Los héroes de Hebreos fueron audaces, confiados, intrépidos y perseverantes: ahí tenemos los cuatro ingredientes de una fe robusta que fortalece nuestra alma y nuestro espíritu.
A simple vista, casi todo sigue igual que siempre… La rutina de todos los días impone su rito cotidiano... Los estímulos externos que recibimos son tan variables como nosotros mismos… Ni siquiera la cafeína, ni ciertos subidones emocionales pueden conseguir esa profunda sensación de gozo y hasta de felicidad que sentimos frecuentemente por formar parte del proyecto de Dios en este mundo y percibir, en lo más íntimo de nuestro ser, la esperanza ciertísima y bienaventurada del mundo venidero. Estoy hablando de esa gran ciudad celestial que nos espera en esos cielos nuevos y en esa tierra nueva, donde por fin se establecerán la justicia y la paz perfectas y entonces, definitivamente, reinará nuestro bendito Mesías por toda la eternidad y tal como preconizan las Sagradas Escrituras: “… lo dilatado de su imperio, no tendrá fin”.
Soñamos con un gobierno y un reino tan perfecto como lo es el mismo Señor Jesucristo, eso será cuando los reinos de este mundo vengan a ser de nuestro Señor y de su Cristo que reinará por los siglos de los siglos. Nuestra visión histórica y profética del cuadro completo del final de los tiempos, nos confirma que el día de Su venida está más cerca que nunca. Mientras tanto, seguimos marchando por fe en esta travesía terrenal, porque por fe andamos y no por vista. Este es un santo ejercicio que debemos aprender a desarrollar en nuestra vida cotidiana.
Cuando el apóstol instruye a los corintios con esta imagen tan característicamente humana, como es el hecho de andar o caminar, quiere ejemplificar de forma elocuente la vida de fe del cristiano. Pablo se está refiriendo, en este caso, a una fe existencial que ejercemos de manera instintiva en el acto de andar. Cuando caminamos no codificamos racionalmente el hecho de andar, sino que miméticamente andamos y, a posteriori, miramos el trayecto recorrido.
De esta misma manera es la vida del creyente que vive por fe, confiando día tras día y hora tras hora en las fieles promesas de Dios; porque la fe, para el cristiano convicto y confeso, es como la sangre de la vida cristiana. Si tenemos poca sangre o los componentes morfológicos esenciales de la sangre son deficitarios, podemos contraer fácilmente un estado de anemia severa en todo nuestro organismo. La fe viene a ser la confianza activa en Dios, es un acto continuo de certidumbre en la Palabra de Dios contra todo pronóstico negativo. Esta actitud de fe es una filosofía de la vida contracorriente, que no se deja guiar ni por los sentidos ni por los criterios humanos sino por los dichos divinos, mientras aprendemos a confiar en Dios hasta sus últimas consecuencias.
La lista de la gente de fe que leemos en el capítulo once de Hebreos son personas de nuestra misma pasta que, de alguna manera, aprendieron el principio básico de que la fe es la garantía de lo que se espera y la certeza de lo que no se ve. Estos fueron audaces, confiados, intrépidos y perseverantes, ahí tenemos los cuatro ingredientes de una fe robusta que fortalece nuestra alma y nuestro espíritu.
Cuando el apóstol Juan concluye su evangelio diciéndonos: “…estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que creyendo tengáis vida en Su Nombre”, pone claramente de manifiesto que la fe que nos produce la misma Palabra de Dios, nos imparte vida divina. Hoy más que nunca, necesitamos vivir dependiendo de la gracia y de las benditas promesas de Dios para ver lo nunca visto y mantenernos fieles a Él hasta el final del trayecto de nuestra corta vida terrenal.
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