Las leyes de Dios, coincidan o no con las nuestras, son las que verdaderamente rigen nuestras propias vidas.
En un tiempo como el que vivimos, en el que a casi nadie le salen las cuentas y no precisamente por exceso de honestidad, uno se puede ver fácilmente ubicado en un escepticismo por el cual ve comprometidas todas las cosas, incluso aquellas que se hacen de forma honesta, clara y transparente.
Muchas de esas buenas formas, que deberían ser “formas”, a secas, nos resultan prácticamente de ciencia ficción y, simplemente, ya no nos encajan en nuestra manera de hacer las cosas porque estamos tan acostumbrados a ver que los asuntos se abordan mal, que las buenas prácticas parecieran, simplemente, una especie en vías de extinción.
Las cuentas no nos salen, en muchas ocasiones, porque hacemos las cosas mal. Otras veces no nos cuadran por el mal hacer de otros. Y en otras situaciones, simplemente porque no entendemos el procedimiento que rige esa contabilidad.
Y aquí, evidentemente, no me refiero a números, sino a todo aquello que compone la vida, que es mucho y variado, y que se sujeta a leyes que no siempre son leyes contables, o leyes físicas, sino leyes espirituales.
Para todo el mundo es fácilmente comprensible el hecho de que, si no tenemos unos mínimos conocimientos de contabilidad, es imposible que las cosas nos cuadren. De la misma forma, establecer si el Universo funciona o no convenientemente sin conocer, al menos, el ABC de las leyes físicas que lo rigen parece harto difícil, por no decir absolutamente imposible.
No es entonces de extrañar que, por el mismo razonamiento, nos resulte difícil entender la “contabilidad” de Dios o la manera en que Él hace y hará balance de las cosas si no podemos, como mínimo, conocer o intuir algo de los parámetros y criterios en los que se basa para hacer ese análisis.
Y aunque es cierto que nosotros no somos Dios, y que por tanto Su mente nos excede de todas las maneras posibles, también es igualmente verdad que, como creyentes, nosotros tenemos la mente de Cristo y que, además, las Escrituras nos lanzan “pistas” acerca de cuestiones que, si bien nos parecen paradojas según un orden lógico humano, constituyen verdades absolutas según un orden divino por el que las cosas se dan de forma mucho más completa, excelsa y perfecta de lo que aquí podamos conocer jamás.
Cuando uno se encuentra frente a las páginas que los apóstoles escribieron, y antes que ellos los profetas, uno descubre una y otra vez consecuciones de actos y sentencias que parecen contradecirse, pero que, al final, constituyen la confirmación de que los acontecimientos se dan según orden divino y no humano. Sin ir más lejos, uno lee, por ejemplo, el primer capítulo de la primera epístola de Pedro, y descubre sucesivos de estos contrastes:
Así en una sucesión infinita de elementos que no hacen sino recordarnos que nuestra mente no es Su mente, que lo que Él ve no es lo que vemos nosotros, que Sus leyes, coincidan o no con las nuestras, son las que verdaderamente rigen el movimiento del Universo y, dentro de él, de nuestras propias vidas, como no podría ser de otra manera.
Así, que a nosotros nos cuadren o no las cuentas cuando leemos estas cosas, que entendamos o no la lógica que Dios sigue para hacer lo que hace o demandarnos lo que nos demanda, es absolutamente irrelevante en un sentido muy práctico, porque esa comprensión no cambia nada de lo que sucede alrededor.
Comprender y aceptar todo esto “solo” cambia (y entrecomillo, porque no es poco) aquello que sucede dentro de nosotros mismos respecto a él, el contentamiento con el que aceptamos Su contabilidad y no la nuestra, la fe que se manifiesta en una tranquilidad práctica que enfrenta las pruebas a sabiendas de que son, no sólo necesarias, sino beneficiosas en un sentido que, si bien nos cuesta comprender, es absolutamente cierto.
Cuando un sistema como este que nos mueve y que mueve un mundo creado es tan aplastante, poco se puede hacer aparte de aceptarlo.
Comprenderlo forma parte, como mucho, de la gracia que quizá pueda concedérsenos y ni siquiera, quizá, a todos nosotros, sino a aquellos a quienes Él tenga a bien revelarlo.
Respetarlo y descansar en él, sin embargo, sí es algo a lo que todos somos llamados y que haremos bien en procurar, como parte de ese largo camino que empezamos a recorrer en el día en que nos rendimos a Cristo y su cruz, la más incomprensible seguramente de las líneas de Su contabilidad, pero la más potente de todas ellas.
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