el papado, eso sí, con formas y discursos nuevos. Y ahora seguimos, y les pongo el “problema” de Cataluña como simple reflexión: el papado con las dos banderas, al final, las considera a su servicio. Con la unidad nacional; con el independentismo. Quien gane, gana. ¿Por qué no hay expresa declaración sobre los proyectos de independencia unidos a las próximas elecciones? Conviene estar a ver lo que sale: que ya le llevarán el anillo para que lo besen, a su estilo, a los ganadores.
Termino. ¿Es esto solo de España? Aquí lo tenemos como parte de nuestra historia, como la entidad que nos ha quitado la libertad y la justicia. ¿Ella sola? No, pero no sin ella. Con esto quiero resaltar que se la ha quitado a todos, también a sus súbditos. No se trata de sectores, sino de pueblo. Para todos, aúpa, de pie, gente libre. Pero, y les recuerdo solo un caso, lo mismo se puede conocer en la Historia de los Estados Unidos de América. Por supuesto, ahora le besan al papado la mano, en sus inicios, y eso está escrito de muchas formas, todos tuvieron gran prevención de que no se instalase el papado en sus tierras, por su enemistad manifiesta contra la libertad y la justicia, contra las libertades individuales y públicas.
Reconocido el contexto, d. v., seguimos la semana próxima, mirando qué hacer, incluso qué se ha hecho, porque anuncian, por ejemplo, 30 años del programa evangélico de televisión, y sin enterarnos. 30 años de ejemplo de que al papado no se le toca. Pero ya le toca.
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