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Antonio Cruz
 

¿Por qué las plantas buscan la luz?

Las fuerzas de la naturaleza no pueden explicar el origen del fototropismo ni de las propias plantas.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 13 DE JUNIO DE 2015 21:48 h

No recuerdo cuántas veces hemos realizado la práctica del fototropismo vegetal en los distintos laboratorios de ciencias naturales donde he dado clases a lo largo de mi carrera docente. Uno de los tópicos habituales es el de definir las plantas como organismos que, a diferencia de los animales, permanecen siempre inmóviles y no pueden cambiar de ubicación para encontrar alimento o huir de los depredadores. No obstante, por medio de esta experiencia práctica se pretendía mostrar a los adolescentes que, en realidad, las plantas son capaces de realizar determinados movimientos que les permiten absorber agua y nutrientes así como mejorar su exposición a la luz. El crecimiento de los vegetales en respuesta a los rayos solares -conocido como fototropismo o heliotropismo- puede estudiarse fácilmente ya que los brotes aéreos suelen orientarse hacia la luz, mientras que las raíces lo hacen en dirección opuesta.



Primero, enterrábamos las semillas de algunas legumbres, como las judías, en pequeñas macetas de plástico. Cada alumno regaba la suya y la colocaba junto a la ventana del laboratorio para que le diera convenientemente la luz solar y pudiera germinar. Algunos días más tarde, cuando ya despuntaba el tallito verde, se trasladaban a una habitación que siempre permanecía a oscuras. Las tinieblas de dicho habitáculo sólo se interrumpían de día por unos delgados haces de luz, originados a propósito mediante minúsculos agujeros practicados en las ventanas. El resultado era casi siempre espectacular. Los jóvenes estudiantes se sorprendían al observar aquellos largos tallos blanquecinos, perfectamente curvados en la dirección de la luz que, aunque se le diera media vuelta al tiesto, volvían tozudos a retorcerse para lograr que las pocas hojas tuvieran su escasa ración lumínica. Era la comprobación experimental de que las plantas buscan la luz y se orientan hacia ella, estén donde estén. Después, nos planteábamos la cuestión fundamental, que desde los días de Darwin ha venido llamando la atención de los botánicos,1 ¿cómo consiguen semejante proeza ya que carecen de ojos? O, acaso, no es así. Siempre es conveniente repasar bien las definiciones. ¿Qué es un ojo, sino un receptor de luz capaz de transmitir dicho estímulo a otras células? Visto así, se podría decir que los vegetales tienen también “ojos”, aunque sean muy rudimentarios.



Cuando yo era estudiante de biología en la universidad de Barcelona, a finales de los 70, usábamos un famoso tratado de botánica, escrito y adaptado sucesivamente por toda una lista de científicos alemanes, encabezada por el Dr. Eduard Strasburger. En aquella época, este texto sobre morfología y fisiología de los vegetales era de lo mejor que se había traducido a la lengua de Cervantes, pero aún se desconocía la respuesta al enigma fototrópico. En el apartado que se refiere al movimiento de las plantas producido por la luz, su autor comenta el experimento de iluminar con una pequeña intensidad de 30 lux, un minúsculo tallito de avena, durante tan sólo cuatro segundos y cómo dicho estímulo es capaz de generar una respuesta que hace que el tallo se incline completamente, 24 horas después, hacia la breve fuente lumínica. Después, confiesa que: “todo esto muestra ya que los movimientos de orientación fototrópica deben ser procesos muy complicados”.2 Pues bien, cuarenta años más tarde, todavía no lo sabemos todo sobre tales mecanismos vegetales.



En realidad, lo que presentan muchas células de las plantas verdes, y también ciertas bacterias, son unas proteínas sensibles a la luz, llamadas fitocromos, que son capaces de cambiar de aspecto. Al parecer, cuando una de tales moléculas recibe un haz de luz, experimenta un cambio en su estructura tridimensional que, a su vez, provoca toda una cascada de reacciones en cadena en las células que terminarán por mover el tallo o la hoja hacia la fuente luminosa. Los fitocromos son máquinas moleculares que activan a otras sofisticadas máquinas moleculares del interior celular. De manera que un ligero cambio de tan sólo unas pocas unidades de angstrom (un metro tiene diez mil millones de angstroms) en la forma de estas minúsculas proteínas vegetales, se amplifica espectacularmente dentro de las células vegetales, en varios órdenes de magnitud, hasta mover la hoja o el tallo en la dirección iluminada. Se podría generalizar diciendo que tales fitocromos son como los “ojos moleculares” de las plantas que, al ser excitados por los fotones de la luz, aprietan el interruptor molecular adecuado para poner en marcha toda la factoría bioquímica de la célula que la orientará finalmente hacia la fuente energética. Al menos, esto es lo que se desprende de un artículo publicado el año pasado en la revista científica Nature.3



¿Cómo se pudo originar tan refinado mecanismo molecular? ¿Qué teoría es capaz de explicarlo mejor, la selección natural no guiada o el diseño inteligente? El artículo de Nature no dice nada acerca de la evolución de tales estructuras. Sólo se indica que los aminoácidos del núcleo sensible a la luz, en la molécula del fitocromo, están “evolutivamente conservados” en toda la familia de los fitocromos. Lo cual significa que no han evolucionado, que han estado ahí ya en las primeras bacterias fotosensibles y en las células vegetales desde el principio de los tiempos, sin cambiar en nada. Luego, la evolución no habría contribuido de manera lenta y gradual para su formación.



