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Los armadillos: un problema para la evolución

Cada vez que se profundiza en el estudio científico de un determinado organismo, fluyen por doquier las evidencias a favor del diseño.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 20 DE JUNIO DE 2015 16:00 h
Armadillo. / Foto: Antonio Cruz.

Viajábamos por la carretera mexicana 180D que une Mérida con Cancún, en la península de Yucatán. Hacía poco que habíamos visitado la impresionante pirámide maya del templo de Kukulcán en Chichenitza, considerada por algunos como una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno. Estábamos algo cansados ya que además del largo recorrido a pie hacía un calor sofocante. Decidimos detener el vehículo ante un restaurante que publicitaba sus típicos menús junto a la carretera. Al bajar del auto, se acercaron a nosotros unos adolescentes que llevaban extraños animales, no sé si con intención de venderlos a los turistas o, simplemente, con la idea de que éstos pudieran fotografiarlos y conseguir así algunas propinas. El mayor de los muchachos aferraba con ambas manos un resignado armadillo que parecía comprender la importancia de su misión y colaboraba todo lo que podía. Le tomé una rápida instantánea, seguida por la entrega del correspondiente dólar, mientras los jóvenes agradecidos empezaban ya a mirar de reojo otros posibles clientes, entre los turistas que se acercaban curiosos. Ese fue mi primer encuentro real, hace ya casi quince años, con uno de estos enigmáticos animales.



Los armadillos pertenecen a un grupo de mamíferos sorprendentes que constituye un verdadero rompecabezas para la teoría de Darwin. Se trata de un conjunto variopinto de animales. Algunos carecen de dientes como los osos hormigueros; otros muestran una dentadura muy reducida y sin esmalte dental como los perezosos; mientras que ciertos armadillos poseen más de cien pequeños dientes (el doble que cualquier otro mamífero). Esto significa que el orden de los Desdentados, en el que se les ha clasificado, ni siquiera define perfectamente las variadas posibilidades que aportan tales mamíferos. El profesor evolucionista, R. J. G. Savage, jefe del Departamento de Geología en la Universidad de Bristol (Inglaterra) y uno de los mejores expertos del mundo en fósiles de mamíferos, escribe lo siguiente: “Todavía no se conoce cuál fue el origen de los desdentados, ni cómo se relacionan con el resto de los mamíferos. Se sigue debatiendo la cuestión de si todos descienden de un antepasado común o surgieron de grupos diferentes. La incertidumbre actual se refleja en la posición aislada que ocupa la línea de los desdentados en el cuadro evolutivo…”.1 El enigma de estos animales no sólo se debe a la ausencia de fósiles con los que relacionarlos, que hace imposible elaborar tentativos árboles genealógicos entre las distintas especies, sino, sobre todo, a las sorprendentes características fisiológicas que presentan los actuales grupos supervivientes.



Los rasgos morfológicos de los armadillos sorprendieron ya al mismísimo Carlos Linneo, el famoso naturalista sueco del siglo XVIII que fundó la taxonomía moderna, quien mostró su estupor al intentar clasificarlos adecuadamente. El problema fundamental, desde el punto de vista del darwinismo, es el mosaico de rasgos dispares que presentan. Se parecen a las tortugas por tener un caparazón o concha similar. Poseen numerosas escamas blindadas repartidas por amplias zonas de su cuerpo, como los cocodrilos. Sus orejas puntiagudas recuerdan a las de las mulas. Los ojos le dan un aspecto de cerdo en miniatura. Mientras que la cola es parecida a las de las ratas. Para colmo de afinidades, se reproducen de la misma manera que ciertos insectos2 y gusanos planos, mediante la llamada poliembrionía. Es decir, la formación de cuatro a doce embriones genéticamente idénticos a partir del mismo óvulo fecundado.3 Se trata pues de un auténtico conglomerado de características especiales que no resulta posible emparentar con ningún otro grupo conocido de mamíferos.



