Creer que uno tiene la verdad absoluta en estos resbaladizos asuntos es, cuanto menos, un pretensión poco humilde.
El relato bíblico de la creación afirma que Dios formó, ordenó y pobló la Tierra de seres vivos en seis días por medio de su palabra. Esto se entendió literalmente a lo largo de la historia y, en general, nadie puso en duda que los días a que se refiere el texto eran de veinticuatro horas. Si el mundo había sido creado en una semana, resultaba fácil deducir que la antigüedad de la Tierra pudiera calcularse en unos pocos miles de años. Tal convicción permaneció hasta que algunos estudiosos empezaron a postular una mayor edad para las rocas del planeta.
En el siglo XVIII, concretamente en el año 1774, el conde de Buffon, propuso en su Introducción a la historia de los minerales que la edad de la Tierra rondaba los 180.000 años. En aquella época esto se consideraba mucho tiempo ya que se alejaba bastante de los cálculos realizados a partir de la Biblia. Un año después, el filósofo Immanuel Kant, hablaba en su Cosmogonía de centenares de millones de años para la formación del planeta azul. En 1862, casi noventa años más tarde, el físico irlandés, Lord Kelvin, suponiendo que la Tierra se había originado a partir de una bola magmática incandescente, calculó el tiempo que tardaría en enfriarse y dedujo que su antigüedad debía estar entre 24 y 400 millones de años. Un margen muy amplio pero que, desde luego, se distanciaba considerablemente de los pocos miles de años tradicionales. Estas cifras fueron aumentando, sobre todo gracias a los requerimientos de las teorías evolucionistas, hasta llegar al presente. La mayor parte de los geofísicos contemporáneos considera que la edad de la Tierra es de unos 4.470 millones de años, según métodos de datación radiométrica de rocas basados en el decaimiento del elemento químico hafnio 182 en tungsteno 182, ya que al primero de estos isótopos le lleva entre 50 y 60 millones de años convertirse en el segundo.1 ¿Cómo explicar semejante discrepancia cronológica entre el relato de Génesis y la geofísica actual?
Hay, por lo menos, cuatro posturas diferentes dentro del teísmo ante esta cuestión que analizaremos brevemente. La primera es la interpretación literal defendida por el creacionismo de la Tierra joven al aceptar que los seis días fueron realmente días de veinticuatro horas. Se afirma que Dios pudo crear el mundo en millones de años, en una semana o instantáneamente. Sin embargo, el texto revelado habla claramente de seis días y así es como debiéramos entenderlo. Se defiende que los once primeros capítulos de Génesis deben ser interpretados literalmente, por lo que la Tierra no podría tener más de diez mil o, como mucho, quince mil años de antigüedad. Lo que ocurre es que presentaría “apariencia de edad”. Es decir, parece ser más vieja de lo que es en realidad porque ya habría sido creada madura.
Aquí resulta oportuna la vieja, y algo cómica, crítica acerca del ombligo de Adán.2 ¿Poseía el primer hombre esta singular cicatriz abdominal, a modo de depresión, que nos queda a los humanos tras la rotura del cordón umbilical? Lógicamente, si Dios creó en estado adulto y con ombligo al primer ser humano, éste mostraría la apariencia de una historia que, en realidad, no había ocurrido. Parecía que alguna vez hubiera tenido cordón umbilical y estado, por tanto, en el vientre de su madre. Cosa que nunca aconteció. Pues bien, algo similar a lo del ombligo de Adán ocurre con la luz de las estrellas y el tamaño del universo. Se necesitan millones de años para que la luz procedente de las estrellas llegue a la Tierra y podamos verla. Pero si el cosmos sólo tiene unos pocos miles de años, esa luz no debería haber llegado todavía. ¿Cómo responde la interpretación literal? De la misma manera que Dios pudo haber dotado de ombligo a Adán, a pesar de no haber pasado nunca por la etapa de embrión en el útero materno, también pudo crear la luz de las estrellas arribando ya a nuestro planeta, sin que tuviera que viajar millones de años luz. Es fácil entender por qué esta respuesta no satisface a muchos críticos, ya que hace de la historia del cosmos algo aparente y no real. Tampoco el Dios creador sale bien parado, pues se le convierte en alguien engañoso que oculta de alguna manera la realidad. Las discusiones sobre tales asuntos no parecen terminar nunca.
