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C.M. García
 

El Papa y la falta de libertades antes de la independencia

Los líderes de la gesta independentista en México fueron duramente combatidos por las fuerzas realistas, las que contaron con el decidido apoyo de las autoridades de la Iglesia católica.

KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 13 DE JULIO DE 2015 07:31 h
Ilustración de Miguel Hidalgo.

El Papa Francisco justificó el movimiento independentista latinoamericano del siglo XXI. En su reciente gira al continente con mayor población católica romana en el mundo, Francisco dijo ante la multitud que se concentró para seguir la misa oficiada por él que "el grito de Independencia de Hispanoamérica […] fue un grito, nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos y saqueados".



Algo que no mencionó el Papa fue cómo se construyó el sistema de falta de libertades y saqueo anterior a las luchas de Independencia. A fines del siglo XV y durante el XVI, antepasados suyos en el papado emitieron varias bulas en las que acordaron con sucesivos monarcas españoles la creación del patronato regio, por el cual a la monarquía española le fue reconocido por Roma el derecho de usar en su beneficio las tierras descubiertas y bajo su dominio en el Nuevo Mundo, a cambio la Corona se comprometió a cuidar que los indígenas fueran cristianizados.



Lo primero, la extracción de riquezas, fue todo un éxito a costa de la esclavización de los pueblos originarios latinoamericanos y la importación de esclavos africanos. Lo segundo, la supuesta cristianización, se hizo no a la manera de Cristo sino por medios impositivos y violentos, como bien demostró Bartolomé de las Casas en Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), y en su polémica en Valladolid (1550-1551) con el teólogo imperialista Juan Ginés de Sepulveda.



Pío VII, el Papa número 248, estuvo en el cargo del 14 de marzo de 1800 al 20 de julio de 1823 (Eamon Duffy, Saints and Sinners. A History of the Popes, Yale University Press, New Haven & London, 2001, p. 394). Durante esos años se desancadenó el proceso que llevaría a la Independencia de España a las naciones latinoamericanas.



El Papa Pío VII, “en deuda con las potencias de la Santa Alianza y en particular con el monarca español, predica la obediencia al rey Fernando y a los ‘españoles americanos’, respaldando así con su autoridad el absolutismo regio” (Rosa María Martínez de Codes, La Iglesia católica en la América independiente, siglo XIX, Editorial MAPFRE, Madrid, 1992, pp. 31-32).



En el caso mexicano los líderes de la gesta independentista fueron duramente combatidos por las fuerzas realistas, las que contaron con el decidido apoyo de las autoridades de la Iglesia católica para deslegitimar el movimiento en el que participaron varios sacerdotes identificados con las demandas populares. De esto no dijo algo el Papa Francisco.



La excomunión fue el último peldaño de un largo y cruento proceso estigmatizador. La jerarquía de la Iglesia católica novohispana trató con especial saña al sublevado Miguel Hidalgo y Costilla. Ahora, al igual que hace unos años en la víspera de cumplise el bicentenario del inicio de la gesta independentista, la cúpula eclesiástica exige que la historia sea confeccionada a su gusto, porque, según el liderazgo clerical, Hidalgo y José María Morelos y Pavón murieron reconciliados con la Iglesia que los excomulgó.



En 2007 la Cámara de Diputados creó una comision inútil y absurda. La conformaron para solicitar que la Iglesia católica levantara la pena de excomunión al padre Miguel Hidalgo y Costilla. Sin proponérselo (¿o si?), la solicitud se prestó para lavar la cara a la institución que echó mano de todos sus poderes para declarar hereje a quien inició el movimiento de Independencia en México.



En aquel entonces y con rapidez Norberto Rivera Carrera, arzobispo primado de México, dio instrucciones para que súbitamente se forjara una Comisión Histórica de la Arquidiócesis de México para revisar los expedientes excomulgatorios que pesaron contra los sacerdotes Miguel Hidalgo, José María Morelos y Pavón, entre otros que se enrolaron en la lucha independentista.



