Cuando un científico utiliza el argumento del mal contra el diseño inteligente de los seres vivos, está inmediatamente abandonando la ciencia para adentrarse en las aguas de la filosofía y la teología.
La biología evolutiva se enreda frecuentemente con la teología para manifestar, por ejemplo, que un Dios inteligente no habría hecho tal o cual animal con semejantes características morfológicas o fisiológicas defectuosas. Por lo tanto, dicha especie se debería haber originado mediante evolución azarosa y sin planificación previa.
Tales flirteos temerarios con la teología se mantienen, por parte de ciertos evolucionistas, hasta el día de hoy. Por ejemplo, el biólogo evolucionista teísta, Francisco J. Ayala, miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, escribe: “Si el diseño funcional manifiesta a un diseñador inteligente, ¿por qué no deberían indicar las deficiencias que el diseñador es menos que omnisciente, o menos que omnipotente? (…) Pero el diseño de los organismos tal como éstos existen en la naturaleza no es ‘diseño inteligente’, impuesto por Dios como Supremo ingeniero o por los humanos; más bien, es el resultado de un proceso natural de selección, que fomenta la adaptación de los organismos a sus entornos.”1 Es decir que, si realmente Dios hubiera diseñado con sabiduría, su diseño debería ser absolutamente perfecto según nuestros criterios humanos. Y como esto no es así, debe concluirse que Dios no ha diseñado.
La primera réplica a este argumento es que no siempre aquellos órganos o funciones biológicas considerados “deficientes” lo son en realidad. Generalmente cuando se profundiza en la biología de los seres vivos se descubre toda una sofisticada complejidad. Por ejemplo, en relación al ojo humano, el mismo doctor Ayala siguiendo antiguos criterios evolucionistas afirma que el nervio óptico, al formarse dentro de la cavidad ocular, crea un punto ciego en la retina que puede considerarse un defecto en relación a otros ojos animales, como los de los calamares, que carecen de tal punto ciego.2 Sin embargo, hoy sabemos gracias a estudios fisiológicos posteriores, que en el ojo humano y en el de otros muchos vertebrados existe una capa especial de células alargadas en forma de embudo, llamadas células de Müller, que constituyen una segunda lente dentro del ojo, cuya misión es canalizar la luz justo a través de la capa opaca para transmitirla sin pérdida alguna allí donde se necesita.3 Estas células emiten las imágenes siguiendo el principio de las fibras ópticas y la luz láser. De manera que, el punto ciego, después de todo, no es tan ciego como se creía. El ojo humano no constituye en absoluto un ejemplo de órgano deficiente sino todo lo contrario, una evidencia de alta tecnología que requiere diseño.
En segundo lugar, cabe preguntarse también ¿por qué el diseño para ser real tienen que ser perfecto u óptimo? El diseño perfecto sólo podría existir en un mundo perfecto. Algo así como el cielo de Platón con sus ideas que supuestamente alcanzaban la perfección en la existencia real. Sin embargo, en nuestro mundo material no existen tales diseños óptimos. Lo que hay son diseños que funcionan bien en un universo sometido a leyes físicas determinadas. Veamos el ejemplo de los automóviles que son diseñados inteligentemente por sus creadores humanos. A pesar de su evidente diseño, no es posible afirmar con propiedad que el mejor vehículo de la marca Lexus, por ejemplo, constituye un “diseño perfecto” de la ingeniería japonesa o que no resulta posible mejorarlo ni hacerlo más eficiente. Que sea un buen coche de alta gama no significa que sea perfecto. Pues bien, con los seres vivos ocurre lo mismo. El Diseño inteligente afirma que sólo una inteligencia diseñadora es capaz de explicar la complejidad específica que poseen los sistemas biológicos. A pesar de ello, esta teoría científica se niega a perderse en sutilezas acerca de la naturaleza de tal inteligencia diseñadora. Mientras que desde el darwinismo, se especula y se entra en el terreno de la teología diciendo que el diseño exige un diseñador perfeccionista que debe hacerlo todo siempre perfecto. No obstante, el Diseño inteligente se centra en la experiencia habitual de diseño, que suele estar condicionada por las necesidades de cada situación o ambiente concreto y, desde luego, nunca puede considerarse perfecta.
El diseño perfecto simplemente no existe en nuestro mundo. Todo diseño conlleva objetivos enfrentados y compromisos contrapuestos. De ahí que los mejores diseños sean aquellos que satisfacen el mejor compromiso. Decir que, porque se ha encontrado un aparente defecto en un organismo, éste no ha podido ser diseñado, resulta del todo injustificado ya que no conocemos los verdaderos objetivos del diseñador. Y al desconocer tales objetivos, no es posible saber si el diseño en cuestión es defectuoso o acertado. Además, que sea posible concebir alguna mejora en un diseño no significa necesariamente que tal función o estructura no haya sido inteligentemente diseñada.
Es evidente que muchos diseños biológicos pueden ser considerados desde la perspectiva humana, no ya como imperfectos sino incluso como malignos. El veneno de algunas serpientes, el juego de las orcas lanzándose focas o pingüinos recién capturados, las hormigas que hacen esclavos, el pollo del cuclillo expulsando fuera del nido a las crías indefensas de sus auténticos propietarios, ciertas avispas de la familia de los ichneumónidos que ponen sus huevos en el cuerpo vivo de algunas orugas, etc., constituyen algunos ejemplos de la malignidad que puede caracterizar determinadas conductas animales. Tales diseños nos aproximan necesariamente al debatido problema del mal y a la dificultad de relacionar la bondad de un Dios todopoderoso con la existencia del mal en el mundo.
