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Razones para hacer el mal

Nos hemos acostumbrado a hacer el mal y nos lo permitimos en todas sus formas y expresiones.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 20 DE JUNIO DE 2015 22:05 h

La verdad es que cuando hace justamente una semana empecé a escribir el artículo “Razones para hacer el bien”, publicado en esta misma sección estos días atrás, nada auguraba que el que seguiría se titularía “Razones para hacer el mal”.



No pretendía, al contrario que en otras ocasiones, hacer ninguna serie de artículos o tratar temas que estuvieran especialmente relacionados. Sin embargo, he de reconocer que, en el último tiempo, se han ido alineando varios “planetas” para finalmente hoy terminemos hablando del tema que nos ocupa. En breve, en cualquier caso, lo van a entender.



No me negarán que hemos tenido un pistoletazo de salida para la legislatura que se ha iniciado en la alcaldía de Madrid digna de mención, a colación de los tuits que el ya exconcejal de cultura Guillermo Zapata había publicado tiempo atrás, a cuál de ellos más impresentable.



Parece bastante claro que, al margen del contexto en el que se produjeran esos comentarios en la red, la fortuna, la sensibilidad, el sentido común o la inteligencia emocional no figuran entre las virtudes del edil en cuestión.



Porque resulta que, para sorpresa mía, esto lo he escuchado muy poco esta semana, pero me parece el más elemental de los argumentos en contra del uso de este tipo de “gracias”, y es que esas frases nos debería doler decirlas incluso en broma, al margen de cuánto de negro sea el humor de cada cual.



Creo que lo que tenemos negro en muchas ocasiones es el alma, agarrotada, la conciencia, cauterizada de tanta sandez que nos rodea, el sentido común, oscurecido, y las “luces” que deberían caracterizarnos, sobre todo cuando tenemos un papel público, más que fundidas a todos los efectos.



En cualquier caso, lo de Guillermo Zapata, al margen de lo escandalizados que nos mostramos ante sus declaraciones y al margen también de sus disculpas, no es una excepción, ni por ello tiene menos importancia (aunque algunos directamente aludidos como Irene Villa, se lo hayan querido tomar con “sentido del humor”.



Me gustaría saber con qué “sentido del humor” hayan podido tomarse el mismo chiste los padres de las niñas de Alcasser, también aludidos por el mismo. Francamente, no sé en qué piensan algunos cuando hablan… aludidos o no. ¡Somos de un moderno…!).



Hoy mismo, escuchando la radio, particularmente al señor Monegal en el programa Julia en la Onda de Julia Otero (Onda Cero), comentaba lo desafortunado de las expresiones acerca de la etnia gitana en el programa Anclados, que ha emitido recientemente Telecinco con un share de total éxito (más de un 20% de audiencia, lo cual explica muchas cosas acerca de nuestro país, tristemente) y que ya ha recibido alguna denuncia, lógicamente, por parte del colectivo gitano.



Las frases, créanme, no tienen desperdicio (aunque, evidentemente, me niego a reproducirlas) y lo más sorprendente es que aún había radio-oyentes –y no eran pocos- que se atrevían a decir, con el mismo “buen hacer” que el señor Zapata, que estaban “sacadas de contexto”. Perdónenme ustedes, pero no existe NINGÚN contexto en el que esas frases puedan significar algo diferente que lo que significan, con lo que son, abierta y llanamente, ofensivas y denigrantes se miren por donde se miren.



Por no mencionar, perdónenme la expresión, que no tienen ni puñetera gracia, por mucha audiencia que despierten. Esto no son simplemente “clichés racistas” o “chistes negros” que ya deberíamos tener superados. Superar estas cosas es el mayor de nuestros dramas.



Y es que nos hemos acostumbrado a hacer el mal y nos lo permitimos en todas sus formas y expresiones (unas más políticamente correctas que otras, claro, porque matar no matamos, y robar, no robamos, parece). Seguimos en estas cosas porque todavía hay muchos alrededor que nos aplaudirán cuando las hagamos.



Y porque esa es nuestra naturaleza, que seguimos negando, por supuesto, porque así dormimos mucho más tranquilos. De otra forma, no nos soportaríamos. Nuestro poder para autojustificarnos, desde luego, no deja de crecer generación tras generación y se me antoja prácticamente infinito.