Los fitocromos, como el resto de las proteínas, están compuestos por centenares de aminoácidos dispuestos de manera precisa. Cuando la luz los cambia de posición y se transforman en otras proteínas diferentes, tiene que haber otras máquinas moleculares especialmente diseñadas para ello que sean capaces de reconocer dicho cambio y actuar en consecuencia, pues de lo contrario todo este proceso se paralizaría. Para que las plantas consigan beneficiarse de la luz, todas estas estructuras moleculares deben cooperar de forma coordinada. ¿Cómo han aparecido esas otras máquinas que saben lo que hay que hacer en el momento oportuno? Esto no puede ser el resultado de un proceso ciego y sin dirección como el que propone el darwinismo sino, más bien, de un diseño que conoce bien hacia adónde se dirige, que organiza los medios adecuados así como los componentes necesarios para conseguir ese fin que se persigue.



A Darwin se le ha criticado mucho, sobre todo por parte de los ultradarwinistas materialistas, por ser demasiado teleológico en sus razonamientos sobre el movimiento de las plantas. Según manifiesta el gran naturalista inglés en sus escritos, tanto los vegetales como los animales realizarían acciones orientadas a conseguir metas o fines concretos. Pensando de esta manera, Darwin partía desde una posición teleológica, asumiendo que todo tiende hacia una finalidad precisa, para buscar posteriormente las explicaciones naturales de cada caso. Y aunque, como es sabido, llegó a la conclusión polémica de que la selección natural era la causa de todo, este método teleológico le dio buen resultado en sus investigaciones particulares precisamente porque estaba en lo cierto. Todos los seres vivos de este planeta evidencian propósito y es menester hacer una abstracción mental importante para evitar dicha conclusión. Las flores abren sus pétalos en primavera con la intención de invitar a los insectos polinizadores a diseminar el polen y poder así reproducirse. Los zarcillos de la vid crecen, se retuercen y orientan buscando soporte en otras plantas con la intención de lograr la máxima exposición posible de las hojas a los rayos solares. Algunas semillas presentan estructuras a modo de paracaídas que les permiten flotar en el aire con la intención de diseminarse lo más lejos posible y perpetuar la especie. Se podrían poner muchos ejemplos más de esta intencionalidad latente que caracteriza a los organismos.



No obstante, la mayor parte de los artículos científicos que aparecen en las revistas especializadas asumen que tal órgano o función biológica ha evolucionado mediante selección natural para, inmediatamente después, pasar a describir detalladamente el funcionamiento de dicha estructura o mecanismo fisiológico. No se explica cómo se originó por primera vez sino cómo funciona en la actualidad. Sin embargo, no es lo mismo una cosa que la otra. Descifrar cómo se regulan las distintas moléculas, a nivel bioquímico, implicadas en el fototropismo y la forma en que se integran para coordinar los cambios de luz, sigue siendo un reto para la ciencia que, probablemente, algún día se logrará entender por completo. Pero, cuando esto se consiga, no se habrá demostrado cómo tan complejo mecanismo hubiera podido originarse por las solas leyes de la naturaleza. Entender cómo funciona, no es comprender cómo surgió por primera vez.



La impresión que uno tiene al leer tales trabajos de investigación, como este del fototropismo vegetal, es que un diseño previo de ingeniería subyace detrás de todo el mecanismo biológico. En un breve párrafo del artículo aparecen términos que lo sugieren como: señales, receptores, mecanismos, transportistas, reguladores, factores regulados, integración de diversos factores, coordinación, movilización y reorientación. Podría parecer que está hablando el ingeniero de una fábrica de automóviles.



Es evidente que las plantas responden de forma dinámica a los estímulos procedentes del medio ambiente. Emplean adecuadamente fuerzas naturales como la luz o la gravedad para prosperar y sobrevivir. Pero las fuerzas de la naturaleza no pueden explicar el origen del fototropismo ni de las propias plantas. Las fuerzas son necesarias, aunque no suficientes. La única fuerza capaz de crear sistemas funcionales con este nivel de complejidad es la inteligencia. Sin embargo, las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza son incapaces de generar inteligencia.



¿Por qué, pues, las plantas buscan la luz? Porque fueron diseñadas por una mente inteligente. También los seres humanos deberíamos imitar a los vegetales y escudriñar diligentemente aquella otra energía espiritual capaz de iluminar nuestra vida. Como dijo Jesús de Nazaret: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn. 8:12).



 



1 Charles Darwin, Los movimientos y hábitos de las plantas trepadoras, La Catarata, 2009.



2 Eduard Strasburger y otros, Tratado de Botánica, Marín, Barcelona, 1974, p. 336.



3 “Signal amplification and transduction in phytochrome photosensors”, Nature, 08/05/2014, www.nature.com/articles/nature13310.


 

 


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