Conviene reconocer, antes que nada, que cuando un científico utiliza el argumento del mal contra el diseño inteligente de los seres vivos, está inmediatamente abandonando la ciencia para adentrarse en las aguas de la filosofía y la teología (concretamente, la teodicea). Dicho esto, es menester señalar también que un diseño inteligente, por maligno que sea, no deja de ser un diseño. Pensemos por un momento en un arma terrible como el tristemente famoso kalashnikov, el fusil de asalto que fue diseñado por el ruso Mijaíl Kaláshnikov, y que se está empleado para matar miles de personas por todo el mundo. A pesar de toda la malignidad que se le quiera asignar a semejante instrumento de muerte, no deja de ser, sin embargo, un artilugio diseñado. La existencia del diseño, en sí misma, nada tiene que ver con la moralidad, la estética o la perfección que quiera concedérsele a dicho objeto. Ni tampoco la bondad o la maldad de un diseñador elimina la realidad de sus diseños. Una cosa es determinar si una estructura ha sido diseñada inteligentemente ya que resulta compleja y específica, y otra muy diferente, valorar si un Creador sabio, bondadoso y poderoso diseñó semejante estructura de una forma u otra. Lo primero, permanece en el ámbito de aquello que la ciencia puede determinar, mientras que lo segundo pertenece al terreno filosófico o de la teodicea.
La teología filosófica ha tratado ampliamente el problema del mal en el mundo. En otras ocasiones ya nos hemos referido a este mismo asunto. Sin embargo, en líneas generales, podemos afirmar que el mal es siempre como una degradación del bien. La mentira es una degeneración de la verdad. La injusticia es ausencia de justicia. La incredulidad, una falta de fe. El odio es carencia de amor. Y, en fin, el pecado constituye el error de no haber dado en el blanco. Todos estos males son producidos por el envilecimiento del bien. De la misma manera, cuando observamos en la naturaleza esos abundantes diseños malignos, podemos preguntarnos también, ¿fueron siempre así? ¿Poseían esa misma malignidad cuando salieron de las manos del Creador? ¿O quizás fueron pensados para realizar otras funciones positivas que posteriormente han cambiado y degenerado? Un bisturí en manos de un cirujano, por ejemplo, es una eficaz herramienta para extirpar cualquier tumor maligno y sanar al enfermo. Sin embargo, en otras manos distintas puede convertirse en un instrumento de muerte. Una droga como la morfina es un analgésico clásico capaz de disminuir dolores muy agudos, pero si se usa con demasiada frecuencia genera dependencia física y psíquica capaz de conducir a la paralización del aparato respiratorio. Los gobiernos de las naciones fueron instituidos como algo bueno para administrar justicia a sus pueblos. Lamentablemente, algunos se convirtieron después en dictaduras que masacraron a sus propios ciudadanos. La lista de ejemplos podría ser muy larga. Numerosas cosas que fueron concebidas para el bien, con el transcurso de los años se tornaron peligrosas y malignas.
El cristianismo considera que vivimos en un mundo caído. Toda la Escritura afirma que los buenos propósitos divinos al concebir la creación fueron alterados radicalmente. Hoy podemos constatar por doquier que aquella perversión original sigue siendo una realidad palpable. El darwinismo, por su parte, intenta explicar este mal de la naturaleza diciendo que es sólo aparente y que no se le deben asignar connotaciones morales, ya que es simplemente el producto de las mutaciones al azar cribadas por la selección natural. La crueldad, el asesinato, la maldad, la lucha por la existencia o el triunfo del más apto son sólo los resultados que cabe esperar de un proceso natural ciego y sin alma, como el que propone el evolucionismo materialista.
No obstante, estos mecanismos naturales son incapaces de explicar la elevada complejidad específica que se observa en el mundo natural. Esta complejidad sugiere un diseño inteligente real y no sólo aparente. Lo que ocurre es que tal diseño se ha corrompido y, en algunos casos, se ha vuelto maligno o dañino. Sin embargo, semejante perversión del diseño original no se explica negando el propio diseño sino aceptándolo y enfrentándose filosóficamente al problema que plantea la teodicea, o sea, al mal del mundo. Esto sólo puede hacerse desde la teología, no desde la ciencia. En este sentido resulta apropiada la famosa frase de Boecio, el filósofo cristiano del siglo VI que, adelantándose a la solución que posteriormente daría Tomás de Aquino, escribió: “Si Dios existe, ¿de dónde sale el mal?; si no existe, ¿de dónde sale el bien?”4. Es decir, la existencia del mal no es un argumento contra Dios, sino al contrario. Precisamente porque se da el mal, Dios existe, pues, si el mal es desorden, previamente debe haber existido el orden, cuyo autor sólo puede ser Dios.
1 Ayala, F. J., 2007, Darwin y el Diseño Inteligente, Alianza Editorial, Madrid, p. 39 y 51.
2 Ibid., p. 39.
3 http://www.theregister.co.uk/2007/05/01/eye_eye/
4 http://teologiamoral.com/moralpersonal/pagina_marcos7.htm
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