Fue entonces que el 18 de octubre de 2007, con inusitada celeridad, la tal comisión presentó sus conclusiones. Gustavo Watson (responsable de los archivos históricos de la Basílica de Guadalupe y de la Arquidiócesis) sentenció: “No se conocía muy bien el dictamen del caso, o no hubo difusión muy grande, pero ahora es el tiempo [ojo: nada más se tardaron dos siglos para saber cuándo era el momento oportuno, CMG] de sacar todas estas cosas que ya han sido publicadas. Que Hidalgo sí fue excomulgado, pero se le levantó esa excomunión en el momento mismo que se confesó y se arrepintió, y eso lo podemos afirmar porque nosotros tenemos el dictamen”.



Si Hidalgo se arrepintió entonces significa que, desde la óptica excomulgadora, la descalificación que de sus ideales y lucha independentistas hizo la Iglesia católica fue correcta. Porque el arrepentido, lógica clerical dixit, fue Hidalgo, no la casta sacerdotal que le impuso el castigo. Lo cual significa que todas y cada una de las acusaciones vertidas con saña en contra de él siguen vigentes. Elemental, mi querido (Gustavo) Watson, diría Sherlock Holmes.



No está de más recordar que Miguel Hidalgo padeció tanto un proceso militar como uno inquisitorial. Fue acusado de enemigo del régimen político y juzgado como hereje por la Iglesia católica romana. A los malabares interpretativos de Watson y el vocero de la Arquidiócesis de México, Hugo Valdemar –quien solicitó en el 2009 que en los libros escolares de texto distribuidos por la Secretaría de Educación Pública se diga que Hidalgo murió en el seno de la Iglesia católica– solamente hay que poner enfrente la abundante documentación que demuestra la persecución que desató la jerarquía católica de la época contra el insurrecto mayor, Miguel Hidalgo y Costilla.



El conglomerado político/religioso de la Nueva España echó a caminar toda su maquinaria para darle una condena ejemplar al cura que en la madrugada del 16 de septiembre de 1810 convocó al levantamiento del pueblo contra el dominio español.



Uno de los eclesiásticos que reaccionó con rapidez a la lucha encabezada por Hidalgo fue el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo. El 24 de septiembre de 1810 mandó publicar un edicto en el cual excomulgaba a Miguel Hidalgo y a cualquiera que hiciera causa con él: “usando de la autoridad que ejerzo como Obispo electo y Gobernador de esta Mitra, declaro que el referido D. Miguel Hidalgo, cura de Dolores y sus secuaces […] son perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrílegos y perjuros, y que han incurrido en la excomunión mayor del canon Siquis Suadente Diabolo […] Los declaro excomulgados vitandos, prohibiendo, como prohíbo, el que ninguno les dé socorro, auxilio y favor, bajo pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda”(citado por Laura Campos, https://lauracampos.wordpress.com/hidalgo-murio-excomulgado/).