En cuanto al registro geológico, que muestra organismos simples en los estratos más profundos y otros cada vez más complejos en los superficiales, no se interpreta como el producto de una lenta evolución biológica, sino como el resultado rápido de una catástrofe universal como el diluvio de Noé descrito posteriormente en Génesis. Más que transformación gradual de unas especies en otras durante millones de años, los fósiles reflejarían una “zonación ecológica” repentina. Habrían muerto y petrificado con rapidez aproximadamente en el mismo lugar en que vivían. Y, en cuanto a la cuestión de los días, la palabra hebrea yom (día), siempre que va precedida en la Biblia por algún número (primer día), debe entenderse como día de veinticuatro horas. Además, la semana laboral humana sigue el modelo dado por Dios en la creación (Ex. 20:8-11). Así pues, la respuesta de la interpretación literal al problema cronológico es que los días fueron reales y el universo parece antiguo, pero no lo es.
Veamos la segunda postura, el llamado creacionismo progresivo o de la Tierra antigua. Esta visión interpreta los días del relato como grandes períodos de tiempo. El planeta sería tan antiguo como afirma la teoría geológica contemporánea y el término “día” se podría entender en el sentido que expresan ciertos versículos bíblicos (Sal. 90: 4; Job 14:5-6). “Porque mil años delante de tus ojos?son como el día de ayer, que pasó,?y como una de las vigilias de la noche”. Jugando a las matemáticas con dicha imagen literaria, se podría decir que si un día de Dios equivale a mil años humanos, ¿cuántos años del hombre son mil divinos? Si se hacen bien los cálculos, resulta que un milenio de Dios equivaldría a 365 millones de años humanos. Bromas numéricas aparte, lo que se defiende es que todos los seres vivos creados son el resultado milagroso del mandato divino expresado en determinados momentos a lo largo de la historia geológica de la Tierra. Se rechaza la evolución general de las especies, o macroevolución darwinista, pero se considera que dentro de los parámetros de cada especie bíblica, género o tipo básico especialmente creado, pudo darse posteriormente una microevolución o diversificación evolutiva a pequeña escala a lo largo del tiempo.
El ser humano habría sido creado, tal como dice la Biblia, directa y especialmente por Dios. Sería posible detectar similitudes cronológicas entre el relato genesíaco y la geología histórica. El libro de Génesis se interpreta literalmente en cuanto a su significado general, pero no por lo que respecta al uso del término “día”. El hecho de que la frase: “y fue la tarde y fue la mañana” no aparezca en el séptimo día del descanso divino supone que nos encontramos todavía en ese último período de tiempo y que, por tanto, los días no deben interpretarse literalmente (véase Heb. 4:1-10). De manera que, según el creacionismo progresivo, no existen discrepancias significativas entre la explicación bíblica de los orígenes y los descubrimientos de las diversas disciplinas científicas. Una variante de esta segunda postura sería la hipótesis del intervalo (Gap Theory) que se refiere a los millones de años de las eras geológicas que supuestamente habrían transcurrido entre los versículos uno y dos de Génesis.3
El evolucionismo teísta constituye la tercera perspectiva al afirmar que el relato de Génesis es como una parábola teológica que nada tiene que ver con los descubrimientos científicos. Un mito religioso sin ninguna correspondencia con la realidad. Dios habría formado el universo y la vida por medio de una lenta transformación a lo largo de millones de años, no de días, y este sería un proceso gradual y azaroso que dejó constancia en los diferentes estratos rocosos que estudia la geología. Desde los organismos unicelulares hasta el ser humano, todas las especies biológicas estarían filogenéticamente relacionadas entre sí, al descender de antecesores comunes. Incluso el hombre provendría de primates anteriores que habrían evolucionado a su vez de otros mamíferos primitivos. Adán y Eva no serían personajes históricos porque el genoma actual de la especie humana supuestamente demostraría que provenimos de un mínimo de unos diez mil individuos.