Según avanzaba la semana, por otra parte, cae en manos de mi hija una chapa con una de las frases estrella de uno de los videojuegos de moda, Assassins Creed, que reza literalmente “Fuck everything and become an assassin” (“Jódelo todo y conviértete en un asesino”).



Lógicamente, la chapa desaparece de mi casa, por razones creo que obvias, pero no sin antes hacerme la reflexión de cómo es posible que alguien pueda y quiera tener una chapa con tal mensaje, por muy de videojuego que sea, en su poder, sin que le haga daño en alguna parte (en las entrañas, en el estómago, en el corazón o en la mente).



Y no es cuestión de la edad, se lo aseguro, porque cuando le expliqué a mi hija por qué nos deshacíamos de ella, se quedó ojiplática al conocer el contenido de la dichosa chapa. Si hasta un niño es capaz de distinguir el bien del mal, cuánto más un adulto, si está dispuesto a ser verdaderamente honesto.



Se nos está cauterizando la conciencia a unas velocidades de vértigo si no se nos remueve nada ante estas cosas, que no dejan de ser muestras, botones, que representan una realidad mucho más amplia que nos rodea, que nos absorbe, de la cual incluso participamos, pero que no dejan de mostrarnos la podredumbre moral y ética del mundo en que vivimos que, sí, se encarga de disfrazar el mal de “sentido del humor”, “ingenuidad” o “diversión”, pero cuya raíz sigue siendo la misma en todos los casos: el mal que hay en nosotros y que nos conviene seguir negando porque, de otra forma, no podríamos soportarnos a nosotros mismos. No son cosas sin importancia, por mucho que tantos lo quieran pintar así. Es, simplemente, que ya no nos duele nada.



Quizá pensemos que no somos como “ellos”, pero “ellos” somos todos, en uno o en otro momento de la vida, quizá no de forma tan descarada, aunque igualmente real. Porque seguimos llamando a lo bueno malo y a lo malo, bueno.



Si no lo hacemos nosotros en primera persona, lo observamos tantas veces con indolencia o pasotismo, lo dejamos pasar o le quitamos importancia, no sea que se nos tache de “raros” o “fanáticos extremistas”, que es lo que más nos preocupa en los tiempos que vivimos.



Y seguimos construyendo un mundo de porquería en el que todas estas cosas son “clichés sin importancia” hasta que nos tocan a nosotros, que es lo único que verdaderamente nos duele. Porque como decía Monegal, podemos en el próximo capítulo de Anclados sacar clichés acerca de la familia de alguno de los oyentes que defendían esa clase de humor y, entonces, hablar con más propiedad acerca de si son tópicos españoles inofensivos o no.



Algo se tiene que despertar en nosotros que rechace estas cosas de plano. Se sea cristiano o no. Por pura convivencia. Por sentido común. Por civismo. Porque algo de la esencia de Dios está en todo ser humano. Siendo cristianos, evidentemente, algo más se nos ha de remover.



Y habremos de hacer revisión y autocrítica, porque muchas veces participamos de estas cosas igual que el resto, lo cual explica, sin necesidad de rascar mucho, que seamos el principal escollo para la extensión del Evangelio, algo que aún no nos avergüenza lo suficiente, creo.



El Espíritu nos habla alto y claro al corazón cuando deseamos escucharle, y es quien nos guía y conduce nuestro andar. Las razones para hacer el mal son todas las imaginables, todas las posibles, tanto porque queremos, como porque podemos.



Hacemos el mal y participamos de él porque está en nuestra naturaleza caída, porque en muchas ocasiones parece quedar impune, porque nos gusta, nos apetece, resulta más fácil y cómodo que hacer las cosas bien, porque alimenta nuestro egoísmo, nuestros impulsos... Porque en demasiadas ocasiones sigue despertando aplausos, admiración, risas, una palmadita en la espalda o el reconocimiento de la nueva modernidad, de la nueva tolerancia o de la nueva generación de intelectuales cuyo discurso está más cargado de necedad que de sentido común.



Precioso pistoletazo de salida el que damos para muchas cosas… Demasiado común, sin embargo, para lo listos que nos creemos.


 

 


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