Los zoólogos han descrito veinte especies distintas de armadillos que, a su vez, han sido agrupadas en nueve géneros, todos del continente americano. Estos simpáticos e inquietos mamíferos acorazados pueden verse, generalmente de noche, desde Argentina hasta el sudeste de los Estados Unidos. Su tamaño oscila entre el de una ardilla y el de un pequeño cerdo. Se alimentan de invertebrados, insectos, plantas, carroña e incluso lagartijas y serpientes. Los machos suelen marcar el territorio con su orina, como hacen perros y felinos. Esta costumbre puede llegar a provocarles la muerte, tal como se comprobó las primeras veces que fueron recluidos en los zoos. Cada vez que se limpiaban las jaulas, los machos volvían a marcar su entorno y lo hacían con tal rigor que morían por deshidratación.4 Si se les acorrala, se defienden como la mayoría de los animales ya que poseen uñas afiladas, aunque es más probable que intenten huir y evitar el peligro. A pesar de la intensa persecución de que han sido objeto, -sobre todo por parte del ser humano ya que su carne es sabrosa y su estructura ósea se presta para la confección de utensilios- se reproducen bien y siguen siendo abundantes.



Lo primero que sorprende de los armadillos es, sin duda, la armadura que protege el cuerpo y les da nombre. Está formada por el desarrollo de placas óseas en la piel, recubiertas por escudos córneos y dispuestas en anillos alrededor del cuerpo.5 En algunos géneros, tales anillos permiten al animal enrollarse como una pelota. Se trata de un órgano lo suficientemente sólido como para poder fosilizar fácilmente cuando el armadillo muere. Esta es precisamente una de las cuestiones incómodas para la teoría de Darwin. Si dicha armadura ha evolucionado gradualmente a partir de un estado más simple de pre-armadura, como afirma el darwinismo, ¿por qué no existen fósiles de tales corazas intermedias? La reiterada excusa evolucionista de decir que “al estar formadas por tejidos blandos no han podido fosilizar”, no sirve en este caso. Es difícil de aceptar que semejantes estructuras no hayan quedado petrificadas en el subsuelo, si es que alguna vez existieron. Los caparazones de las tortugas, por ejemplo, a diferencia de las partes blandas, suelen estar bien representados en el registro fósil. Los huesos más sólidos y las partes duras de los esqueletos constituyen evidencias fósiles críticas, sumamente útiles, que abundan en las referencias paleontológicas. Sin embargo, nada de esto se ha encontrado a propósito de los amadillos.



De hecho, se poseen numerosos fósiles de armadillos desde el Paleoceno -hace unos 65 millones de años, según la cronología estándar-, que son prácticamente idénticos a los actuales. Se trata de un grupo muy antiguo que se ha separado poco del plan ancestral, por lo que se podrían considerar como “fósiles vivientes”. No evidencian ni rastro de variaciones significativas en sus placas óseas y escudos córneos. Si la teoría de la evolución de estos desdentados fuera cierta, esto no debería ser así. El gran zoólogo inglés, J. Z. Young, escribe al respecto: “Durante el Pleistoceno y períodos anteriores, además de los modernos armadillos había también armadillos gigantes. Los gliptodontos eran un tipo afín que se diferenciaron ya en el Eoceno superior, con un cráneo y caparazón compuesto de muchas pequeñas piezas fusionadas y algunas veces la bien conocida cola en forma de maza. Muestran una notable convergencia con las tortugas y algunos dinosaurios, y, probablemente, vivían en desiertos.”6 Algunas de estas especies, como Glyptodon cuyos fósiles se han encontrado en Argentina, tenían el tamaño de un automóvil pequeño y una coraza tan formidable como la de un tanque blindado del ejército. Se supone que los gliptodontes evolucionaron a partir de animales pequeños con aspecto de armadillo. Lo curioso es que las mismas formas reducidas de armadillos que supuestamente habrían dado lugar a tales gigantes del pasado, permanezcan vivas todavía hoy. ¿Caprichos de la selección natural?



La literatura científica guarda silencio acerca de cómo pudieron evolucionar los armadillos a partir de antepasados sin armadura. El darwinismo supone que deben tener una historia evolutiva muy larga y que descienden de mamíferos que debieron vivir hace unos 130 millones de años en América del Sur. Sin embargo, los fósiles hallados hasta la fecha no muestran evidencias de cambios significativos, ni de transiciones intermedias graduales de las placas óseas, que respalden dicha suposición. Si tan sólo hubiera fosilizado un animal de cada millón, los fósiles deberían ser comunes en las rocas sedimentarias. Pero, aunque tendría que haber miles de fósiles de transición, si en verdad se hubiera dado semejante evolución, lo cierto es que el registro fósil permanece mudo. ¿Habrá que pedir socorro a la hipótesis de los equilibrios puntuados y suponer que dicha evolución se produjo tan rápidamente que no dejó fósiles? ¿No se requiere fe para aceptar dicha creencia? Otra opción lógica sería pensar que tal transformación jamás se produjo y que los armadillos “aparecieron” sobre la faz de la tierra con parecida coraza a la que exhiben en la actualidad. Semejante tipo de armadillos pudieron después diversificarse (¿por microevolución?) y originar todas las especies que existen o han existido. Si, ya sé, esto no podría aceptarlo nunca el naturalismo metodológico que caracteriza la ciencia actual, y supone que todo ha tenido un origen exclusivamente natural. Además, sería como rendirse ante la realidad de un creador sobrenatural e inteligente que lo ha diseñado todo con sabiduría infinita. Pero, ¿y si la evidencia nos conduce en tal dirección?