Se supone también que el creador hizo todo esto sirviéndose de las leyes de la naturaleza pero, sobre todo, de las mutaciones al azar y la selección natural. Dios actuaría sutilmente mediante las fuerzas que interactúan en el núcleo de los átomos y en el cosmos, produciendo una misteriosa auto-organización evolutiva desde la materia inerte hacia la vida y la conciencia humana. Nunca habría tenido necesidad de intervenir directamente en dicho proceso. A excepción, quizá, de la infusión de conciencia y capacidad para la espiritualidad concedida al ser humano. Por tanto, no habría que extraer ninguna enseñanza científica acerca del mundo físico, a partir de un relato bíblico que es eminentemente religioso o teológico.
Por último, la cuarta postura se podría denominar de las cosmogonías religiosas antiguas ya que interpreta el primer capítulo de Génesis a la luz de lo que creían los antiguos pueblos del Próximo Oriente. Si tales culturas entendían que el mundo era el resultado de una lucha cósmica entre varias divinidades, el texto bíblico muestra en cambio que sólo hay un Dios creador que lo hizo todo bien por medio de su palabra. La superioridad teológica, moral y racional de la explicación de los orígenes que ofrece la Escritura resulta evidente cuando se compara con las concepciones que tenían los pueblos periféricos a Israel. Si las cosmogonías paganas adoraban al Sol y la Luna por considerarlos dioses con poder sobre los humanos, la Biblia dirá que sólo son lumbreras poco importantes, y que no hay que venerarlas, ya que Dios las creó tardíamente el cuarto día, como simples objetos naturales. El temor de los pueblos paganos a los abismos del mar repletos de monstruos y divinidades maléficas, contrasta con la confianza de los hebreos en el Dios que había creado todos los seres marinos con sabiduría. No es que los judíos no temieran también el mar sino que creían que, a pesar de todo, había sido hecho por el Dios creador.
Y, en fin, si en tales mitologías el hombre fue formado para ser esclavo de los dioses, la Escritura afirmará todo lo contrario, es decir, que es imagen del único Dios verdadero. Ni más ni menos que el mayordomo de toda la creación. No obstante, la Biblia recogería dos de los relatos que circulaban en la antigüedad, hasta cierto punto contradictorios entre sí, sobre la formación del ser humano.
Se podría pensar que tales planteamientos son, de hecho, creacionistas ya que se refieren a actos creativos especiales de Dios. Sin embargo, se trata de una teoría que asume que Génesis sólo transmite verdades religiosas y que nada tiene que ver con la auténtica antigüedad de la Tierra. De alguna manera, esta interpretación puede ser complementaria de las anteriores ya que las verdades expresadas en el relato bíblico de la creación pudieron tener varias implicaciones en su tiempo y también en el nuestro.
Reconozco que ninguna de estas cuatro explicaciones, hechas desde la fe en un Dios creador, satisface universalmente. Por supuesto, ya no contemplo ni comparto tampoco la postura del evolucionismo materialista que descarta la existencia de un agente sobrenatural. Para mí esa es la peor respuesta ya que asume el naturalismo metodológico hasta sus últimas consecuencias y concluye que toda la realidad puede ser explicada en términos de física y química. La conciencia humana, el pensamiento simbólico y la espiritualidad se podrían reducir en definitiva a procesos materiales azarosos e irracionales. Pero, si esto hubiera sido así, ¿por qué deberíamos creer en algo? ¿Por qué suponer que un ser surgido por casualidad, como el propio Charles Darwin, tuviera razón al explicar los orígenes y la evolución de las especies? Estoy convencido de que semejante interpretación de la filosofía materialista choca contra las evidencias científicas actuales.
