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El engaño de la comodidad

Es lícito disfrutar de lo que tenemos, no lo es hacerlo al margen de Quien nos lo dio.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 18 DE ABRIL DE 2015 12:55 h

Hace unas semanas escuchaba una frase que me ha tenido inquieta hasta hoy y sobre la cual querría hacer alguna reflexión en estas líneas. La frase rezaba: “Que la tranquilidad no nos robe el llamado”. No sé si a los que leen este artículo ahora les resulta tan impactante o desafiante como me resultó a mí escucharla en ese momento, pero en cualquier caso, creo que merece la pena dedicarle unos minutos de nuestro tiempo por las implicaciones que tiene su contenido.



Pongámonos en que la cosa no fuera para tanto. Al fin y al cabo, eso es lo que pensamos muchas veces ante una sentencia demasiado contundente: que quizá el autor esté exagerando.



“Esas urgencias a veces están más en la mente de quien habla que en cualquier otro lugar”. “Dios se alegra de que seamos felices; al fin y al cabo las cosas que tenemos y de las que disfrutamos, el dinero con el que contamos y que nos proporciona esa comodidad, nos lo da él. ¿Por qué tendría que ser esa comodidad un impedimento para nuestro llamado?”



Pero pongámonos en el otro extremo, que realmente esto sea verdaderamente importante, que no haya tal exageración como la que intuíamos al principio y pensemos por un momento. Quizá estoy equivocada, pero cuando analizamos lo que significa la palabra “llamado”, al menos a la luz de lo que el Evangelio plantea como tal cuando ese llamado viene de Dios mismo, estamos hablando de algo irrevocable que muchas veces nos dirige en un sentido completamente opuesto a aquel que nosotros elegiríamos como destino.



Es más, el llamado por Su voluntad está a menudo en oposición directa a nuestra voluntad, tal y como le pasó a Jonás. Porque, aunque Dios le llamaba a hablar de salvación a los gentiles, lo que él quería hacer era justamente lo contrario. Aquel llamado le ponía frente a la realidad de que su propio pueblo, el pueblo de Israel, había dado la espalda a Dios y que este mismo Dios había decidido hacer extensivo Su mensaje de Salvación a otros que quizá estuvieran más dispuestos a recibirlo.



En ese caso no era su comodidad lo que le impedía seguir el llamado. Eran sus propios propósitos y sus propios intereses como judío lo que le alejaba de seguir lo que Dios le pedía.



¡Ese sí que era un verdadero llamado! Porque perdónenme que cuestione esos otros “llamados” de los que algunos a veces hablan, dirigidos más bien a conseguir un jet privado o a mudarse a hablar del Evangelio a la mejor urbanización de Malibú.



Y ustedes igual que yo saben con qué desfachatez y poca vergüenza algunos usan el Evangelio y la buena fe (e ignorancia tantas veces) de los que dicen profesarlo, para seguir sus propios pasos y no los pasos de Cristo. ¿Es este el llamado de Dios o el de su propia comodidad?



Jonás, sin embargo, estaba tan atento a la voz de Dios, aunque no le gustara lo que le decía, que fue capaz de identificar alto y claro cuál era la misión que se le encomendaba, aunque era justo la contraria a su propia inclinación. Ahí, en la cabeza de Jonás, no se estaba confundiendo la voz de Dios con su propia voz: lo que Dios le pedía estaba claro, y a lo que debía renunciar, también.



La comodidad generalmente nos engaña. Tiene la facilidad de ponernos una venda bien tupida en los ojos y lo hace en varios sentidos muy prácticos.




  • En primer lugar, sólo por mencionar alguno de ellos, nos hace sentirnos mucho más seguros de nosotros mismos, de nuestras capacidades. Nos hace sentir, en definitiva, autosuficientes. No hay nada que más nos aleje de Dios que la autosuficiencia, porque ésta nos dice que nosotros no necesitamos a nadie más que a nosotros mismos. Y si esto es así, Dios queda automáticamente fuera de la ecuación de nuestra vida y nuestra dependencia de Él pasa a ser ninguna. Craso error.

  • La comodidad nos confunde porque nos dice que lo que acabamos de decir puede ser verdad, es viable. Es decir, nos grita que vivir al margen de Dios y Su llamado para nosotros es posible. Nos olvidamos de que cada respiración, cada pulsación de nuestro corazón es un milagro que sólo Dios permite y produce. La comodidad produce en nosotros la ilusión de que funcionamos solos, pero esto es, en definitiva, una gran temeridad, porque en esa falacia nos apalancamos y vivimos como si Dios no existiera, aunque sea Dios mismo el gran espectador de nuestra propia estupidez. ¿Se imaginan a quien sostiene los hilos de una marioneta viendo cómo ésta vive como si no estuviera sostenida por esos mismos hilos? Afortunadamente, Dios no es como yo, porque a mí en esa situación me apetecería darle algún que otro “cortecito” a alguna cuerda y poner encima de la mesa algunas lecciones a tener en cuenta. Y, ojo, no digo que seamos marionetas. Dios nos creó como mucho más que eso. Nos dio raciocinio y capacidad de decisión (por eso mucha gente decide no seguirle, ni amarle). Pero los hilos que sostienen nuestra vida siguen siendo movidos por el Dios que también mueve y sostiene el Universo, que tiene con nosotros una gracia tremenda, a pesar de nuestra tremenda necedad.

  • La comodidad nos engaña porque nos hace creer que el mundo en el que vivimos no está tan necesitado de Dios como realmente lo está. Nuestra comodidad nos crea un pequeño-gran ecosistema propio, una burbuja que, pensamos en nuestra terrible inconsciencia, es extensible a todos en todo lugar. La gente se sigue muriendo y se sigue perdiendo sin Cristo. La gente fuera de nuestra burbuja no vive tan cómoda como nosotros lo hacemos, y su dolor, reconozcámoslo, no nos duele lo suficiente. Que a nosotros nos vaya aparentemente bien, desde la tranquilidad de nuestro sofá y de nuestra Salvación ya conseguida al precio que Otro pagó, no significa que ya esté todo hecho. Hemos sido llamados a ser sensibles a esta realidad.

  • La comodidad es, mal entendida, una gran trampa del enemigo. Probablemente una de las más utilizadas para hacernos desviar la mirada de lo realmente importante. Lo que tenemos no es lo que somos. Si lo que disfrutamos nos aparta de donde debemos estar, estamos cayendo en la terrible trampa de confundir lo eterno con lo temporal. Nuestra vida no termina aquí. Es trascendente, se proyecta hacia la eternidad y olvidarnos de eso es vivir impíamente, como cualquiera del mundo que no ha conocido a Cristo, como si nunca fuéramos a morir, como si nuestra vida siempre fuera a estar ligada a esta Tierra y lo que aquí atesoramos.



De ahí el llamado: a vivir justamente, a vivir santamente, aunque eso nos suponga ceder un cierto o todo grado de nuestra comodidad, a cumplir el gran llamado por el que la Iglesia aún sigue aquí, a sacrificar de nuestra felicidad en aras de ser más como Cristo, que no escatimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, que abandonó Su propia comodidad y gloria por acercarse a nosotros, basura.



Pero no llamamos a un abandono de la comodidad desde una posición mártir gratuita, ya que Dios nos da las cosas para que las disfrutemos, sino desde la convicción que nos dice, cuando somos realmente honestos, que si bien es lícito y adecuado disfrutar de lo que tenemos, no lo es hacerlo al margen de Quien nos lo dio, y mucho menos sacrificando Su llamado por el nuestro.


 

 


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