El estudio de los fósiles, en ocasiones, nos hace perder de vista la gran importancia que tienen en los organismos los mecanismos fisiológicos, citológicos y bioquímicos. Los numerosos cambios en el diseño de tales estructuras y funciones que serían necesarios para hacer que un mamífero desarmado se convirtiera paulatinamente en un armadillo con coraza, suponen serias dificultades añadidas a este hipotético proceso. Cambios profundos en la respiración y asimilación de oxígeno a nivel celular; equilibrio entre los necesarios movimientos pulmonares y la rigidez de la coraza ósea; alteración de los mecanismos de termorregulación combinada con el metabolismo general; reproducción eficiente, a pesar de poseer una poliembrionía que reduce notablemente la diversidad genética de los descendientes ya que si un óvulo fecundado contiene una mutación perjudicial, todos los embriones heredarán el defecto, (¿cómo la supuesta selección natural habría favorecido un mecanismo reproductor tan poco ventajoso?), etc., etc. Todas estas transformaciones del diseño corporal, y muchas más, habrían sido imprescindibles en dicha evolución. Hay que tener en cuenta que, según el darwinismo, la única “inteligencia” que intervendría en todo este proceso sería exclusivamente la de la selección natural, actuando sobre las mutaciones aleatorias.



A pesar de todo, los actuales armadillos son capaces de sobrevivir y prosperar en condiciones difíciles ante la presión del ser humano, que es su principal enemigo. Gracias al reducido metabolismo que presentan pueden permanecer bajo el agua sin respirar hasta seis minutos.7 Son capaces de tragar aire e inflar su estómago hasta el doble de su capacidad habitual, con lo cual elevan significativamente la flotabilidad del cuerpo y esto les permite atravesar a nado pequeños arroyos o ríos. Si uno cae accidentalmente al agua sin haber tenido tiempo de realizar esta operación, se hunde hasta el fondo y empieza a caminar por él hasta que alcanza la orilla poniéndose a salvo. En los climas más fríos, pueden retener aire debajo de la armadura, con lo que reducen la pérdida de calor y soportan mejor los rigores del invierno. En fin, todo un cúmulo de propiedades que apuntan más hacia un diseño inteligente que a la simple casualidad.



Como zoólogo especializado en invertebrados (isópodos terrestres), puedo decir que cada vez que se profundiza en el estudio científico de un determinado organismo, fluyen por doquier las evidencias a favor del diseño. Tal es el caso de los simpáticos y curiosos armadillos, que ponen claramente al descubierto los serios problemas con los que se enfrenta hoy la teoría de la evolución.



 



1 R. J. G. Savage y otros, Enciclopedia de dinosaurios y animales prehistóricos, Plaza&Janes, Barcelona, 1991, p. 208.



2 P. -P. Grassé, Zoología, 1. Invertebrados, Toray-Masson, Barcelona, 1976, p. 679.



3 H. D’Ancona, Tratado de Zoología, Labor, Barcelona, 1970, T. 2, p. 974.



4 M. Burton & R. Burton, Enciclopedia de la vida animal, Bruguera, Barcelona, 1979, T. 2, p. 219.



5 J. Z. Young, La vida de los vertebrados, Omega, Barcelona, 1971, p. 487.



6 Ibíd.



7 J. Bergman, “Armadillos, Give Evolution Big Problems”, Dialogue Creation Science, Vol. 42/2, June, 2015.


 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

oikos
24/06/2015
16:51 h
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Gracias por el artículo. Me hizo recordar mis clases de arqueología en la universidad (Univ. de Buenos Aires), donde había que tener más fe para creer lo que te decían, sin prueba ninguna, que lo que dice la Palabra de Dios. bendiciones!!!!
 



 
 
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