No solamente el obispo de Michoacán decreto la excomunión contra Hidalgo, otros obispos del país hicieron lo mismo. Los términos usados para justificar la pena eclesiástica contra el cura rebelde fueron tajantes: “ […] Que el Padre que creó el hombre le maldiga; que el Hijo que sufrió por nosotros le maldiga; que el Espíritu Santo que se derrama en el bautismo le maldiga; que la Santa Cruz de la cual descendió Cristo triunfante sobre sus enemigos le maldiga; que María Santísima, Virgen siempre y Madre de Dios, le maldiga […] Sea condenado Miguel Hidalgo y Costilla en dondequiera que esté, ya sea en la casa, en el campo, en el bosque, en el agua o en la Iglesia. Sea maldito en vida y muerte. Sea maldito en todas las facultades de su cuerpo. Sea maldito comiendo y bebiendo, hambriento, sediento, ayunando, durmiendo, sentado, parado, trabajando o descansando y sangrando. Sea maldito interior y exteriormente; sea maldito en su pelo, sea maldito en su cerebro y en sus vértebras, en sus sienes, en sus mejillas, en sus mandíbulas, en su nariz, en sus dientes y muelas, en sus hombros, en sus manos y en sus dedos. Sea condenado en su boca, en su pecho, en su corazón, en sus entrañas y hasta en su mismo estómago. Sea maldito en sus riñones, en sus ingles, en sus muslos, en sus genitales, en sus caderas, en sus piernas, sus pies y uñas. Sea maldito en todas sus coyunturas y articulaciones de todos sus miembros; desde la corona de su cabeza hasta la planta de sus pies, no tenga un punto bueno. Que el Hijo de Dios viviente con toda su majestad, le maldiga, y que los cielos de todos los poderes que los mueven, se levanten contra él, le maldigan y le condenen, a menos que se arrepienta y haga penitencia. Amén, así sea, Amén” (Citado por Laura Campos, https://lauracampos.wordpress.com/hidalgo-murio-excomulgado/).



Pocas semanas después del llamado popular hecho por Hidalgo, la Inquisición cita al rebelde para que comparezca ante ella. En un edicto, que fue mandado fijar en las iglesias, se le considera depravado, desviado doctrinalmente, fornicario, soberbio, libertino, infiel, hipócrita, inicuo, enemigo de Dios, monstruo, apóstata, padrote (“hicisteis pacto con vuestra manceba de que os buscase mujeres para fornicar, y que para lo mismo le buscaríais a ella hombres”) y, ¡horror!, luterano: “Adoptáis la doctrina de Lutero en orden a la divina Eucaristía, y confesión auricular, negando la autenticidad de la Epístola de San Pablo a los de Corinto, y asegurando que la doctrina del Evangelio de este sacramento está mal entendida, en cuanto a que creemos la existencia de Jesucristo en él”. Es decir, según sus juzgadores, Hidalgo no creía en la transustanciación, no compartía que en la comunión estuviese realmente la sangre y el cuerpo de Cristo. Aunque Hidalgo fue acusado de ser luterano, no lo fue.



Hidalgo compareció ante la Inquisición después de que fue apresado (21 de marzo de 1811). A varios de sus compañeros civiles de insurrección los fusilaron antes que a él.



La condición sacerdotal de Miguel Hidalgo y Costilla hizo necesario, para poder enviarlo al paredón, que primero se le retiraran los hábitos clericales. Esto lo hizo con mucho gusto la Inquisición, que lo excomulgó y puso en manos de la justicia civil, justicia que a su vez estaba supeditada a las autoridades eclesiásticas. Previa excomunión, Hidalgo fue enviado a las mazmorras, de las que era sacado nada más para hacerlo comparecer ante sus jueces eclesiásticos, los que le sometieron a jornadas infamantes.



La degradación eclesiástica de Hidalgo fue realizada el 29 de julio de 1811, cuando “puesto de rodillas [… se] procedió a desnudarlo de todos los ornamentos de su órden, empezando por el último, y descendiendo gradualmente hasta el primero en la forma que prescribe el Romano Pontífice” (Luis González Obregón, Los procesos militar e inquisitorial del padre Hidalgo, Ediciones Fuente Cultura, México, 1953, p. 128). Su fusilamiento tuvo lugar al día siguiente, a las siete de la mañana.



Después de la ejecución su cuerpo fue exhibido en la plaza pública; por la tarde cercenaron la cabeza del cuerpo, la pusieron en una caja con sal, y la enviaron para que fuera colgada, junto con las de Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, en la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato.



Sus inquisidores obligaron al padre Hidalgo a estampar su firma en una retractación de sus errores. Esa es la base que hoy usan quienes sostienen que el reo murió reconciliado con la Iglesia católica. La abjuración le fue arrancada mediante anatemas y torturas. ¿Y de todos esto qué opina Francisco?


 

 


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