Por la misma razón, tampoco el evolucionismo teísta me resulta muy convincente. Es verdad que acepta la existencia de Dios, pero su compromiso a priori con el naturalismo metodológico le lleva a asumir que el creador no tuvo nada que ver con su creación durante miles de millones de años. De la misma manera que el evolucionismo ateo, el teísta supone fervientemente que las mutaciones accidentales al ser filtradas por la selección natural circunstancial serían capaces de crear la vasta complejidad biológica existente en la Tierra. Para mí, eso es un acto de fe tan grande como el que requiere la creación. Además, los últimos descubrimientos realizados en diversas disciplinas científicas desmienten claramente esta creencia. No se trata de usar las lagunas de la ciencia para introducir a Dios, sino simplemente reconocer que la investigación científica evidencia una inteligencia detrás de la naturaleza.
El creacionismo de la Tierra joven muestra, a mi modo de ver, un exagerado respeto por la literalidad de la Escritura. Al entender que la muerte entró en el mundo como consecuencia del pecado humano, tal como dice la Biblia, rechaza que antes de dicho acto de desobediencia hubiera podido darse cualquier fallecimiento natural o la extinción de especies que muestran tantos estratos rocosos. De ahí que se asigne todo esto al diluvio universal. El problema es que una Tierra joven debe enfrentar hoy numerosos argumentos científicos contrarios. El universo observable evidencia una enorme antigüedad. No soy experto en técnicas de fechado radiométrico, pero me parece que el consenso casi general de los especialistas es suficientemente significativo.
Aunque me siento próximo al creacionismo de la Tierra vieja, reconozco también que asumir intervenciones divinas intermitentes a lo largo de las eras geológicas para introducir nueva información genética en los seres vivos, no parece una explicación muy elegante. A pesar de todo, creo que sigue siendo la mejor solución, en tanto en cuanto no surja otra más convincente. Después de más de cuarenta años interesándome por estos temas, pienso que es bueno alejarse de dogmatismos, seguir investigando y estar abiertos a nuevos matices e interpretaciones bíblicas. Creer que uno tiene la verdad absoluta en estos resbaladizos asuntos es, cuanto menos, un pretensión poco humilde.
Desde esta perspectiva, me parece interesante la siguiente interpretación teológica. ¿Cómo se puede entender la muerte antes de la caída? El pecado de la primera pareja pudo tener también efecto retroactivo, como sugiere William Dembski: “Dios no sólo permitió que el mal personal (el desorden en nuestra alma y los pecados que cometemos en consecuencia) siguiera su curso con posterioridad a la caída sino que, además, permitió que el mal natural (la muerte, la depredación, el parasitismo, las enfermedades, las sequías, las inundaciones, las hambrunas, los terremotos y los huracanes) siguiera su curso con anterioridad a la caída. Así, Dios mismo dispuso el trastrocamiento de la creación no sólo por una cuestión de justicia (castigar el pecado humano como lo exige la santidad de Dios) sino, más importante aún, por una cuestión de redención (para hacer que la humanidad recupere la cordura y reconozca la gravedad del pecado).4
Necesitamos más pensadores cristianos, teólogos, filósofos y científicos que traten estos temas en profundidad. Quizás en el futuro encontremos nuevas respuestas a tales preguntas. En mi opinión, lo que no se requiere tanto es que los creyentes sigamos discutiendo acaloradamente a favor o en contra de estas posturas clásicas, sino que aportemos ideas nuevas y perspectivas diferentes que, siendo respetuosas con el mensaje revelado, sirvan también para estimular la razón del hombre de hoy y le motiven a descubrir el verdadero mensaje de Jesús.
1 http://mttmllr.com/geoTS_files/Broad_bounds_on_Earths_accretion_and_core_formation_constrained_by_geochemical_models.pdf
2 Gosse, Ph. H., 1857, Omphalos: An Attempt to Untie the Geological Knot, John Van Voorst, Londres.
3 Biblia Anotada de Scofield, 1973, p. 1.
4 Dembski, W., 2010, El fin del cristianismo, B&H Publishing Group, Nashville, Tennesse, p. 182.
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